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MAGNETITA EMOCIONAL

(Si él me viera ahora)

Por la tarde, sentados en la mesita de la estación, frente a los AVE, lejos del ventanal, quizá para no dejarme ver bien tu cara blanca, con los restos de bocadillos desmoronados sobre la bandeja, tu café y mi cerveza vacíos y mi cartera por los suelos para estar en equilibrio con tu caos natural, nos hicimos Rohmerianos[1], viajeros fugaces del intercambiador de sentimientos. Pude ver volcanes pequeñitos alrededor de tus mejillas enrojecidas y en tus ojos de lava ardiente un brillo cegador al entregarme tu última carta. Te miré para ver el amor tierno e impetuoso que guardaste hace mucho tiempo con una llave antigua en el cofre rojo que palpita dentro de ti. En ese instante, en la hora detenida, sentí un leve sobresalto, una gota de deseo, un estallido de calor en mis manos vivas.

Por la noche volví a sentir esa leve inquietud, un extraño desasosiego. A las doce de la noche, vuelta en la cama y vuelta a pensar. A la una, vuelta en la cama y vuelta a pensar de nuevo. Dos ojos inmensos fraguando en la oscuridad como si fueran un agujero negro y un nombre que bailaba sobre mi mesa de trabajo y se fue desvaneciendo hasta perderse para siempre en la memoria del sueño.

Por la mañana te pienso. Te imagino al levantarte resguardando en la cama el olor natural de tu cuerpo.

AMo Ruiz Administrador fincaas

— Si él me viera ahora… —dirás frente al espejo con tus veintisiete años, mientras te peinas a la luz de una vela con costras amarillas por falta de pago de la luz eléctrica.

Sola desde los dieciséis, tus padres hicieron separación de bienes materiales, espirituales y de todo lo que les unía en la tierra. A ti y a tu hermana pequeña, azafata de vuelo, os dejaron fuera.

— Si él me viera ahora…

Te maquillas como si fueras a tu primera cita, la última apuesta de un amor imposible. Lo haces por entregas. Te alisas el pelo con fuerza, quisieras escurrir de tu cabeza al lavabo la parte mala de tu inteligencia. Alma de nube disimulada. A las cinco de la mañana, tu cara de arena se mueve entre las sombras, tus ojos verdes vacían el cielo de estrellas y todo se vuelve amarillo por la maldita vela.

— Falta de pago, sí, ya, si ellos supieran…

Crees que el agua pensativa de la ducha purificará tus nervios, que disminuirá tu ansiedad. Te duchas y vuelves a ducharte otra vez. Besos de agua limpia que más bien parecen quejas del corazón. No queda, o quizá nunca hubo, agua caliente. Tu ducha y el aroma de jazmín, esa fragancia tan peculiar que aturde el aire de tu casa y que jamás falta de tu diminuto cuarto, son para ti lo mejor de la espalda de este mundo.

— Los hombres,me conformo con uno que sea tan bueno como un prado dormido —murmuras entre lágrimas de nieve blanca que derramas sobre el suelo oscuro.

Andas y desandas la casa, semidesnuda todavía, descalza, todo aún por colocar, desde su nombre en tus labios, hasta tu diario íntimo abierto por cualquier página .Las prendas de ropa diseminadas por los pocos muebles salvados del desahucio de la otra casa, rompen la armonía con sus posturas esperpénticas y su chirriar confuso. Sin el abrigo de tu carne parecen ciudades muertas. La compra del día anterior dormita dentro de sus bolsas en la misma posición en que la dejó tu madre al marcharse. La fruta sobre tu mesa de dibujo parece preparada para una partida de billar. Los yogures se cuecen en un brazo del sofá. Abres tu libreta de memoria con un golpecito en la sien. Tocas madera.

— A las tres de la tarde, salida de la fábrica. A las tres y media, quedar con Isabel. Cuatro menos diez, clase de auxiliar de enfermería. Y después, tomar unas cervezas con los compañeros. Llamar a mi hermana. Hablar con mi madre para que me llene la casa de comida, sobre todo fruta fresca. Volver a hablar con mi madre seriamente, a ver si puede hacerme algún recado más, con esa ternura suya, la misma con la que amamos los cielos, y acudir a alguna de mis citas de papeleo, sin que se mezcle la pureza de los sentimientos encontrados. ¡Que me ayude, yo no me puedo doblar! Ya me estoy dejando los pelos como escarpias, la mirada se me atraviesa porque ya se me hace tarde y tengo diez minutos a buen paso hasta el tren de Ciempozuelos. Siempre estoy igual, durante quince días como convulsamente bien, después necesito a mi madre detrás para no pasar hambre. Desvarío. ¡Qué bonitos son los páramos que no puedo ver! Oler el heno fresco de Cantabria, visitar los Picos de Europa, el Naranjo de Bulnes, el sur de Francia, la Sierra de Gata… Alargar la mano extendida lentamente con el deseo de acariciar el viento que sopla dócilmente en mis oídos, al otro lado de la ventanilla del tren, murmurando un silbido bello, los dedos estirados elevándose contra el cielo oscuro, crujiendo suavemente con desasosiego, solos, camino de Madrid, de la fábrica, de los océanos de cemento.

Si él te viera ahora… Tus  ojos coralinos, asustadizos, cuando imaginas ver en el cristal del vagón el reflejo de tu supuesto enamorado que te sigue, que te come con sus ojos sitiados de ansia interrumpida.

Bajas del tren, sobrevuelas, más que recorres, el andén, jadeas en las escaleras mecánicas, vuelves la cabeza al empujar los torniquetes como si de verdad alguien te siguiera, desconfías y confías ciegamente en que así sea, pero nada, ni rastro del amante fingido. Todas las caras que miras te queman pensando en él. Una muchedumbre mansa pasa, tú te escoras para evitarlos, te empujan, inevitablemente rozan tu cuerpo virgen de amor, de todo amor, trastornado de lástima y de fe. Te paras, tiendes a oprimir las manos mientras respiras el mismo aire amortajado que los demás y buscas ese roce del amor incomprensible, colmado de signos astrales y de cosas, amor tendido que gatea por la tierra y se cuela en tu cabeza por tus ojos inmensos disueltos en los ojos buscados y cubre toda tu piel blanca, universo taciturno lleno de cremas y aceites olorosos.

Si él te viera ahora cabalgar en el autobús acompañada por la raya plateada de la Luna, el puntito titilante de Venus y el punto mayor y más intenso de Júpiter encima de tu cabeza. Escuchas los sonidos huecos de la tierra que yace bajo el asfalto, muy cerca, pero siempre interponiéndose en tus inalcanzables recuerdos tristes.

Si yo te viera ahora contemplar tu cielo mudo y sin nubes, mundo helado de fatal desencanto en el que guardas la costumbre de no llorar. Entras en la fábrica, fichas y subes por las escaleras, camino del vestuario, huracanada, el rostro húmedo y brillante algo crispado, el cuerpo febrilmente destemplado y los inquietos e inquisidores ojos escudriñando en la quietud profunda de la fiebre que tienes en busca de tu color favorito, el de la canela.

— ¿Qué te pasa, estás enferma? —pregunto.

— La fiebre, la garganta —contestas. Y me cuentas cabizbaja lo que te tomaste anoche, algo inocuo, que no sirve para curar el amor—. Los dolores duermen de noche, se dejan en casa, me contestas.

— ¿Tomaste Clamoxil…? —digo yo.

— No quiero—respondes bajito mientras piensas en cogerle la mano, saltar sobre su cuello, besarle, darle un abrazo y decirle: “Déjate de juegos”.

Y te hablas a ti misma con descaro de enferma, se incendian tus pensamientos en penumbra, sacas pecho, contoneas las caderas e imaginas descaradamente que repites lo que dices con palabras nuevas, envueltas en sueños, sofocadas por la fiebre y el calor húmedo que reblandece todos tus huesos bajo los surcos vacíos de tu piel.“Ámame”, voceas en tu fuero interno, “tómame y enséñame de cualquier manera”. Enseguida recuerdas lo que tu abuelo, contigo sentada en sus rodillas, te contaba de tu abuela: “En cuanto ella entraba por la puerta, se me aflojaban las piernas, la sangre se me subía a la cabeza y las paredes empezaban a moverse, pero era yo el que temblaba entero.

Está claro, la fiebre te ha subido sobremanera, los ojos se ciegan cuando sólo se ve con el corazón.

—Bueno, pensándolo mejor, tomaré ese Clamoxil que me ofreces—contestas, ya más despierta.

Yo callo, sonrío, te lo ofrezco y te miro a los ojos, pero en tus ojos hay otro horizonte y en medio del horizonte, una ausencia.

—O mejor no —me dices—. Definitivamente no tomaré nada que lleve paracetamol o antibiótico. Me marea, me hace más vulnerable, más aventurera, no quiero tener unas ojeras tan grandes como calzadores de zapatos.

Con tus ojitos, entregados por la fiebre, ora aceptas ora no aceptas las pastillas, totalmente inofensivas. Ninguna cura el mal de amor ni el hálito oscilante de suaves matices que huele como el aroma de largos viajes, porque el amor es viajar con los ojos cerrados todo el tiempo que puedas.

—Caballo loco —musito yo discretamente, romántico espectador del instante que se va por el desagüe arterial.

Dices no por ese principio moral que respetas tanto como un caballero a su escudo y por ese don de leer en los ojos y escribir en el pensamiento desplomado.

— Si él me viera ahora cruzar lo invisible, dejar de vagabundear con mis sentidos y sentarme a descansar un ratito, insensatamente, en sus ojos crueles…

— Si yo la viera ahora, si leyera todas sus fogosas fantasías que estallan como meteoros fugaces, preludio de desgarros amorosos, que duelen y se agolpan en la cajita de fotogramas imborrables…

No dejes que te recuerde enfadado, pareces decirme en lenguaje gestual cuando te quitas la bata de trabajo al final de la jornada. Aún está resonando el eco del timbre de salida cuando fichas con ese rasgo tan particular de coger la tarjeta con tu nombre en la mano izquierda, como abrazando otro nombre en otra tarjeta y desapareces tiernamente por la puerta de salida. Por la rampa hasta la calle te desvaneces como el sueño del día anterior, que volverá mañana, porque el de hoy ya no existe. El tiempo es lo que existió antes de la existencia del mundo, de nosotros. Es muy posible que ya no te vea a partir de ahora, tres días te quedan para dejar el trabajo. La Geografía del lugar te arraigará en mi memoria.

La tarde duerme entre los setos y los madroños resecos. Los árboles desnudos colorean el cielo de grises. La luz rojiza del atardecer hace rato que se ha ido cerrando la puerta, como tú al marcharte.

Conservas sensibles historias personales en tu mochila, ésa donde guardas las caricias de toda una vida y los pétalos de tu belleza, preludio de tantas explosiones emocionales: Un padre incómodo que gravita en tu conciencia; una madre multiplicada de madreperla auténtica; una única hermana que te adora. Deliciosa cabra loca, eres de magnetita emocional hiperactiva, un torrente de sentimientos ancestrales y atropellados, una erupción amorosa en crecida, un vómito volcánico de palabras que nunca van a atreverse a salir solas de tu boca gélida.

— Si él me viera ahora…

—Caballo loco—musito suavemente, como un boomerang que retorna a su primer y único suspiro.

—Si él me viera ahora dejarle encima de su mesa esta carta como el dulce laurel, la estrella rota de papel que se acuesta en mis ojos febriles, la charla encantada escrita página a página en la sombra de mi boca. ¡Ojalá me viera! 

Felipe Iglesias Serrano 

[1]Eric Rohmer, director de culto del cine francés

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