CÉSAR LÓPEZ LLERA.
Si Cervantes en su dedicatoria del Quijote al duque de Béjar lo alaba por favorecer a las artes no vulgares, en el prólogo al lector se le antoja que su libro “fuera el más hermoso, el más gallardo y el más discreto”, amén de jactarse, con no poca modestia socarrona, de haber escrito con trabajo la historia de un hombre “lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno”. El buen pintor o escritor, que todo es uno (don Quijote dixit), no pinta lo que saliere, como Orbaneja, ni es incapaz de interpretar sus versos, como el mal poeta Mauleón, sino que planifica sus obras para reflejar a través de mundos ficticios la vida del ser humano y la sociedad tal como son: complejas, cambiantes, disparatadas, contradictorias, crueles, divertidas, amargas…
Cervantes sabía que con su entendimiento e imaginación había creado una buena obra de arte, estéticamente novedosa y complicada, lingüísticamente relevante, original, amena y verosímil. De hecho, con El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se iniciaba la novela moderna. Aunque eso lo desconoció, sí presumiría en sus Novelas ejemplares de novelar el primero en lengua castellana.
Aunque de los dineros no hacía caso ni perseguía laureles marchitos de poeta paniaguado, Mercurio lo coronó en su Viaje del Parnaso como “raro inventor” y no dudó en presentarse ante el dios Apolo con orgullo: “Yo soy aquel que en la invención excede / a muchos, y al que falta en esta parte, / es fuerza que su fama falta quede.” Falsa modestia, la justa, ya que le reconcomía cuanta canalla inútil gozaba de reconocimiento inmerecido y no soportaba la existencia de veinte mil sietemesinos poetas, esto es, de exceso de plumas sin arte, por lo que alababa a Quevedo como flagelo de poetas memos. Siempre proliferaron juntapalabras titulados de artistas sin serlo, tan solo porque sus escritos se difundieran y aplaudieran. Ya Aristóteles diferenció entre pintar por arte o por costumbre, es decir, entre hacerlo con calidad o por simple aprendizaje de una técnica. A todos nos es dado aprender la mecánica de dibujar un jarrón o componer un soneto, lo cual no nos convierte en pintores o poetas. Por ello, siempre resultará necesario reivindicar lo complejo, lo sofisticado, lo anómalo, como hiciera Rubén Darío en Los raros, donde se enorgullecía de “luchar porque prevalezca el amor a la divina belleza, tan combatida hoy por invasoras tendencias utilitarias”.
Cervantes se creía buen dramaturgo y novelista, pero se lamentaba de no ser buen poeta: “la gracia que no quiso darme el cielo”. Si no triunfó en el teatro fue por negarse a entenderlo como mercadería vendible y por disgustarle la comedia nueva de Lope de Vega (monstruo de Naturaleza, según el alcalaíno), quien en una carta de 1604 llamara puerco en pie al autor de La Numancia, de cuya obra maestra llegó a escribir: “No hay nadie tan necio que alabe el Quijote”.
Cuatro días antes de morir Cervantes escribe la dedicatoria al conde de Lemos de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Consciente de que la Pelona lo ronda, la inicia con los famosos versos: “Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta te escribo”. Reflexiona sobre la fugacidad de la existencia: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”, y fantasea con finalizar la segunda parte de La Galatea si se produjese un milagro. Al contrario de Don Quijote, él no se deja morir, y, vencedor de sí mismo, viejo y moribundo, pero manco sano, ya no necesita ficcionar su realidad interior a través del caballero de La Mancha, sino seguir inventando su vida hasta el último estertor bajo su insumiso precepto estoico: “Con poco me contento, aunque deseo mucho.” Se diría que para Cervantes, tanto en la vida como en el arte, lo esencial y placentero es el proceso, la actividad, no el resultado final: un cuerpo muerto o una obra acabada. ¡Rara invención nuestra existencia y raro inventor don Miguel de Quijote Saavedra!