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El estraperlo, Villaverde Bajo, mi abuelo y el tren

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A todos aquellos que ayudaron.

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Mientras tomaba apuntes para una película documental sobre los trenes de cercanías en la actualidad, me topé con una libreta arrugada, irregular y llamativa que empleé hace ya muchos años para escribir una serie de conversaciones que mantuve con mi abuelo. En ellas leo, y eso ya es mucho, porque hoy en día no entiendo mi letra, parte de una historia que enuncié pero que, de una forma muy consciente, guardé en el cajón de los proyectos no realizados —casi todos— y que se centraba en el tren, el estraperlo, la posguerra, mi abuelo, mi padre y una Nochebuena del año 1957.

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Mis abuelos vivían en un lugar que recorro imaginando una infancia que no fue la mía, y recuerdo cómo mi abuelo me explicaba el lugar exacto donde tuvo lugar uno de los días, que quizá no fuese el más importante, pero que fue el que me transmitió. Puede que fuese porque mi padre estaba implicado o simplemente por mi afán de tomar notas.

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Todo comenzaba en Sevilla mientras cargaban, entre las ruedas, la mercancía que había que traer a Madrid. Ya estaba el azúcar, la harina, los garbanzos, el café e imagino que tabaco y muchas más cosas. En ese viaje solo había tres viajeros, el maquinista, mi abuelo, visitador, y no sé si el revisor también. Uno de los viajeros llevó una botella de brandy que mi abuelo no probó. El viaje marchaba con normalidad y el efecto de la malvasía hacía mella. Cantaban villancicos mientras liaban cigarrillos, mi abuelo tampoco fumaba. Llevaba aquellos churros sevillanos para el desayuno que mi padre, junto a sus hermanos, esperaban con ilusión. Mi abuelo, lo que prometía, lo cumplía.

Una llamada a deshora en una casa rara vez era motivo de ilusión. Mi abuela se despertó asustada. ¿Quién era? Llegaron juntas la noticia y la prisa. Alguien se había chivado de lo que cargaba el tren y de quién iba en el vagón. En Atocha les esperaba una comitiva de nacionales para darles la bienvenida y llevarlos al cuartel. Eso no podía suceder. En eso entraba mi padre a sus diez añitos. No era ningún secreto que muchos niños y adolescentes desempeñaban un papel fundamental en el estraperlo, ya fuera ayudando a sus familias a transportar mercancías o sirviendo como mensajeros entre los intermediarios. Algunos, incluso, se dedicaban a vigilar las estaciones y avisar en caso de que la Policía franquista realizara inspecciones.

Siempre había una parada  cerca de Villaverde Bajo. Allí dejaban algunas cosas, otras no. Mi padre se abrigó mucho y salió en dirección al lugar estratégico —en las inmediaciones de Villaverde— en donde el tren se detenía. ¿Y qué pasaba si ese día no paraba? Mi padre tenía una misión: avisar o no vería a su padre por una larga temporada. No se sintió solo y quizá se imaginaba como Philip Marlowe. Había leído una novela o quizá no la había terminado, El largo adiós. Ese detective solitario había calado en él. También le gustaba ir a ese lugar estratégico al que siempre iba Pilarita, aquella muchacha de 14 años, que ayudaba a transportar esos paquetes de cigarrillos que venían escondidos en las cajas de verduras. ¿Se atrevería a hablarle esa noche?  A eso de las 5:53 el tren llegó al lugar señalado. Mientras iba parando, mi padre solo miraba a Pilarita. que también le miró y sonrió. De esto no ponía nada en mi libreta. Mi abuelo se sorprendió al ver a su hijo allí. Enseguida saltaron las alarmas. ¿Qué sucedía? También pillaban a chavales. Mi padre había escuchado que les encerraban y recibían grandes palizas. Se daba ánimos imaginando que sería un gran encajador como Marlowe, pero bueno, había que estar concentrados. Alertó a todos de que había habido un chivatazo. Todo fue rápido y se deshicieron del material allí en Villaverde. Todos sabían de quién era cada cosa.

Mi padre eso no lo había olvidado. Ya se sintió parte de esa frontera, era uno más. Iba orgulloso porque había colaborado. Llegó y mi abuela lloraba porque había tardado mucho, pero para mi padre todo ocurrió rapidísimo. Ni siquiera recordaba el frío. Ya no se volvió a dormir. Mi abuelo llegó con los churros, dijo que tuvo que pagar para que le dejasen llevarlos. Mientras desayunaban, solo recordaba la vuelta a casa, con Pilarita, que encima le dio un cigarro y tuvo que disimular su tos porque no sabía fumar, pero lo que más le fascinó de aquel cigarrillo fue que, como se lo había liado Pilarita, el cigarro olía a ella.

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