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La madre

Habrá que volverlo a leer varias veces para poder decir algo digno de encomio…pero la primera leída me deja una sensación de frescura y humor que llega a trascender a la descripción de la escena. Muy logrado. Me parece excelente !!!

Roberto María Zamalloa.

“¡Tekeli-li!, Tekeli-li!” [1] El teléfono sonaba ya por tercera vez. Era temprano, no habían dado las nueve en el reloj del almacén y comenzaba a preparar el trabajo que más tarde distribuiría al resto de los empleados. La voz risueña de Cristi aplacó la línea.

— ¿Girondo?, ¡huy!, en qué estaría yo pensando, en mujeres que vuelan, claro, tú eres… Preguntan por el señor Medrano, tú…

— Pásamela Cristi —le dije rotundo, no sin cierto desasosiego en el paladar.

Sentía una punzada cerca del ombligo que me oprimía el estómago y me provocaba una especie de bilis en la garganta. En realidad era sólo un mal presagio. No había hecho nada malo que yo supiera y nada había de temer.

— ¿Señor Marrano? —y me pareció oír que la voz surgía del otro cielo— ¿Señor Marrano? —insistió la voz, y sonaba a mojoncito dulce y a tan poquita cosa, que, presa de un anonadamiento pasajero, fui incapaz de sacarla de su error al citar mi apellido.

— ¡Síii! —contesté y, al mismo tiempo, noté cómo me entraba por el buche un trozo de nube de polvo cruda y cómo mi voz espigada, desmigaba la carraspera de mi garganta.

— Soy la madre de Susanita y verá, mire usted… —del mojoncito de voz sobresalía una firmeza tan… que instintivamente me llevé la mano a los pantalones, como si el miedo fuera a bajármelos a los tobillos, su sitio natural, lo veía venir desde que empezó esta conversación.

— Voy a ir al grano porque sé que le pillo a usted en horas de trabajo. Yo sólo quiero que mi hija sea feliz, ¿sabe usted?… Aquí delante de mí, tengo una foto suya con ella, es que mi hija, ¿sabe?, es muy descuidada, deja las cosas en cualquier sitio…

Yo sujetaba con una mano los pantalones, que ya ni sentía en mi cuerpo, y me imaginaba a la autoritaria madre después de encontrar las fotos, totalmente inofensivas, registrando exhaustivamente la habitación de su hija y asumiendo con lógica aplastante su papel de madre carcelera.

— Claro señora… Perdone, ¿cómo se llama?, no me gusta hablar con alguien de quien no sé su nombre.

— Isabel.

— Isabel, su hija es un caos humano, es verdad, tiene esos “descuidillos”…

Y según lo decía, no podía apartar de mi cabeza la imagen de una mujer menuda, puro nervio, zarandeando frenéticamente el caos natural en que se convierten las habitaciones de los hijos para obtener cualquier clase de información. En su búsqueda de respuestas, ¿comprenderá mejor?, ¿averiguará algo no deseado?… Inexplicablemente, la madre es el ser humano primordial.

No sentía sudores en mi frente, sólo el pressing telefónico agazapado en mi oído derecho y un tintineo en los huesecillos de mi débil mano izquierda, que sujetaba los pantalones.

— Porque usted señor Marrano, ¿qué edad tiene?

Yo al principio no la vi venir, pero era indudable que había salido de la trinchera y se lanzaba campo a través como los australianos en Gallipoli [2]. “Morir matando por mi hijita” sería el lema. Una boca aspiró esa décima de segundo que duró el silencio impuesto por la pregunta, no sabría decir si fue mi boca seca o la suya.

— Y además trabaja usted en un sex-shop, lo digo por la tienda que se ve al fondo de la foto. Mi hija, aunque ya tiene veintiún años es una cría, ¿sabe usted?, ¿me comprende?, su cabeza pasa todavía por la edad infantil, y con su asma…

Hablaba atropelladamente, como si quisiera decirlo todo de una vez y en el menor tiempo posible, pero su voz mojoncita permanecía firme. Todo sonaba a representación bien ensayada, a que había pensado durante mucho tiempo lo que iba a decir bien armada de valor y de datos extraídos de la habitación vacía de su hija durante las horas de universidad. Se había fijado la tarea de ser madre con mayúsculas y, sin apartarse un ápice del guión, siguió zumbando en mi oído su voz cadenciosa de arroyuelo múltiple.

— ¿Sabe usted que tiene una enfermedad muy grave en las vías respiratorias y que posiblemente no llegue, por estas gracias que tiene la vida, a cumplir los treinta?

El estrépito que armó el teléfono al caer encima de la mesa fue menor comparado con la actividad de espirales circulares que desfilaban por la oscuridad que de pronto vino a anegar mis ojos. Sentí pasar por ellos toda la eternidad y el fuego del infierno bajo mis pantalones. Recogí el auricular con un innecesario tembleque. Ahora la voz de Isabel se oía mucho más lejana…

— Mi hija habla conmigo ¿sabe usted? Me cuenta algunas cosas…

Reaparecí, las espirales desaparecieron de mis ojos y en ese mínimo descanso de la turba mental en que los guerreros toman aire antes de proseguir la lucha, recordé a Susanita revolando alrededor del Metro por Vallecas, cerca de mí, cantándome en ambos oídos, para que lo oyera en estéreo, los broncones con su familia, los derrumbes paternos y afirmando: “Sí, me he cargado a mi familia yo solita, y lo he hecho sin ayuda de nadie. No sé qué más sabré hacer para destruirla…

Isabel no escuchaba ni dejaba hablar, proseguía con su relato.

— Ella fue la que me dijo que le abordó a usted en el Metro, que tiene cuarenta y pico de años y que es separado. Ella es así ¿sabe usted señor Marrano? Y yo sólo quiero que mi hija sea feliz, lo más feliz posible, es lo único que pido. Estas cosillas de usted, sus regalos, lo que me he ido encontrando en esos descuidos de mi niña…

Había tanta calidez en sus palabras, tanta familiaridad en su voz mojoncita, que yo ya me iba acostumbrando a que me llamara por ese nombre tan peculiar, incluso llegué a pensar que bien pudiera ser que alguien de la rama familiar se llamara así.

Ella proseguía imperturbable su monólogo. Me di cuenta de que lo que yo pudiera decirle no le interesaba. Mi pantalón se iba cada vez más abajo o así lo pensaba yo. Lancé un par de miradas furtivas en derredor mío, pero, afortunadamente, la oficina estaba tranquila, todas se habían ido a desayunar a Flores, donde sirven unas pulguitas y un café deliciosos. Ni tan siquiera se me hizo la boca agua al pensar en el desayuno, como otras veces. Tenía la boca tan seca como si alguien hubiera puesto un torrezno salado en mi paladar.

Pude articular alguna frase completa en un hueco de su perorata, cuando se detuvo para tomar aire.

— Señora… Isabel… los dos queremos lo mismo. Yo aprecio a su hija y ella me dice que le vienen terapéuticamente bien nuestras conversaciones. Pero hace ya más de tres meses que no la veo. Yo respeto su silencio y sepa que no hay nada entre ella y yo fuera de hablar y hablar, se lo aseguro Isabel. Y le digo más, la respeto muchísimo, sobre todo por su fragilidad. Pues eso…

Me oía hablar a mí mismo, tan serio, como para convencerme de que no había desgana en mis palabras, sino verdadero y sincero afecto por aquella muchacha de veintiún años con cara de biberón senegalés.

— ¡Dios mío! —me dije.

Ya apenas escuchaba a la madre mientras me contaba de las mil y una formas de respeto, a buen seguro refiriéndose a ella, pisoteadas por la hija a todas horas, mientras el padre, trabajando todo el día en Telefónica, no se enteraba de nada.

Sólo nombrar la palabra respeto me infundía pavor, porque es una palabra hueca si no va acompañada de alguna breve acción que la respalde. Yo, sin darme cuenta, había soltado mis pantalones. Agarraba el auricular fuertemente con la otra mano, no sabía bien si con la intención de estrangular el aire con el cable, por puro miedo, o por no medir en qué lugar de mis piernas se hallaban los susodichos pantaloncitos, esa prenda que en apariencia otorga la mayoría de edad ante los demás. Decoro.

Deposité una mirada salvadora en aquel cuadrito sin valor, cuyo viejo marco se sostenía en un ángulo de mi mesa. Aquel mar de espuma blanca me tranquilizó a medias. Nunca me había fijado en la firma hasta ahora, un garabato largo escrito de una vez: Poe.

La madre seguía hablando, intentaba tranquilizarse ella sola. Al parecer no tenía interés en obtener respuestas de mí, salvo (y ya la había obtenido) lo referente a su máxima prioridad: la carne. A todo esto, yo no conseguía saber por dónde diablos andaban mis pantalones, apenas sentía ya la mano que sostenía el teléfono y la oreja me ardía con saña. Me noté tenso, sin saber dónde poner ya el remolino de manos que me aturullaba. Por qué será que en presencia de una madre se siente uno observado y vigilado como un conejillo de indias. Así me sentía yo en aquellos minutos infinitos, en el papel de calmante tranquilizador, pero hecho trizas, intentando superar lo insuperable, el visto bueno de una madre ¡por teléfono! Miré de nuevo la pintura del cuadrito con escepticismo y me sentí atrapado, sin fuerzas para seguir luchando por causas perdidas. Además, ya no tenía ganas de poner orden en el caos de Susanita. ¡Qué más daba! ¡Que volara sola! Por qué iba a luchar para salvar la amistad de una mujer con mentalidad adolescente. No hay amistad que cien años dure con una madre por medio. Cada una de las palabras de su boca eran disparos de perdigones que me abrasaban parcialmente los párpados y me hacían arder temporalmente las hormonas. Llegado a este punto, la verdad es que me daba igual todo lo que decía, ni siquiera me preocupaba lo que había sido de mis pantalones ni de los nudos enredados del cable telefónico. Puros nervios. Por educación esperé que acabara, aunque estaba deseando colgar, por cansancio y porque habían vuelto mis compañeras de desayunar y tenía la falsa impresión de que sus orejas eran más largas y estaban más cerca de mí de lo habitual. En un trabajo monótono, en el que se hace siempre lo mismo y se trabaja siempre con los mismos artículos, el incidental vuelo de una mosca, por leve que sea, es motivo de arduos comentarios “titanic” que te hunden más y más en la miseria para que la rumorología maledicente pueda durar días.

Volví a la realidad sin temor a haberme perdido nada, después de haber llegado a la conclusión de que no me interesaban ni la hija ni la madre si esa amistad llevaba aparejada a las dos partes. Y pensé que bien podía seguir intentando hacer de su niña una santa, si su niña se dejaba. Buen mozo, buen trabajo… lo de siempre, pero luego, con el paso del tiempo, desesperanza y vacío. En esta triste conclusión estaba cuando oí al mojoncito de voz susurrándome al otro lado del hilo.

— Lo que sí le pido es que esto que estamos hablando no salga de nosotros, se lo ruego por favor, mi hija es…

Y mi hija esto y mi hija lo otro, pensaba yo y ya me temía que se fuera a alargar la conversación otros cuantos minutos que mi oreja no sería capaz de aguantar, pero me equivoqué porque Isabel, más tranquila y con una educación exquisita, creyó oportuno dar por zanjado el asunto y la conversación, o monólogo más bien. Yo, idiota de mí me obcequé inútilmente en estos últimos instantes en seguir tranquilizándola, a pesar de que ella estaba ahora muy sosegada y hasta feliz. La muy perspicaz me había calado, un bobo bonachón y para su hija un perdedor. ¡Noooo! Tuvo que ser ella la que invadiera unos segundos de silencio mío para poner fin a aquello.

— Señor Marrano, le ruego nuevamente que esto quede entre usted y yo.

Desde luego el golpe de efecto, si eso era lo que había pretendido, funcionó, pues yo me desgané de toda lucha, o, tal vez, la hija realmente no lo merecía. Así y todo no quise despedirme sin interesarme cortésmente por ella.

— ¿Y cómo está ella?, lo último que sé es que se había operado de los ojos.

— Pues aquí sigue tan trasto como siempre, andamos detrás de ponerle gafas o lentillas, aunque ella no quiere, dice que le afean, pero no tendrá más remedio que ponérselas… Bueno, no quiero entretenerle más que está usted en horas de trabajo.

— Sí, bueno Isabel, pues cuídese usted mucho y cuide bien de su hija. Adiós.

Colgué tan de sopetón que hasta yo mismo me vi desprevenido. Ni sabía dónde estaban mis pantalones ni los sentía. Un desasosiego tan inmenso como el mar blanco del cuadrito se apoderó de mí. ¿Había perdido una amiga, o había ganado una madre?

“Tekeli-li!, ¡Tekeli-li!”, una nueva llamada apartó los pensamientos visibles de mis ojos mustios.

— ¿Dígame? —dije con débil vocecita— Era mi jefe.

Felipe Iglesias Serrano

[1] Grito ancestral que aparece en la novela de Edgar Allan Poe: Narración de Arthur Gordon Pym.

[2] Soldados australianos masacrados inútilmente en Gallipoli por el ejército turco en 1915, gracias a la desidia de los generales ingleses.

Las bibliotecas municipales convocan la vigésima edición de su concurso de marcapáginas

Este año está dedicado a los ‘Héroes y heroínas de mi ciudad’, en homenaje a todas las personas que han estado en primera línea durante la pandemia

El concurso de marcapáginas que convoca anualmente la Red de Bibliotecas Públicas Municipales celebra este año su vigésimo cumpleaños y lo hace con unos protagonistas muy especiales. ‘Héroes y heroínas de mi ciudad’ es el lema elegido para esta edición, que quiere ser un homenaje a todas las personas anónimas que han estado en primera línea durante la pandemia de la COVID-19: bomberos, policías, personal sanitario, operarios de limpieza y todos aquellos profesionales que ayudan a construir un Madrid mejor.

Desde mañana lunes, 22 de febrero, y hasta el 7 de marzo, cada participante puede presentar un único dibujo inspirado en el tema elegido para este año, original, inédito, libre de derechos de autor y que no haya sido publicado ni premiado en otros concursos.

Pueden participar todos los ciudadanos, ya que se han establecido cinco categorías que abarcan todos los grupos de edad: la primera para los más pequeños, hasta los 5 años; una segunda para los niños de 6 a 8 años; la tercera para el tramo de 9 a 11; la cuarta, de 12 a 14 y la última para los mayores de 15 años.

Hay, además, dos categorías especiales: una para alumnado de centros de educación especial y otra para integrantes de centros ocupacionales, de día o miembros de asociaciones para personas adultas con discapacidad. En estas dos últimas, los participantes han de presentar sus dibujos a través del centro al que acudan.

Bases, premios y jurado

Los trabajos deben medir 10,5 x 29,7 centímetros, pueden ser en color o blanco y negro y el soporte ha de ser papel o cartulina. En la última categoría de edad, a partir de 15 años, se admiten también dibujos realizados en ordenador y collages y en las categorías especiales se admite cualquier tipo de material.

Los marcapáginas deben presentarse en una plantilla creada para este fin, que se puede descargar en este enlace, al igual que las bases del concurso. También se puede recoger presencialmente en cualquiera de las 32 bibliotecas que integran la red municipal. La entrega ha de ser presencial en cualquiera de estos centros.

El jurado, compuesto por cinco miembros de las bibliotecas municipales, valorará la originalidad y la composición, la calidad del diseño y su adecuación al tema propuesto. En cada categoría se elegirá un finalista por cada biblioteca, de entre ellos saldrá el ganador de la categoría. Los finalistas recibirán un diploma acreditativo de su participación y dos libros. Los ganadores recibirán un lote de libros y un DVD. Sus nombres se darán a conocer en el Portal de Bibliotecas Municipales el 22 de marzo. La entrega de premios será presencial y coincidirá con la celebración del Día del Libro, el próximo 23 de abril.

Renovación de las promesas del bautismo

El día que Esme vino a proponerme asistir como acompañante a su renovación de las promesas del Bautismo, le respondí con un rotundo NO, ignorando, la explosiva humanidad que un acto tan simple puede encerrar. Por tres veces más me lo dijo y tres veces más me negué y esa sinrazón temporal mía, estuvo a punto de costarme la extraordinaria visión de un puñado de personas, espíritus vigorosos, para las que cualquier pequeño acontecimiento de este tipo es motivo de gozosa celebración.

Cuando leí el título del guión de la celebración, “Renovación de las promesas del Bautismo”, pensé que debía ser algo así como darse unos baños, o refrescarse la cara en la pila de agua bendita, incluso pensé que podría ser beber de un botijo. Me dije: “¡Otro acto coñazo!”; aunque, en un momento de debilidad, me rondó por la cabeza aceptar el ofrecimiento de mi mujer, sólo por quedar bien con ella.

Encontré la excusa perfecta cuando Esme me pidió que le ayudara con la bandeja de sandwiches, las servilletas y los vasos que tenía que llevar para confraternizar después de la celebración. Al ver sus manos cargadas de carpetas y su cara fatigada por el trabajo y por la falta de sueño, su petición me pareció razonable. Cuando llegué, ya había algunas mujeres en la salita que haría las veces de comedor distribuyendo por las mesas las diferentes viandas que habían traído preparadas de sus casas. Coloqué la bandeja donde me indicaron y observé distraídamente sus caras. Realmente estaban disfrutando con lo que hacían, su risa era tan franca, había tanto cariño en sus manos cuidadosas, en sus ojos, inundados de deseos de dar, de ayudar… Por eso decidí quedarme.

Nunca había estado antes en la capilla pequeña. Dispone de lo esencial, sin alardes ni florituras, Cristo en la cruz, el altar, un atril, algunos bancos y un radiador.

La celebración transcurrió con extrema sencillez, cánticos voluntariosos, lecturas, homilía, todo se iba desarrollando con fluidez y armonía. De pronto, según transcurría el rito de la luz y mientras Prieto, Carmen, Ángela, Emilia, Antonio, Pilar, Santos, Justina, Juan y Esmeralda, desfilaban para recoger cada uno su vela encendida, como si Dios nos hubiera puesto de acuerdo, aquel grupillo de personas y sus acompañantes quedó encendido en mi retina. Seguramente aquella buena gente, tendría en sus casas una maleta cargada de problemas y el armario lleno de dolores, pero sus caras, sus movimientos, reflejaban tanto bienestar y tanto sosiego, la expresión de sus rostros era tan sincera, que una llamarada silenciosa de calor invadió mi cuerpo. Luego, cuando todo terminó, seguí mirando embobado cómo todos se felicitaban, bromeaban y hasta hablaban de haber pasado nervios. Yo miraba de pie desde el último banco y, por algún misterio que no acertaba a comprender, se me revelaban con absoluta claridad, sus almas limpias y sus cuerpos transparentes.

El “piscolabis”, fue una prolongación más del ambiente festivo que hubo en la capilla. Todo el mundo reía y gastaba bromas inofensivas, se ofrecían unos a otros los aperitivos allí expuestos, se pasaban las bandejas y los platos para que todos probaran de todo. Al acabar, el mismo deseo que hubo en todos de ayudar a preparar, lo había para recoger y dejar limpio el lugar.

Desde luego el vino debió subírseme a la cabeza porque me fui de allí pensando que la Iglesia está muy bien para rezar, para cumplir con tus ritos cristianos, pero si alguien quiere encontrarse un ratito con Dios, no tiene más que estar con estas personas. Y como dice Amalia, la monja de San Jaime, siempre que acude a algún acto o celebración en la Parroquia, a todo aquél que me pregunte le diré: “Sí, ha estado muy bien”, y volveré a repetir: “Sí, todo ha sido muy bonito”.

Felipe Iglesias Serrano

La escritura como terapia

La mente es una centrifugadora de ideas que funciona a toda velocidad. Algunas investigaciones han calculado que podemos albergar hasta 60.000 pensamientos diarios, y muchos de ellos se confunden en una amalgama de ideas, sensaciones y emociones que están efervescentes en nuestra cabeza. Ponernos a escribir nos ayuda a tener que organizar toda esa información y sintetizarla, ya que la mano va muchísimo más lenta que la mente; ahí radica la magia de la escritura como terapia.

Y para poder conseguir todos sus dones sí es recomendable seguir éstas normas:

1. No juzgarnos cuando escribamos. Dejar fluir nuestras ideas sin censuras y soltar sobre el papel.

2. Darte permiso. Cualquier tema es interesante, nada es tabú, si algo está llamando a las puertas de tu atención es importante que le des espacio y te explayes.

3. Tener tu método. Lo que hayan escrito otras personas te puede servir como base, pero no te compares, busca tu estilo, es el perfecto para ti. Algunas personas prefieren frases cortas, otros párrafos largos… Tú eres tú, y tú eliges.

4. Si no te fluye ningún tema, parte de alguna pregunta y verás como todo brota. Por ejemplo: ¿qué estoy dejando de hacer por estar ocupado con lo urgente? ¿Cuáles eran mis sueños “de mayor” cuando era pequeño?

5. Escríbete a ti directamente. Es un modelo que hemos visto incluso en algunos anuncios: que hable tu yo de dentro 20, 30 o 40 años con tu yo de hoy. ¿Qué le contaría que ha vivido y conseguido? (por supuesto, que le cuente todos los sueños que ha cumplido, que no se base en contar penas y temas desmotivantes).

Si quieres liberarte y fluir… ¡escribe!

Beatriz Troyano Díaz – Directora de la Escuela Europea de Habilidades Sociales & Remodelatuvida, Socióloga Coach Personal y Profesional.

www.remodelatuvida.es

siquieres@remodelatuvida.es

La Fundación Banco De Alimentos de Madrid cierra 2020 con récord histórico de personas atendidas

La crisis golpea con fuerza a la clase media

Cerramos un año muy duro en el que hemos asistido a una crisis alimentaria sin precedentes que se prolongará durante 2021. Acabamos 2020 inmersos en la peor crisis alimentaria desde el inicio de nuestra actividad hace 25 años. con cifras record de personas atendidas. La situación no ha mejorado desde el mes de marzo de 2020 en el inicio la pandemia, cuando la demanda de ayuda creció más de un 40%. En diciembre de 2019 La Fundación atendía a 130.000 personas, en enero 2021 iniciamos el año con más de 186.000 personas en la Comunidad de Madrid a quienes suministramos alimentos a través de 565 entidades benéficas.

A la bolsa de pobreza estructural existente antes de la actual crisis, se ha sumado un nuevo grupo de personas que nunca necesitó ayuda alimentaria y ahora la reciben: los llamados “nuevos pobres”, de clase media, españoles en su mayoría que han perdido sus empleos o con sueldo insuficiente para llegar a fin de mes. La pobreza se hace crónica y las cifras no mejoran. Un 15% de la población total de la CAM vive en riesgo de pobreza y/o exclusión social (1 de cada 7) según el umbral nacional; el dato a nivel regional, teniendo en cuenta el nivel de renta, eleva esta cifra hasta el 21,9% para este grupo de personas.

Hemos podido hacer frente a este escenario reinventándonos y adaptándonos a la nueva situación con las limitaciones que nos imponen las medidas sanitarias para salvaguardar la seguridad de trabajadores y voluntarios. Adoptamos herramientas tecnológicas colaborativas que nos permiten seguir trabajando conectados, se reorganizó el trabajo en los almacenes, nos adaptamos constantemente a las necesidades de las entidades benéficas y buscamos ayudas en empresas e instituciones, cuando son necesarias, para no vaciar nuestros almacenes ni romper la cadena de suministro. Estamos inmersos además en un proceso de transformación digital que nos hará más eficientes, siempre pensando en ofrecer cada día mayor y mejor atención a entidades benéficas y personas que reciben nuestra ayuda.

La Fundación Banco de Alimentos de Madrid se ha convertido en una organización esencial en la atención de personas en pobreza y/o riesgo de exclusión social y en la gestión de la crisis alimentaria durante esta pandemia. Trabajamos en coordinación con los Servicios Sociales de la Administración para establecer los controles necesarios para evitar duplicidades en las entregas de alimentos, que estos lleguen a quien realmente los necesita y para que, dentro de los límites de nuestra capacidad, nadie que lo necesite se quede sin ayudas. Seguimos en primera línea atentos a la evolución de la situación social y las necesidades para garantizar seguridad alimentaria y seguir evitando el despilfarro de alimentos atendiendo a los compromisos de España 2030 y cumplimiento de ODS.

Banco de Alimentos

El síndrome de Diógenes digital

El síndrome de Diógenes digital ya lleva tiempo entre nosotros siendo un trastorno bastante habitual, en sus diferentes grados. Todos conocemos lo que significa dicho síndrome en la vida real, pero en la vida digital… ¿cuándo podemos hablar del síndrome? Vamos a ver algunos ejemplos que pueden ayudar a empezar a detectarlo:

— Bandeja de entrada del correo electrónico a rebosar.

— Galería de imágenes en el móvil con miles de fotografías.

— Cientos de archivos en nuestra carpeta de documentos o en el escritorio de nuestro ordenador.

— Muchos grupos con grandes cantidades de fotos, vídeos, memes… sin eliminar.

Pero solo con esos ejemplos no podemos decir que padezcamos dicho síndrome, aunque sí nos pueden alertar y convertirse, en algún momento, en un verdadero trastorno. Todo ello va acompañado de una serie de síntomas, como, por ejemplo:

— Ansiedad por estar pendiente de las redes sociales y mensajería instantánea.

— Miedo a perder la información que tengamos en nuestros dispositivos, y realizar compulsivamente copias de seguridad en diferentes soportes.

— Indecisión a la hora de saber lo que eliminar o no.

— Demasiado apego a la información contenida.

— Problemas de organización, concentración…

En general todos, en cierta medida, podríamos padecer este síndrome, pues todos sin darnos cuenta acumulamos gran cantidad de información. Pero se puede convertir en un trastorno cuando afecta a nuestra salud mental y a las relaciones sociales, y modifica nuestra conducta. Por eso tenemos que estar atentos, pues se dice que el 60% de la población ya lo padece.

Algunos consejos para prevenirlo:

— Organizar la información en los dispositivos, casi de la misma forma, y si tenemos ya un protocolo en la vida real, seguirlo también en lo digital (trabajo, personal, fotografías…).

— Cuando hagas fotografías, elimina pronto aquellas que no sirven. Sincronízalas para que se descarguen en el ordenador y clasifícalas (años, eventos…). Dedica, por ejemplo, una vez a la semana para hacerlo.

— Ten una copia de seguridad en la nube, sincronizada, y otra en local, cada cierto tiempo. No es necesario más, pues al final no sabrás lo que tienes en cada una.

— Limpia asiduamente la bandeja de entrada del correo, date de baja de aquellas listas que no acabas leyendo, si no los miras nunca es que no son importantes. Ten en cuenta que muchas cosas ya están en Internet disponibles en cualquier momento.

— Utiliza herramientas en la nube que te ayuden a organizarte y que se sincronicen en todos tus dispositivos, así evitarás tener repartida la información en muchos sitios.

CARLOS GÓMEZ CACHO – Tecnólogo

www.gestoriatecnologica.es

Me duele el pecho… ¿Qué hacer? 

El dolor torácico es uno de los motivos más comunes de consulta médica en todo el mundo. Con cierta frecuencia, el dolor de pecho suele suponer una gran preocupación porque es el lugar donde tenemos localizado el corazón, la bomba que hace distribuir la sangre y poner en funcionamiento todo el sistema circulatorio gracias al que estamos vivos. Aunque hay varias causas que pueden originar algún tipo de dolor en el pecho, no todas son de origen cardiaco. Son factores de riesgo para padecer algún accidente cardiovascular: el tabaquismo, la hipertensión y la diabetes. 

Cuando el dolor aparece después de haber realizado algún ejercicio, tras coger pesos o esfuerzos físicos, no suele tener gran repercusión. Si el dolor aumenta con los movimientos respiratorios, se exacerba con la inspiración al coger aire, aumenta al palpar el pecho y en los cambios de posturas al acostarse en la cama, más bien orienta hacia un dolor de características mecánicas, es decir, musculoesquelético. Suelen ser debidos a osteocondritis (inflamación en las regiones de unión de cartílago con las costillas y esternón), así como por contracturas en los músculos intercostales. 

A veces, el dolor puede extenderse desde la cara anterior del tórax hacia la espalda y hacerse más intenso al respirar profundamente; puede originarse en las crisis asmáticas, bronquitis y neumonías. Se debe consultar por Urgencias si el dolor es tan intenso que dificulta la respiración, si al coger aire la respiración se entrecorta, puede ocurrir un fenómeno llamado neumotórax, cuando entra aire en un espacio llamado pleura que recubre el pulmón. 

El dolor que debe preocuparnos es el que no cede, ni mejora con la postura ni con la respiración, ni se modifica a la palpación. El dolor de origen cardiaco se localiza en el hemitórax izquierdo y/o en el centro del pecho, y se extiende hacia la mandíbula, el hombro izquierdo y llega hasta el antebrazo, puede causar adormecimiento en el brazo, y se acompaña por palpitaciones, palidez, frialdad, mareos y sudoración. En este momento, es importante no perder la calma y si está solo contactar con los servicios de emergencia en el 112, mantenerse sentado aflojar las prendas ajustadas. Para descartar otros motivos de tipo ansioso digestivo, será necesario acudir al centro más cercano de Urgencias.  

Si el dolor aparece en reposo, le despierta del sueño y no cede con un paracetamol, puede ser debido a un infarto. Si el dolor aumenta con los esfuerzos al caminar o subir cuestas y cede con el reposo, se extiende por el hemitórax izquierdo y causa sensación de falta de aire o palpitaciones, puede ser debido a una angina de pecho o una insuficiencia cardiaca, y debe consultar igualmente con un médico.  

Dr. Ángel Luis Laguna Carrero 

Especialidad Medicina Familiar y Comunitaria 

Máster Medicina de Urgencias y Emergencias 

Experto Universitario en Nutrición 

2021, Año Internacional de las Frutas y las Verduras 

La ONU ha declarado el 2021 como Año Internacional de las Frutas y las Verduras. ¿Por qué nos gusta tanto esta idea? Porque queremos aumentar su consumo promoviendo estilos de vida saludables y reducir el impacto medioambiental. 

No hace falta nombrar cifras mundiales o nacionales para saber que el consumo de estos alimentos es bastante menor al que las recomendaciones nutricionales nos indican. Solo hace falta pasar un par de días en la casa de amigos o familiares para confirmar dicha hipótesis, y preguntarse: “¿Cuántos comen fruta en su desayuno? ¿Acompañan sus platos de verduras? ¿Cuántos meriendan comidas procesadas?”. 

La gran variedad que existe de verduras y frutas en nuestros mercados, junto con la gran variedad de formas de cocinarlas y presentarlas en el plato, debería conseguir que la excusa de que “las verduras y frutas son aburridas o que no saben a nada” se quede en el 2020. 

Por otro lado, ¿cuántas veces has escuchado decir que un plátano blando ya no vale y acto seguido se ha tirado a la papelera? ¿Cuántas veces una manzana ha tornado a tonos marrones fruto de la oxidación natural y se ha tirado también a la basura? El desperdicio de estos alimentos supone un gran impacto medioambiental y también en nuestros bolsillos. ¿Cómo lo podríamos haber evitado? Con el plátano podríamos haber hecho un maravilloso batido lleno de energía, y la manzana la podríamos haber cortado en dados, pasado por la sartén y añadido a una ensalada tibia de legumbres. ¿Se te ocurren más formas de aprovecharlas? Seguro que sí, hay muchísimas. 

Sarai AlonsoNutricionista – Dietista   

www.saraialonso.com

HUEVOS A LA FLAMENCA

De oscuros nubarrones salta veloz el rayo,

hendiendo el fuerte roble o haciendo el corro mágico.

                                                                                                Erasmus Darwin, 1789

 

Las diez treinta y nueve de la mañana, el timbre estaba a punto de sonar, veinte minutos de descanso, tiempo de bocadillo lo llaman en las fábricas. Las chicas ya tenían sus bolsas y envoltorios en su mostrador cerca de ellas, junto a sus blocs de pedidos. Caí como un fardo en la vieja silla que me habían proporcionado en oficina Y entresaqué, como todos los días, una doble página del periódico para proteger mi mesa de trabajo de las manchas. La naranja rodó hasta mí y se posó sobre un anuncio:

Volví a releerlo y me sentí algo confuso y también antiguo. Yo pensaba, creía… en fin, a mí me gusta el jazz, Javier Paxariño, la New Age, toda la música en general, leo, veo el último cine, Filmoteca también. Frecuento las cervecerías y las teterías…

—Asombroso —dije.

Lo repasé una vez más con la esperanza de encontrar el significado de aquellos pronunciamientos tan graves para mi corto entendimiento sexual. Nada. Frío. Sin dejar de comer, pues el tiempo era muy escaso y no estábamos para perderlo, miré subrepticiamente a mi derecha, hacia los mostradores que estaban más cerca del muelle de recogida de mercancías. Candi y Loli no habían vuelto aún de tomar su café diario. Leo, enfebrecida virtuosa, veintisiete años que parecían cincuenta y dos, tampoco, andaría zascandileando con su clónico rostro de mosquito mañanero. En el mostrador más cercano a mí por la izquierda desayunaban a mi lado, como siempre, Mari Mar y su hermana Sonia, embarazada ya de siete meses.

Leí a todas en voz alta el anuncio y tampoco entendieron la parte final. Estábamos todos en un estado de preocupación por nuestra ignorancia a punto del ataque de risa nerviosa, sobre todo Sonieta, con su risa infinita de muelle flojo que contagia a todo el mundo. Yo seguía serio dándole vueltas. Ya sé que era algo nimio, pero con todas las ventanas cerradas, aquel olor tan fuerte a regaliz pasado que desprendían las últimas cajas de géneros descargadas a primera hora de la mañana nos tenía medio colocados, dinamitaba el optimismo y, la verdad, había muy pocos momentos para reír cuando cualquiera de nosotros, en cualquier momento del día, podía ser despedido. El ambiente, de tan cerrado, era opresivo. La débil claridad que se filtraba por los sucios y antiguos ventanales pintaba las caras de ceniza y la piel de las manos de yema tostada contaminante.

Cuando Candi y Loli regresaron con Leo detrás, volví a releerlo en voz alta.

—¡Joer, joer! —repitió Candi.

Loli puso cara de asado tierno. No parecía entender nada. Leo, roja, no hablaba, sus ojillos transmitían el impacto de alguna aguja de fuego. Los ojos de Candi, auténticos carbones sin llama, habían recobrado vida instantáneamente al hablar de sexo; su lengua, escondida tanto tiempo, despedía fuego residual, tal vez por el colgamiento amoroso que tuvo años atrás y que todavía le duraba.

Por fin una de ellas lo dijo, no logro recordar quién fue.

—¿El beso negro?, nunca lo había oído.

—¿El beso negro? —repitió Candi, la más atrevida —No sé… ¿Qué es eso?

Hablaba mirándonos con gesto maliciosamente interrogativo y nosotros la mirábamos a ella sin poder apearnos de su imaginaria interrogante.

—El beso negro… —Repetíamos ahora todos en tono bajo, como con vergüenza.

Durante unos segundos nos estudiamos las caras en un desesperado intento por comprender. Todo eso era inútil, pero el afán por saberlo, por ponernos al día, nos espoleaba.

—¿Y el griego? —lanzó retadoramente Candi.

—Pues como no sea que abres tu armario y sale un griego en bolas… —Musitó Loli sin estar completamente segura.

—Sí, y que te enseñe el idioma —gritó Mari Mar desde el otro lado del almacén entre risotadas.

La conversación se animaba y el lenguaje alcanzaba ya una incandescencia sexual en la que se gesticulaba con los cuerpos, se hablaba con frases subidas de tono y se remachaba todo unánimemente con ojos bendecidos de carnalidad.

—¿Y el beso negro no será un beso en el trasero? Porque más negro que eso… —dije dubitativamente rascándome la oreja, imitando a mi hija Claudia cuando tiene sueño. Y me puse a pensar mientras las chicas muy alborotadas imaginaban el beso de las más diversas, suculentas y variadas formas. Algunas de ellas lloraban de gozo, otras de risa y otras más tenían un principio de arcadas. Y lo comentaban en voz alta, mezclando las conversaciones como en una reunión de vecinos.

Aprendiz de escritor en evasión imaginaria, me vi sentado en la mesa de estudio de mi cuarto. El cielo de la tarde se cubría de resplandores que hendían las nubes negras, hinchadas como traseros gigantes. Sumido en una inmensa sugestión inspiradora fabricando metáforas en un cuaderno, todas ellas sin sentido.

       “Siempre que miro mi cara en el espejo, veo reflejado el deseo de la tuya, ola tersa moviéndose entre las letras sumergidas página a página en mi diario.”

“Me llamaste desde aquel melancólico rincón, pronunciaste mi nombre como un sueño que surge del suelo y se desvanece”.

       “Oía tu voz desde tus ojos de océano negro que brillaban en los míos”

Dentro de esa ensoñación empecé a percibir extraños movimientos procedentes de los pasillos del almacén donde se guardaba el género. La carcajadas de las chicas no acallaban el siseo creciente de los estantes metálicos, una algarabía de sonidos que escuchados en conjunto formaban una posesa y besucona melodía. Todo cobraba vida en aquel laberinto enrejado de tornillos y arandelas aprisionados por manos humanas. Me acerqué despacio a los primeros pasillos, alejándome de las mujeres. Las bolsas de aseo, los perfumes, ambientadores y maquillajes se removían inquietos, sin duda mal colocados, pensé. Los mostradores de pedidos iban llenándose de una especie de polvillo menudo que desparramaba una mezcla de fragancias a telas recién cortadas, ambientadores descaradamente abiertos, lápices de labios y de ojos y cajas de maquillajes, rotas al ser descargadas, amontonadas en un rincón. Ese conjuro de olores afrodisíacos excitaba más los sentidos y bien pudiera ser una de las causas de tanto revuelo entre las chicas, además del anuncio del periódico. Era una pócima encantada que iba prendiendo en nuestros cuerpos porosos untados de tierra y polvo antiguo. Yo prefería darle un sentido práctico a toda esta alucinación, estaba claro que tendría que mandar limpiar las estanterías porque hacía mucho tiempo que no se tocaban. Era temporada baja, las ventas bajaban y las piezas se hacinaban unas encima de otras descolocadas en posturas provocativamente obscenas. Se mezclaban las mercancías nuevas con las viejas, y como no se retiraban, los artículos deteriorados que llenaban el suelo de los pasillos con raros dibujos y trazos de cielos estrellados, destellos celestes que simbolizaban pequeñas constelaciones en continuo movimiento, perdidas en el fondo de cualquier recuerdo. Los lápices de labios y de ojos y las sombras, pintarrajeaban veloces agujeros negros de colores oscurecidos, infinitos para el ojo humano. Las medias recién traídas de Alemania junto con la manicura, esparcían su olor a nylon y seda y al plástico protector de las fundas abiertas. El maniquí colocado junto a la entrada del almacén con unos pantys por toda vestimenta y los labios tristemente pintados me guiñó un ojo tan atrevidamente que por un momento dudé si serían los reflejos luminosos que sin duda transmitía el ventanuco que estaba a su izquierda unos metros por encima de él y pensé en cambiarlo de sitio. Resultaba curioso, me pareció ver que sus acartonadas formas carnosas vibraban. El metal de las pinzas, tijeras, cortaúñas y alicates de manicura estaba aún caliente por su última salida nocturna. Los lapiceros iniciaron un bailecillo pegadizo, desclavaban los pies del suelo y dejaban un sonido sutil de claqueta fisgona en el latón de los estantes grises, rozaban sus moderadas redondeces, estiraban y trazaban círculos de colores alrededor de sus puntas hasta dejarse caer desgastados por el cansancio. Rodaban hasta juntar sus delgados cuerpos en un resinoso abrazo. El cric-cric de las patas de metal que sujetaban el peso de las estanterías dentro de los pasillos semioscuros se mezclaba con una sinfonía de suspiros melosos y con el chapoteo de risas y de voces de esos pequeños momentos que disfrutaban las chicas dentro de su jornada laboral, como un paisaje que nunca llega a verse del todo.

Sobresaltado, desperté de mi semisueño. ¡Si sólo había dejado descansar mis ojos una chispita de tiempo! Todos los objetos dejaron de moverse y se esfumaron de pronto y no comprendía cómo, puesto que no desaparecieron del campo visual, sino que desaparecieron como una imagen borrada súbitamente.

Sí, en ellos existe vida de verdad. Yo los he visto crear con sus puntas anillos de colores. El polvo nunca crece alrededor de ellos. En el centro hay amorosos dibujos sobre los que bailan y cantan hasta caer rendidos con la primera luz del día y con la entrada a la fábrica de mujeres y hombres”.

       “Yo tenía la costumbre de hablar con los lapiceros, los maquillajes, los perfumes, y de aspirar el olor de los ambientadores y las bolsas de aseo con sosegada ternura. Ellos solían acercarse a hablar conmigo y luego desaparecían. Podían hacerse visibles o invisibles a voluntad. Y cuando se encaprichaban de unos labios humanos, la luz vacilante de unos ojos huecos por donde nace la mirada, arrebataban a estas personas en cuerpo y alma”.

—¡Antonio! ¿Dónde está Antonio? —gritaron al unísono las voces femeninas. Como sombras surgidas desde detrás de los mostradores, todas las miradas se pararon en mi cara que iba tornándose del mismo color que sus flamantes batas verdes.

—Sí, ejem… le he mandado con la furgoneta a la nave de San Martín de la Vega a traer unos géneros para los pedidos.

—Él, él seguro que sabe lo que es un beso negro, un griego y eso de las bolas japonesas —hablaron atropellándose unas a otras.

Sonieta se transfiguró y sin aflojar su ritmo de trabajo meditaba en todas aquellas “locuras escénicas”. Sus ojos de caramelo blando se derretían de amor asomándose hasta su abultado vientre de donde emanaba el flujo de la pequeña vida que su radiante mirada reflejaba. Ser madre era su mayor deseo, tampoco pedía más a la vida. Una vida como tantas vidas vacías que pasan titubeantes sin preguntarse nada, sin nada en qué pensar que no sea rellenar su tiempo con el acto supremo del consumo, ajena a cualquier acto solidario salvo con su mezquino yo.

Mari Mar, su hermana mayor, ojos siempre indagadores, nunca satisfechos, una hija adolescente, exigente y contestona, copia en miniatura de la protagonista de “Lo que el viento se llevo”, una tirana de a capricho diario vamos, un marido excepcional, analista de laboratorio, Máster en Biología, multitud de cursos con notas sobresalientes y en paro.

Candi “la múltiple”, Candelas, Sor Candi, como yo la llamo, con su fogonazo heridor de amores desengañados hace ya varios años y ahí está el resultado. Desde entonces consagra su cuerpo a ser un templo de ceniza, dos brasas por ojos y una fina y destilada amargura enmarcada de ironía en su voz ronca que le nace desde abajo, más hondo que el corazón.

Loli, sacos de amargura y a pelea diaria, holográmica, con el adicto internauta de su marido, el “buenazo” que sentado a la mesa suelta con maliciosa intención sin moverse un centímetro: —Tomaría vino, comería pan —a la espera de que su hijas o su mujer se lo pongan junto al plato de comida, así sin más, sin el más mínimo aliento de amor, enterrado hace ya varios años en la misma playa donde se conocieron durante unas vacaciones—. El “paquete” —dijo Loli—, fue en lo primero que me fijé de mi marido, el “paquete”, y ahora mira como estoy.

Callábamos y Loli seguía hablando y según hablaba, podíamos observar cómo crecía la noche dentro de ella. Leo también callaba, miraba y remiraba y callaba más, su cara blanquilla dejaba traslucir un sofoco volcánico interior, había en sus ojos un tinte reumático, un dolor oculto dejaba asomar arruguitas como cerros apagados. Los sobresaltos de la infancia, la habían envejecido bastante.

Antonio, antiguo cazador, en su tiempo libre taxidermista en Sigüenza, compareció como el viento fresco que se disuelve suavemente y dignifica a ratos el almacén, convertido en un horno a punto de explotar de sudores y sanas risas sexuales.

—¡Hombre Antonio!, mira las chicas querían, ¿no?, queríais saber —dije dirigiéndome a ellas.

—¡Ah sí! —contestó Loli, demorándose al hablar, pensando tal vez en la última ocurrencia— ¿Toñito qué es un beso negro? —y los ojos picaruelos de pillo siempre dispuesto se encendieron para hablar de un tema ya de sobra conocido por él.

—¿Y un griego? —preguntó Candi y hablo casi más con los ojos, negrísimos, intrigantes, ávidos de encender cualquier rescoldo en su voz.

—El beso negro es… un beso ahí —y sonrió traviesamente, como alguien que quiere ser pillado en un renuncio gozoso.

No hubo más palabras, en un instante las caras se tornaron lívidas, quizá el sofoco, quizá la luz de la tormenta que penetraba por los ridículos ventanucos enrejados. Yo repetí un par de veces más, que ya lo decía, que sólo podía ser eso así, y todas ellas sin excepción, con la confirmación de la sospecha, se habían puesto primero coloradas, luego, inclinadas sobre los mostradores de trabajo, con expresividad recatada al imaginarlo con fuerza en su cabeza, cada una con su novio, marido o amante, mostraron en sus congestionados rostros signos inequívocos de arcadas solidarias unas con otras, se miraban y repetían las arcadas con más consistencia si cabe.

—¡Huy por Dios!, ¡qué asco!, un beso negro —matizó Candelas, y sus palabras salpicaban a todos, hurgaban más en el mundo visionario de las demás—. Meter la lengua hasta el… ¡Por Dios! ni por un millón, ¡qué asco, por Dios!, ¡por Dios! —y sus ojos despedían pavorosas llamaradas de deseo, de vida.

—¿Y el griego?, ¿qué es un griego Toñito?

Y Toñito hizo el gesto expresivo de los esquiadores y añadió sólo una frase.

—Por detrás.

Las muchachas redoblaron las arcadas y no niego que yo mismo noté algún síntoma de vacío, un cosquilleo amargo afloró por mi garganta que empezó a picarme hasta hacerme toser y casi “potar” el bocadillo. Era una tos repetitiva, no demasiado fuerte, asustadiza. Tos de niño.

Aclaradas las nuevas noticias  con Toñito y tras unos segundos de ojos desaliñados e incertidumbre silenciosa, el ambiente se relajó bastante y las chicas comenzaron a hablar entre ellas, reían en silencio a veces, a gritos otras, hubo un momento divino, sólo un instante, en que discutieron acaloradamente sobre si no sería mejor un francés que un griego y se impuso la idea primitiva en sus cerebros, hacer el amor de forma clásica. Brillaban sus ojos al pensar en alguien en concreto, un superhombre saliendo del armario de su cuarto o de sus sueños, bien afeitado y quizás cubierto con el tan ansiado vellocino de oro.

Luego, después de soportar tanto calor húmedo, estalló la tormenta, gruesas gotas chocaban con estrépito contra los pequeños ventanucos y el ambiente festivo se esfumó, y con ello todo rastro de armonía risueña y sana palabrería sexual. Las caras se tornaron mohínas, la rutina de los pedidos espesó los ojos y un silencio opresor canalizó el ambiente sofocante de la tormenta descargando su nube furiosamente enfermiza.

En los días siguientes, cuando la intensidad del trabajo hostigaba los nervios, yo sacaba a relucir el asunto de los anuncios, no como una argucia, sino espontáneamente, era una suerte de unión sexual que destensaba el ambiente.

Un día Lola, la limpiadora, con piel de cantera y ojos de nube pálida, a la que dejó su marido por otro hombre, se inventó su propio anuncio. Primero se hartó de reír sola, agarrándose con sus manos blanquísimas al borde del mostrador de madera abarrotada de multitud de nombres y corazones y astillada por los años, por otros tiempos, se doblaba en sucesivas convulsiones de risa y tal vez de llanto. Nosotros tardamos en adivinar qué le pasaba porque al principio pensábamos que se había atragantado, mientras ella seguía elucubrando sola por lo bajo:

Depilada, sin nada.

Te recibo desnuda.

Francés, griego y

bolas japonesas.

—¡Bolas japonesas!

Levantó la cabeza dubitativa y empezó a hacer toda clase de gestos, como para que la viéramos los demás y soltó: —¡Huevos a la flamenca! y será una cosa así más o menos —siguió gesticulando.

—Huevos a la flamenca —musité yo interrumpiéndola.

—¡Síii! —dijo Lola— ella posa la mano en sus… mientras él toca flamenco con la guitarra.

Todos reímos al unísono al imaginar la escena. Durante un larguísimo minuto nos olvidamos un poco de la triste realidad. Lola apoyada en un rincón del almacén lloraba a gritos, como gritan la vida los pájaros con cada nuevo amanecer.

Afuera, una nueva tormenta descargaba con fiereza inusitada, la lluvia golpeaba sin piedad la puerta de entrada de las mercancías. Daba la impresión de estar llamando, de querer entrar a cobijarse en nuestras miserias. El cielo carnoso estaba hecho añicos, el horizonte se había desteñido. Gotas de sudor resbalaban por mi cabeza para fundirse entre el mono de trabajo y mi ropa limpia. Un día más.

Ya no había esperanza en nuestros corazones. Las leyes que nos protegían laboralmente ya no existían, cubríamos los huecos de nuestra desnudez con los muertos, porque así son los despedidos, como muertos. Y hablábamos a solas con ellos porque ayer eran nuestros amigos y compañeros. De los doce fieles que me quedaban en el almacén, ya había cuatro despedidos, uno más esa misma semana, dos más a finales de mes, a otro le mandaban a la nave de San Martín y no quedaban ya más que cuatro conmigo. Solo Dios sabía qué pasaría. No me quedaban ánimos para pensar. Había dolor, y pena, y rabia. No sobreviviríamos.

Viernes, las tres menos cuarto, casi la hora de salir, en cualquier momento sonaría el teléfono, uno de nosotros sería despedido ese día.

Felipe Iglesias Serrano

El gran agujero

Con casi 11.000 metros de profundidad, la fosa de las Marianas, situada en el Pacífico Occidental y conocida popularmente como “abismo Challenger”, es el punto más hondo que se conoce del océano y, por tanto, uno de los menos explorados debido a las dificultades técnicas que entraña el descenso. Las expediciones que se han llevado a cabo en esta zona de altas presiones han demostrado que es el hogar de numerosas especies de vertebrados.

Los últimos científicos que han podido comprobarlo son los integrantes de la misión Hadal Ecosystem Studies (HADES), a bordo del buque Falkor. Desde este barco del Instituto Oceanográfico Schmidt lanzaron varios vehículos robóticos que han explorado el abismo Challenger a diferentes profundidades, tomando imágenes y recogiendo muestras que subieron a la superficie y que ahora tendrán que analizar. Esta misión científica, que concluyó a finales de diciembre, ha logrado varios récords. El más llamativo, el descubrimiento de una extraña especie de pez baboso que nadaba a profundidades de hasta 8.143 metros. Es la primera vez que se ve un pez a tanta profundidad. Aunque los vehículos robóticos recogieron muestras de algunas especies animales, como el anfípodo (un tipo de crustáceo), de gran tamaño, no capturaron ningún ejemplar del pez que ha batido el récord. También filmaron peces abisales como el macrúrido (también conocido como “pez cola de rata”), con el que se toparon a unos 6.000 metros de profundidad. El equipo de James Cameron (que en 2012 descendió a la fosa de las Marianas en solitario a bordo del vehículo robótico Deepsea Challenger), también los encontró.

Muchos estudios se han centrado en el fondo del abismo Challenger, pero desde un punto de vista ecológico es muy limitado. Es como intentar comprender cómo funciona el ecosistema de una montaña mirando solo la cima. Por ello, su objetivo era investigar tanto la ecología como la geología de esta remota región. Otro de los records que han anunciado es la recogida de las muestras de rocas más profundas, cuyo estudio les permitirá analizar la composición de rocas volcánicas de las primeras erupciones de las islas Marianas. Con esta expedición los investigadores continúan el trabajo realizado por el director de cine y explorador James Cameron, que grabó a numerosas especies que habitan en la profundidad del océano. Según relató el creador de películas como

Abyss, Avatar y Titanic tras convertirse en la primera persona en bajar en solitario al abismo Challenger, lo que encontró fue “un mundo totalmente alienígena”. Antes que él solo lo habían logrado Jacques Piccard y Don Walsh, que fueron los primeros seres humanos en descender, en 1960. Lo hicieron a bordo de un batiscafo diseñado por el padre del primero, Auguste Piccard.

Tras su aventura, Cameron donó su submarino a la Woods Hole Oceanographic Institution (WHOI), que también ha participado en la expedición del Falkor, aunque todavía no hay planes concretos para llevar a cabo una nueva misión tripulada. Otra expedición de la WHOI con vehículos robóticos está grabando durante las inmersiones en el océano el sonido que emiten las especies que viven en la fosa de las Marianas para investigar cómo usan las señales acústicas en uno de los entornos más extremos del planeta.

DAVID MATEO CANO