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EXCURSIÓN

Yo odio las excursiones y todo lo relacionado con ellas, los cánticos, las visitas…, pero había dado mi palabra a Esme de que acudiría a alguna con ella.

Todos estábamos en movimiento, saludándonos y haciendo regates con los pies, como para sortear el frío, mientras el autocar bajaba lentamente a nuestro encuentro por el Paseo de Gigantes y Cabezudos. Todavía dudaba, me sentía un poco extraño, aunque conocía a casi todo el mundo, algunos por el nombre, otros de haberles visto por la Parroquia de San Camilo de Lelis, encomendados a alguna tareílla para Dios. Jesús, de quien hablaré más tarde, saludaba y repartía instrucciones por todos los corrillos. Prieto, el “cowboy” de la Parroquia, que da seguridad con sólo oír su voz de “John Wayne”, estrechó mi mano con fuerza, y esa acción tan simple y la compañía de Esme fueron determinantes para subir al autobús sin miedo.

AMo Ruiz Administrador fincaas

Salimos sobre las ocho y cuarto de la mañana, rezos en tono festivo y cánticos sobrevolaron por el interior del coche y escaparon para perderse pacíficamente entre un tropel de nubes grises. El paisaje de cemento invitaba a abstraerse y sacaba a relucir mis pensamientos más negativos. -¿Qué pinto yo aquí con toda esta gente?-. Por fortuna para mí el paisaje cambió bruscamente, los árboles reflejaban su color otoñal cobrizo sobre las laderas nevadas, extendiéndose como un fuego tranquilo sobre llanuras de tierra y formaciones rocosas. Al otro lado de Somosierra los jirones de nubes habían desaparecido, el cielo estaba compacto como el escudo de un guerrero medieval contra el que chocaban una y otra vez las canciones alegres que escapaban desde el “bus”, canciones que estallaban como puntos luminosos que intentaran resquebrajar el firmamento.

Esme se tapaba con el chaquetón hasta las orejas, sus ojos reposaban felices en el aire sosegado que se respiraba dentro. La pequeña Sara correteaba arriba y abajo del autocar iluminando a todos con su sonrisa y su espíritu indomable. Esta mujer de apariencia frágil, a la que Dios ha dado unos ojos azules, luz inmensa, que parecen sacados de un mar pintado en un desierto, tiene una portentosa fuerza interior que te contagia sin querer y hasta te hace cometer tonterías maravillosas como ponerte a tararear cualquier estribillo popular.

El frío intenso y la débil lluvia anunciaban nuestra llegada a Boceguilla. En la cafetería donde paramos, del familiar de algún miembro del grupo, según me contaron, reconfortamos nuestro cuerpo. Toda clase de bebidas calientes, cafés y algún bollo se plantaban y se recogían del mostrador con silenciosa eficacia.

Alcanzamos Lerma, nuestro punto de destino, pero pasamos de largo, primero íbamos a pasar por Covarrubias para ver su Colegiata. Los árboles encendían con su color el paisaje, el frío se colaba por las rendijas del autobús y gotas de lluvia menudita se clavaban en los cristales como alfileres de plata.

En Covarrubias nos esperaba Don Emiliano. Gracias a los desvelos de Jesús, el Párroco de San Camilo, de quien hablaré más tarde, tuvimos la suerte de disfrutar de la compañía de este hombre, que, gustoso, se prestó a servirnos de guía por la Colegiata. D. Emiliano hablaba sin parar, nos miraba sin mirarnos con sus ojos mansos como la lluvia que sembraba de finas transparencias la entrada del templo, callaba un instante y se arrancaba otra vez revolucionando las palabras con su lenguaje popular, moldeándolas a su antojo y rematando las frases con algún “chascarrillo” que volteaba la historia. Fue bajo esos muros tan acogedores, que, como bien decía él, invitaban al rezo, donde descubrí el arte de contar en su estado más puro. Nunca nos pareció la historia más divertida, ni pudimos aprender más que durante esa corta visita. Nos despidió devolviéndonos al autocar, junto con su amiga de Castrojeriz, Carmen, a Antonia, la última excursionista perdida. De pie, solo, protegido bajo un paraguas negro, que más parecía una boina grande sobre su cabeza, aguardaba nuestra marcha, y así quería yo recordarle, con el río Arlazón a su espalda y los patos buscando refugio en sus orillas. Entre el continuo goteo del carnoso líquido sobre el cristal, mientras él esperaba en silencio, me pareció ver un rictus bromista en su cara seria.

Volvimos a Lerma con el frío multiplicado por dos y mis articulaciones dando los primeros serios avisos de que empezaban a hacer agua. Dentro del autocar sólo se oían murmullos de aprobación por haber podido contar, gracias a la sabia mano de Jesús, del que hablaré más tarde, con tan singular guía en la figura de D. Emiliano, pastor de almas en Covarrubias.

La plaza de Lerma me dio sensación de vacío, porque los pocos comercios que vi estaban escondidos entre los soportales y se encontraban distantes unos de otros. El guía, que ya nos esperaba junto con otros visitantes, nos reprochó nuestra tardanza y, mientras nos hablaba largamente del palacio del Ducado, que estaba en obras, nosotros dábamos la impresión de ser, más que otra cosa, seres desvalidos helándonos con el frío húmedo de noviembre. Me agarré fuertemente a Esme y me puse a contemplar el cielo encapotado. Estaba repleto de nubes con forma de vainas oscuras e inclinadas a punto de descargar sus rayos de agua. Seguí distraídamente al guía, como todos, pero no le escuchaba, me acordaba de D. Emiliano y sonreía como un tonto mientras seguía agarrado a Esme.

Apenas presté atención cuando entramos en el convento de las Clarisas, no sentí ni vi nada especial, eso sí, tampoco esta vez pude evadir la sensación de austera pulcritud y limpieza que siento siempre al visitar estos sitios. Nos sentamos durante unos momentos en los primeros bancos desde donde se divisaba fácilmente el altar y los bancos donde se suponía que oraban monjas y novicias. ¿Y por qué siempre que entro en un lugar santo se llena de osadías mi pensamiento y espero, casi exijo, que ocurra algo distinto, un milagro?. Salí tan vacío como entré, pero no desilusionado. El guía nos llevó hasta el “balcón del frío”, donde, a los que padecemos de los huesos, nos faltó poco para terminar de perecer y, después de atravesar una escalinata, nos enseñó la Colegiata y nos habló de una curiosa santa cuya imagen habita allí y que nunca habíamos oído nombrar, Santa Caliopa de Lerema, que sufrió de lo lindo para llegar a ser mártir. Nos dirigimos otra vez hacia la plaza, pero antes paramos ante la tumba del cura Merino y en ese momento las palabras huecas del guía se evaporaron definitivamente de mi cabeza. El cielo parecía más bajo, casi encima de nosotros, su color ceniciento, que contrastaba con la serena alegría que se respiraba en el grupo, me turbaba. El mediodía ya estaba muy avanzado y mi estómago pensaba en ese cordero del que tanto y tan bien nos habían hablado. Jesús, de quien luego hablaré, nos había recomendado comer en Casa Antón. El grupo se dividió, cada uno buscó la mejor opción para su estómago y su bolsillo. Antonia, Sara, Prieto, Puri, Germana, Velasco, Josefina, Gloria, Carmen, Esme y yo, seguimos a Jesús. Entonces, al entrar en el restaurante, supe que los servicios pueden ser mixtos. Casa Antón era una casa vieja de pueblo reconvertida en un minúsculo restaurante de dos plantas muy cerca de la plaza, con un solo aseo para hombres y mujeres, fogones artesanos y unas escaleras de madera tan antiguas que yo creo que hasta los romanos debieron degustar este cordero y este vino, tan gustosos como la amabilidad de esta gente.

La presencia de Jesús en la comida nos animó, sus palabras, que hasta en el reproche son cálidas, nos ayudaron a descongelar nuestro corazón. Este hombre, cuyo rostro de granito parece que fue esculpido en mil canteras diferentes, refleja fielmente la imagen de las piedras con que construyeron las Iglesias por donde pasó. Los pequeños surcos que ahondan en su cara son como pistas de atletismo que al hablar dejan traslucir las durísimas pruebas que debe haber pasado en su carrera de fe. Atleta de Dios.

El cordero llenó mi estomago y el vino hizo que el frío desapareciera, la sangre corrió de nuevo por mis venas y sentí que volvía de nuevo a la vida, aunque mi alma seguía a la espera.

Como convinimos, hacia las cuatro estábamos todos reunidos alrededor de la puerta principal del convento. Nos sentamos, igual que por la mañana, en los bancos reservados para el público. Las hermanas rezaban en voz alta y, aunque estaban de espaldas a nosotros, pude adivinar por sus voces que la mayoría eran muy jóvenes. La agradable temperatura, cierta pesadez por haber comido en exceso y un levísimo estado de embriaguez por la buena acogida que le dispensara al vino, me habían sumido en una cálida modorra que no conseguía disipar. Apenas cerré los ojos un segundo y, cuando volví a abrirlos, las hermanas ya habían desaparecido de la capillita, también muchos de mis compañeros, incluida Esme, desfilaban hacia la puerta de salida. Los seguí con paso vivo y aquello me despabiló por completo. La verdad es que para no haber visto realmente nada, sentía un cosquilleo en mi corazón, seguramente era el vino correteando alegremente por el torrente sanguíneo. Me adelanté a todos y seguí a Jesús que se dirigía veloz hacia otra puerta lateral, sin duda para hablar o encontrarse con alguien. Me quedé discretamente en el rellano mientras le oía hablar solo. Una voz al otro lado de un torno de madera, donde se depositan los dulces que las hermanas hacen con sus propias manos para venderlos a gente como nosotros, le contestaba. El torno giró y una llave apareció en su plataforma, Jesús la retiró y todos le seguimos escaleras arriba, abrió una puerta y nos condujo por otro pequeño pasillo y otro tramo de escaleras igual de estrecho que el anterior. La pesadez de estómago persistía, pero yo marchaba ligero, como si el vino hubiese hinchado mis venas haciéndome parecer más volátil.

La sala donde entramos no era demasiado grande pero había algo en ella que hacía que te resultara familiar, como de pueblo. Se hallaba dividida por barrotes de madera, supongo que para separar a las moradoras del convento, de las visitas. Sillas de madera rústica distribuidas a lo largo de las paredes y una especie de arcón grande era su mobiliario, todo muy sencillo.

-Podéis hablar con ellas y preguntarles lo que queráis-, nos había dicho Jesús, y, casi inmediatamente, la reja se vio sacudida por un ramillete de manos blancas que acordonaron la zona enrejada. Yo me había mantenido voluntariamente en un segundo plano (también por la imposibilidad física de acercarme a la reja), andaba algo anonadado y mi cara debía reflejar mi incredulidad pues Prieto me preguntó si me pasaba algo. A pesar de la gente, desde donde yo estaba podía ver con claridad las caras de aquel coro de voces cristalinas que había oído rezar antes y casi no podía creerlo. Eran no menos de cincuenta jóvenes monjitas, novicias o postulantas, de las setenta y cuatro que poblaban el convento, todas apretándose unas contra otras por falta de espacio; por encima de sus cabezas, en la pared, resaltaban por su extrema ingenuidad, dos posters dibujados a mano que hablaban de Cristo. Algunos a los que yo conocía, como Carmen y Sara, preguntaron y luego, porque vino al caso, Jesús resumió a las hermanas en pocas palabras sus 25 años de sacerdocio y la celebración homenaje que le habían hecho en la Parroquia con una Eucaristía.

La pesadez de estómago desapareció para dar paso a un embelesador sinsentido, sin embargo, aún desconfiaba de lo que mis ojos me decían sin trampa ni cartón. A la pregunta de alguien, la hermana Sara María comenzó un sincero monólogo sobre cómo sintió la llamada de Cristo. Al principio encontraba enormes dificultades para expresar con palabras sus sentimientos hacia Dios, incluso muchas frases las terminaba a trompicones, pero, según hablaba, como si influencias invisibles la guiaran, todo lo que contaba adquiría una coherencia extraordinaria y su cara se me antojaba con una brillantez deslumbrante, como si de pronto se hubiera hecho un intenso resplandor alrededor suyo. Mientras, yo caminaba de un extremo a otro de la cortina humana y, sin dejar de observarlas, me preguntaba, volviendo una y otra vez sobre el mismo recorrido, si es que allí nadie se “coscaba” de lo que estaba pasando, ¿es que nadie tenía ojos en la cara?. La luz procedente de la lámpara refulgía blanquísima, por momentos sobrenatural, -un “subidón de luz”, quizás debido a la tensión de la corriente eléctrica-, pensé yo, tratando de encontrar una explicación técnica. No dejaba de mirarlos a todos, a uno y otro lado de la reja. Asombrado, les oía hablar sin miedo de sus sentimientos más íntimos, de su amor por Dios y con cada palabra que pronunciaban, más luminosos se volvían sus ojos. Quería pensar que el excelente vino rojo turbio de la comida tenía algo que ver en todo aquello. Según escuchaba aquellas voces tan cálidas, tan lúcidas, que creaban imágenes en mi espíritu, sufrí una especie de alucinación, ¿pues no me parecía a mí que sus palabras brotaban desde sus mismas almas y que éstas revoloteaban por la estancia desgranándose sobre mi memoria?. Por supuesto, la comida copiosa y el buen vino me estaban jugando una mala pasada, me froté los ojos y volví a abrirlos para tratar de forzarlos a la realidad, pero fue incluso mucho peor, pues como si un estúpido velo se hubiera caído de ellos, ahora podía leer en todos mis acompañantes y hasta ver con toda nitidez sus pensamientos. ¡Era tanta la alegría que se respiraba en aquel lugar!, hasta lo más nimio era motivo de alegría para todos, desde el tartamudeo de Sara María, hasta una leve tosecilla. Las aproximadamente dos horas que pasé dentro del convento me parecieron unos minutillos inolvidables. Fuera, debajo de aquel cielo gris envuelto en la noche oscura, me sentía irradiado de cierta euforia, una energía desconocida para mí. No había ni una nube en mi alma, ninguna sensación de malestar. Camino del autocar, ya no trataba de comprender qué gozoso misterio encerraba aquel sitio, ni qué milagrosa comunión de alegría y sentimientos existía entre todas estas personas, de la que yo había sido testigo.

Durante el trayecto de vuelta y mientras Antonino, el marido de Candelas, nos amenizaba con canciones populares y acertijos, no dejaba de pensar que la vida puede ser tan simple, tan rica, como el divino cordero que habíamos degustado, asado sólo con agua y sal, tan sencilla como las disertaciones históricas de D. Emiliano. Al anochecer, dentro de las sábanas crujientes de mi cama, intentaba guardar en mi memoria lo que a la mañana siguiente le diría a Esme: que odio las excursiones y todo lo relacionado con ellas, los cánticos, las visitas…

Felipe Iglesias Serrano

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