Había oído determinadas cosas acerca de un peculiar grupo y quise comprobar qué había de cierto en todo aquello. Se trataba de diez personas que se reunían de vez en cuando para realizar algún tipo de reto. Después de intentarlo por diferentes vías conseguí dar con uno de ellos y me aceptaron para presenciar una de sus peculiares competiciones. Cada uno lleva su vida cotidiana, pero diez veces al año se reúnen para organizar una competición. En este caso, el reto que se habían propuesto era una carrera en bicicleta que llevarían a cabo en Teverga, un pequeño pueblo asturiano en el que se encuentra el inicio de “La Senda del Oso”, un descenso de gran belleza paisajística que atraviesa varios túneles.
La bajada en sí no presenta gran dificultad, sin embargo ellos decidieron añadírsela al plantearlo como una frenética competición. El objetivo de esta competición no es otro que acabar el primero, ya que quien lo consigue tiene el privilegio de llevar a cabo el reto establecido, que en esta ocasión no era otro que permanecer durante diez días sin comer; tal como suena: únicamente podía hidratarse bebiendo agua, pero nada de ingerir alimento sólido alguno.
Para preparar el recorrido cada cual tuneó la bicicleta a su antojo. Antes de la salida revisaron en absoluto silencio las notas que habían tomado previamente para afrontar el recorrido de la forma más veloz posible. Una vez que llegó la hora de inicio de la prueba se fueron hacia la salida, donde colocaron un temporizador con una cuenta atrás que emitió una señal acústica cuando llegó a cero. Salieron como verdaderos posesos para coger la primera curva lo más adelante posible. Les seguí hasta que me alcanzó la vista, después cogí el coche y me dirigí hacia el primer cruce de carreteras: allí pude ver que iban tremendamente rápidos. En una curva previa al túnel inclinaron las bicicletas casi hasta rozar con el suelo, metiéndose acto seguido en el túnel, donde los dos primeros entraron en paralelo. Les seguía un trío a una velocidad de locos, así como otro que iba a rueda de ellos y que tuvo que frenar drásticamente para no impactar con el muro, cosa que aprovechó el que venía detrás para rebasarle, no así los tres últimos, quienes venían enciscados como si fueran uno. Todos desaparecieron en cuestión de segundos.
Al no quedarme más prueba en directo que revisar, me dirigí hacia la meta para ver quién había ganado. Lo había hecho un pelirrojo risueño, que era el que yo vi pasar en el primer trío perseguidor. Acabaron solo ocho; dos de ellos tuvieron sendos accidentes: a uno se le reventó textualmente la bicicleta dejándola destrozada, mientras que al otro lo que se le reventó fue la clavícula. Un taxi le llevó al hospital, apareciendo seis horas después con el brazo en cabestrillo. Cuando llegó a reunirse el resto, el ganador ya había iniciado su ayuno acompañado de sus compañeros de fechorías. Todos estaban muy felices contando sus peripecias, a las cuales se unió el accidentado. Me dejaron ver los vídeos que grabaron con las cámaras que llevaban ubicadas en sus cascos. Lo que vi fue escalofriante: me resultó milagroso que los daños se redujeran a una fractura limpia de clavícula y a una bicicleta destrozada, todos corrieron riesgos suficientes como para haber muerto en el descenso.
Volví diez días después: encontré al ganador pálido como la muerte, sin fuerzas apenas para caminar, pero henchido de felicidad recibiendo las alabanzas de todos por haber conseguido el reto.