CÉSAR LÓPEZ LLERA.
En el Museo Thyssen siempre me detengo a contemplar las bailarinas de Degas y de Forain. Si al primero lo recordamos por bailarnos los ojos con sus movimientos, fragilidad y belleza, al segundo se debe el habérnoslos desgarrado con sus padecimientos entre bambalinas y la vulnerabilidad de sus vidas y sueños, incluido el perverso solaz de los “protectores” de las “petits rats”, las pequeñas ratas de la ópera de París, en cuyo salón Foyer del Palacio Garnier, aparte de calentar, exhibían sus encantos ante los señoros de chisteras poderosas, bastones lujuriantes y braguetas billeteras. Sangrante resultó el caso de la adolescente que posara para la escultura de Degas de bronce patinado, tutú y lazo de satén del Orsay de París, que según Paul Valery reproduce “el animal femenino especializado, esclavo de la danza”. Tras el escándalo al exponerse, la proscribieron de la ópera y la arrojaron al arroyo de la miseria y la prostitución. Tardaría mucho en llegar el Me too a la danza y las denuncias de explotación laboral, acosos y abusos sexuales. El malditismo artístico no carcomería solo la poesía, la música o la pintura, y si bien la danza ya gozaba del reconocimiento como arte en Grecia, con musa propia, Terpsícore, su estirpe aún se tropieza con badulaques que solo la aplauden como divertimento saltarín, contra lo que ya luchara en 1725 Rameau en su tratado Maître à Danser. No alcanzan a entender que “ocultar el arte es lo supremo del arte”, que sentenciara Carlo Blasis.
Innata a la naturaleza humana, la danza quedó inmortalizada hace 9.000 años en las pinturas rupestres de Bhimbetka. Una de las actividades más antiguas y universales del ser humano, se empleaba en rituales religiosos, mágicos y sociales para comunicarse con los dioses, la Naturaleza y sus congéneres, además de para expresar sentimientos, emociones, sensaciones, ideas, reflexiones y narrar historias simbólicamente a través del cuerpo. No exagera Igor Yebra al sostener que “la danza es la suma de todas las artes”. Es poesía, narración, diálogo, pintura, escultura de carne y huesos en movimientos plásticos, emanados de los ritmos del corazón, de la respiración y de la música, siendo posible sin esta última. Y, a pesar de crear Tchaikovsky el género de la música de ballet, Mozart o Beethoven ya colaboraron con coreógrafos y no faltaron ejecutantes como Isadora Duncan que revelaron lo que sentían con cualquier tipo de música, aunque algún cabestro no viera en ella más que una “vaca rodando por el escenario”.
“Eternidad e instante, todo junto” percibió en este arte efímero Octavio Paz, ya que la danza posee la grandeza y el misterio de lo irrepetible y único. Tan etérea como carnal, la energía de materia y espíritu en sacudida se transforma en arte fugaz que se disuelve al instante ante nuestros ojos junto al espacio y el tiempo. Por algo Einstein vislumbraba en los bailarines los atletas de dios. ¿O no lo parecen con sus gestos, figuras, pasos, giros, saltos, equilibrios, suspensiones, vivas sinestesias visuales que nos transportan a oír, gustar, oler y temblar con los ojos?
No nos pasaremos el día bailando como Alaska, pero deberíamos mover el esqueleto a menudo para conservar la cordura en estos tiempos de iniquidad, ya que, según Platón, la danza cura la locura (la tarantela nace para remediar la que creían que producía la picadura de tarántula).
“Déjennos leer, y déjennos bailar; estas dos diversiones nunca harán ningún daño al mundo”, rogaba Voltaire. ¡Y que haya países donde se les prohíbe hacerlo a las mujeres, como antaño se les estorbara a los hombres por considerarlo poco masculino! ¡Dancemos, malditas, malditos, dancemos!