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Villaverde en plano secuencia: el otro Madrid Río

Hace unos años —posiblemente durante la pandemia— tuve una reunión con una productora muy curiosa. Se encargaban de buscar localizaciones poco trilladas y alejadas de los estudios.

¿Por qué acabé allí? Porque alguien me consiguió la reunión. Fue en unas oficinas lujosas, impersonales y extrañamente frías. Era evidente que se trataba de un compromiso: alguien debía un favor a quien me había abierto aquella puerta. La altanería del entrevistador me resultaba divertida, aunque también me molestaba su afán de superioridad.

Lo primero que me pidió fue que, casi sin pensar, le dijese un lugar para rodar unas secuencias “abrasivas” de un western. Le pregunté por el tipo de escenas, pero no quiso concretar. Buscaban algo cercano y poco reconocible. Como si lo tuviera preparado, le dije que conocía el sitio perfecto. Soltó un chascarrillo sin gracia, y yo no reí.

En aquel tiempo —y aún ahora— solía sacar fotografías del parque por el que hago deporte y que todavía, a día de hoy, me enamora. Enfoco esos lugares que me dan chance para imaginar proyectos que jamás haré. Mi preferido es el lugar en el que destaca un árbol que me cruzo siempre que corro por el villaverdiano Madrid Río. Debo tener más de 150 fotos del mismo árbol. Se parecen, claro, pero nunca son iguales: ahí está la magia del lugar. Le pregunté al “localizador cineasta” si quería verlo; justo tenía algunas imágenes en el móvil. Me miró con socarronería, pero accedió.

Al enseñarle la foto, me preguntó dónde estaba aquello. Le respondí que muy cerca. Insistió en verlo en persona —porque comenzó a acusarme de fordiano y de ser donde el maestro había rodado— y fuimos. Durante el camino no paró de protestar, hasta que al llegar se topó con el árbol: aquel día, con la luz que caía, parecía una localización sacada de Marte. Sacó su cámara y quiso imitar mi perspectiva, pero no lo conseguía. Al final me pasó la cámara y lo hice yo.

En ese momento empezó a rebajar su altanería. Me confesó que las localizaciones eran para un western de Clint Eastwood. Dudé: Clint había rodado tanto y tan bien que me costaba imaginarle eligiendo Madrid, tan alejada del paisaje del género. Muy serio, me respondió que para eso estaba su empresa: para encontrar lo inimaginable.

Luego me comentó que buscaban también un río, “pero no un río”, y añadió una referencia que me encantó: “un río como el de las películas de Tarzán, las de Johnny Weissmuller”. Por suerte, mis horas corriendo por el parque me habían dado un mapa mental, y pude llevarle a un lugar perfecto. Allí estaba ese río que parecía sacado de Argel —que fue uno de los lugares en los que se rodó Tarzán de los monos (1932)—.  El tipo reía, pero de un modo nervioso: señal de que la reunión le estaba sorprendiendo.

Le hablé de la importancia de ese parque, un respiro en mitad de la ciudad, y me pidió más: localizaciones que recordasen al Madrid de los años ochenta, o incluso algún barrio que se pareciese a Centroeuropa. Mencionó Cracovia. Y yo, sin dudar, le indiqué un rincón cerca de Legazpi.

Al final, le pregunté por una posibilidad de trabajo real. Me confesó lo que ya intuía: aquella entrevista era un favor. Si salía algo, me pagaría las localizaciones de su bolsillo. Migajas. Nunca volví a verle ni supe si se rodó algo. Imagino que no.

Desde entonces, siempre que puedo, ruedo —grabo— en ese parque. Y cuando camino, imagino cómo sería rodar allí un western, una de Tarzán o una bélica. Está cerca de casa. Como Kubrick, que fue capaz de recrear Vietnam junto a su domicilio. ¿Podría recrearse Vietnam en Villaverde? A que sí, Stanley.

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IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ
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