Mª ANTONIA PÉREZ GARCÍA.
El asunto de la metamorfosis, cambios en la forma y en el interior, siempre me llamó la atención desde niña. Lo numero II porque ya escribí en su momento otro artículo para otra revista con la que también colaboro. Me impone respeto y admiración analizar ese proceso, desde el huevo hasta la mariposa bella y etérea, rápidamente efímera, pasando por el gusano, la oruga repulsiva, peluda, voraz. Aunque ésa es mi percepción, hay quien considera bellísima a la oruga por sus colores. Pienso que es la metamorfosis más radical e intensa; la de la rana parece más light.
En cierto período de la infancia, adolescencia e incluso juventud, muchos hemos tenido una percepción propia como de gusano, estar en transformación y no gustarnos. La opinión de los otros es muy determinante, sobre todo cuando no se tiene la autoestima bien consolidada. Hay por desgracia adultos que siguen teniendo esa propiocepción negativa. Personalmente, me convencí de poder escribir cuando una profesora de literatura en COU me dijo que podía hacerlo, e incluso me premiaron un relato. Posteriormente una psicóloga me valoró muy positivamente, haciéndome una pregunta clave: “¿De verdad crees que en tu vida no has hecho cosas importantes?”. Allí fue el comienzo de mi metamorfosis personal. Necesitamos el punto de vista exterior, que en ocasiones nos descubre facetas personales que nosotros mismos hemos obviado, tapado, anulado incluso. Y no nos permitimos ser conscientes de la propia valía, las destrezas que poseemos e incluso cómo interactuamos, influyendo en el entorno.
En mi trayectoria profesional, observé muchas metamorfosis en mis alumnos, y no me refiero solo a lo físico, que también, sobre todo a la evolución personal. Niños traviesos, movidos, poco constantes, se vuelven reposados, concienzudos, incluso tácitos y viceversa. A todos los compañeros nos han sorprendido cambios radicales de “niños modelo” en “malotes”. Las razones múltiples: hormonas, compañías, conflictos familiares, traumas… La lista es interminable.
Siempre recordaré a un chaval que conocí en Infantil (me ponían, en muchas ocasiones, a apoyar en esos niveles). Fueron pasando los años y ya en sexto curso de Primaria se había convertido en un dolor de cabeza para sus padres, hermanos, profesores y equipo directivo. Un día, cuidando patio en el recreo, después de la trastada de rigor, le senté a mi lado para tenerlo vigilado. Hablé con él en tono relajado y amigable y le conté que en Infantil era muy majo, compartía juguetes y ayudaba a los compañeros. “¿Qué te pasó?”, le pregunté. La respuesta me dejó helada: “profe, me cansé de ser bueno”.
Y a eso, ¿cómo lo llamaríamos? ¿Metamorfosis inversa? ¿Qué habría habido en la vida de ese alumno, o qué no habría habido, para ese cambio negativo? En la ESO ya le perdí la pista. No sé si hubo otra metamorfosis positiva. Sinceramente deseo que sí la hubiese. Que haya encontrado a alguien determinante, como yo encontré una profesora de literatura estupenda o una psicóloga competente. Seguro que tras la adolescencia, la vida, gran educadora, va moldeando a base de aprendizajes nuestra forma externa e interna.
