El próximo 15 de noviembre se estrena Las calles también se olvidan, que será nuestra última película villaverdiana —aunque Bond diría “nunca digas nunca jamás”—, si es que puede llamarse película a una historia de unos 55 minutos. En tiempos de largometrajes interminables, la brevedad se agradece.
Las calles también se olvidan no era el proyecto original. El punto de partida fue Papá quiere morir en casa, la magnífica obra de Javier Maqua, publicada por Esperpento Ediciones Teatrales —siempre añoraré a su editor, Fernando Olaya—. Ese texto no pudo llevarse a cabo en dos ocasiones por razones similares. Esta vez, incluso, había algo rodado, pero no merece la pena detenerse en ello. El proyecto cambió de rumbo, se transformó en otro y tampoco cuajó. A la tercera, por fin, fue la vencida.
La película, rodada íntegramente en las calles de Villaverde y con vecinos del propio barrio, cuenta una historia en la que el tiempo avanza y retrocede, entrelazándose con las vidas de unos personajes que muestran y esconden sus grietas casi en la misma medida. La narración intenta abarcar varios frentes que acaban confluyendo, porque las vidas se cruzan, se alejan y se abrazan —a menudo, en los mismos lugares—.
Pasear por Villaverde despierta en mí el deseo de imaginar historias posibles. Lo mismo ocurre en el villaverdiano Madrid Río, donde todo parece fluir —en la película aparece, claro está—. En esta ocasión —para una parte de la trama— hemos tenido la suerte de trabajar con un texto extraordinario de César López Llera, que nos lo cedió generosamente y que hemos abordado con respeto, admiración y entusiasmo. Tal vez él no comparta del todo el entusiasmo, pero ha sido un desafío hermoso trabajar una escritura tan sólida.
El reparto ha respondido con una entrega admirable. Hemos intentado abrir un camino nuevo, un modo distinto de rodar. Esa vitalidad ha hecho que la película no se despegara de nuestras cabezas durante los meses de montaje y postproducción. Su estructura difiere de lo que veníamos haciendo, y eso ha sido positivo: impidió la comodidad y mantuvo viva la curiosidad, que es la energía esencial para cualquier proyecto.
Nos acompaña una voz en off que ha dado forma a la mentira, al anhelo y al falso recuerdo —o tal vez no tan falso—, y que ha unido todos los hilos con cierta dosis de riesgo. Sin buscarlo, las relaciones familiares se hicieron muy presentes y sirvieron para cerrar las fisuras sin caer en el desvarío. La música empleada, tanto para don Juan Carlos Velázquez como para mí, nos parecía escrita expresamente para esta historia.
Es una satisfacción comprobar cómo el reparto —con el que inicié mis primeras andanzas villaverdianas— ha crecido tanto. Se echó de menos a quienes no pudieron participar por cuestiones de fechas: el rodaje se realizó en unos días de julio abrasadores. Aun así, el equipo afrontó todas las incomodidades con humor y coraje, saliendo mucho más que airoso. Como colofón, el agradecimiento a Fernando R. Lafuente, quien me puso en contacto con Víctor Zarza, hijo de Jano, y gracias a él hemos podido utilizar un dibujo de su padre como cartel de la película. Un privilegio inmenso. Si se observa el cartel de Surcos, por citar solo un ejemplo, puede verse que el nuestro está firmado por la misma mano. Un sueño cumplido.
Las calles también se olvidan es un proyecto distinto, cuidado con mimo y entrega para las gentes del barrio. Un final bonito para una relación entrañable.



