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Isabel y Mario en Princeton y en Villaverde

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Estuve con Mario Vargas Llosa en tres ocasiones: dos por coincidencia y una a causa de un hecho más concreto y villaverdiano. La primera fue en el cine, en uno de esos extraños días en los que, para romper con la rutina, se decide acudir a ver una película. Allí estaba él, junto a su mujer, Patricia. A Mario le exigieron la documentación para demostrar su edad y poder beneficiarse del descuento en la entrada. Esto lo ilusionó mucho, pues le hacía sentir joven. La taquillera comentó que siempre le había caído mejor Gabo —Gabriel García Márquez— y, con osadía, le preguntó a la mujer de Mario qué tal besaba Gabo. Mario, divertido, le contestó que “el ojo de Gabo dio buena cuenta del beso”. Fue un momento que comenzó con humor y terminó siendo algo grotesco y tenso.

Al día siguiente nos encontramos en el teatro. Nos saludamos y tomamos asiento. En esa ocasión, Mario me recomendó la trilogía de Stieg Larsson y hablamos largo y tendido sobre Corín Tellado. No recuerdo el motivo exacto, pero la obra se retrasó una hora a causa de una pelea entre amantes durante el intermedio; se decía que se debía a un contagio de cándidas entre algunos miembros del reparto. Esto se lo contaron a Mario, quien se rio mucho; y, al estar yo con él, pues me reí también, aunque nunca llegué a enterarme de quiénes eran los involucrados.

Nuestro tercer encuentro fue muy distinto. Quizá todo empezó con una conversación con FRL, a quien recomendé efusivamente la lectura de la novela Una lectora nada común de Alan Bennet; en ella, la reina de Inglaterra aparecía como una lectora compulsiva. Creo que, al preparar una clase sobre dicha novela, surgió la noticia del romance entre Isabel Preysler y Mario. Aquello se convirtió en un escándalo rosa: algunos se preguntaban quién era “el viejo” con el que se había liado Preysler, mientras otros decían: “¿no es la de Julio Iglesias y Boyer?”. A esto se sumaban declaraciones en las que Mario insinuaba que si contaba algo del maravilloso mundo íntimo que le ofrecía Isabel —algo que él jamás había imaginado— se quedaría sin probarlo más.

Ante tal despliegue de declaraciones, gestos y demás, me encontré con un libro titulado Conversaciones en Princeton, y en ese momento mi mente se abrió: ¿por qué no escribir una obra sobre Isabel y Mario en Princeton? ¿Cómo es la relación entre dos personas tan aparentemente distintas? La “reina de la noche”, el Nobel en la intimidad. Me documenté ampliamente y se hablaba de que existía evidencia de un romance anterior entre la ex de Boyer y el Nobel. Constaté, además, que Mario había tenido varias relaciones con familiares: tía, primas —Conviene destacar el libro de contestación a La tía Julia y el escribidor, publicado por la propia Julia Urquidi con el título Lo que Varguitas no dijo (1983)—, lo que, para mí, lo convertía en un personaje muy curioso.

Ideé, entonces, a una Preysler muy distinta a la imagen que predomina en el imaginario popular y, bueno, me arriesgué a hacerle llegar a Mario un adelanto de los tres actos que llevaba escritos. Un amigo, allegado de Mario, consiguió que quedásemos. La cita tuvo lugar, evidentemente, en Villaverde. Él solicitó un lugar apartado, y nos fuimos a pasear por el parque. Yo pensé que quizá venía acompañado de dos matones, pero no fue así; al principio se mostró serio. Me alabó por mi valentía, me comentó que le había divertido mucho cómo había descrito a Isabel como una mujer culta, aunque aclaró que en su nueva novela no tenía tanta trascendencia, a pesar de que le agradaba leer lo que él escribía, preferiblemente en la intimidad.

Además, me pidió que eliminase referencias suyas a relaciones con otros familiares, pues aunque comprendía el texto, había algo inexcusable: no podía dejar pasar la mención del enamoramiento furtivo que tuvo con Aitana Sánchez Gijón. Le comenté que se trataba de literatura, aunque era verdad que había exigido que protagonizase una de sus obras y había compartido escenario con ella. Su respuesta, La verdad de las mentiras, me hizo gracia, una autocita muy seria. Quiso saber quién me había contado lo de Aitana; le respondí que las fuentes no se revelan, a lo que sentenció: “Si la obra sale adelante, solo no emprenderé acciones si Isabel es interpretada por Aitana. Isabel aún se ve con esa juventud en su espejo”. Asentí, tomamos un zumo en el Mesón La Gamba, compró unos chorizos sin grasa en la tienda de Sheila y unos mangos en la frutería de Raúl. Finalmente no terminé el texto, quizá ahora sea el momento.

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