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Aquella Navidad en la que guardé otro proyecto en el cajón

Diciembre llega siempre con la furia navideña. Desde finales de noviembre la nostalgia despierta y empieza a recorrer todas esas Navidades que no son una, sino muchas. Los recuerdos se agolpan, y alguna sonrisa —envuelta en un poco de llanto— aparece al evocar a quien ya no está.

Ahora que acabo de impartir un curso sobre Shakespeare, me ha vuelto a la memoria aquella Navidad en la que fui con mi padre al desaparecido Cine Imperial, en la Gran Vía de mi infancia —la misma, aunque disfrazada de otra cosa— para ver el Hamlet de Zeffirelli. Salí maravillado con mis quince años, incapaz de hablar de otra cosa que del impacto emocional de la película, como ya me había ocurrido con la lectura del texto. El día 31 regresé a verla con mi tío; llegamos justos para la cena y las uvas. Aún recuerdo la mirada de mi tío Paco: siempre sabia, siempre certera.

Muchos años después surgió la posibilidad de realizar una pequeña serie para una cadena local —ni merece la pena mencionarla— que adaptara varios relatos navideños y un texto original mío. El proyecto era asumible: los derechos de los cuentos se resolvieron con facilidad, algunos incluso cedidos de forma altruista, y planteamos una aproximación a la Navidad villaverdiana a partir de O. Henry, Capote y un tercer episodio propio. Iban a emitirse en Nochebuena, Fin de Año y Reyes.

El primer capítulo adaptaba El regalo de los Reyes Magos, de O. Henry, situado en el Villaverde de 1947. Águeda y Ramón, él visitador de Renfe, jóvenes y con poco dinero, esperaban a su primer hijo. Querían hacerse un regalo mutuo por Navidad. Ella vendía su melena para comprarle una cadena de plata para su reloj que había sido el regalo de su padre antes de morir. Él vendía su reloj para comprarle unos peines especiales para su delicado cabello. Al intercambiar los regalos, descubrían, como en el original, que ninguno podía usar lo recibido.

El segundo episodio tomaba como base Un recuerdo navideño, de Capote, trasladado a Villaverde Bajo. Un niño y su anciana tía —aislada del resto de la familia— preparaban cada diciembre unos pasteles de frutas que luego repartían por el barrio. Él hacía la compra en el mercado; ella convertía la cocina en un pequeño ritual. Tras el reparto, el niño convence a la tía de cenar en Nochebuena con ellos. Al llegar a la casa surge la  revelación: esa tía, tan amable en Navidad, había sido la responsable de la muerte del hermano que él nunca conoció.

El tercer capítulo era una historia mía: ¡Ya es Navidad! Un hombre convencido de que todos los días son Navidad —la de 1983— vivía en un bucle emocional: decoraba la casa, preparaba regalos, escuchaba villancicos, veía la cabalgata, repetía cada gesto con la esperanza de recuperar algo perdido. Al principio parecía una excentricidad inofensiva; pronto se mostraba como una forma de resistir a la soledad y al paso del tiempo.

¿Y qué ocurrió? Nada. El proyecto no salió adelante. Una incidencia final, un misterio más. Ni siquiera pagaron lo ya acordado por los textos. Otro más al cajón. Recuerdo, eso sí, la banda sonora que escogí: villancicos clásicos, cada uno con un eco propio. Siempre he procurado filmar la Navidad, pero creo que no he conseguido jamás aquella que me hubiese gustado evocar.  Este año volveremos a buscar la Navidad. ¿Cuál? Quizá aquella: la que siempre está, aunque a veces no sepamos encontrarla.

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IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ
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