JULIO HERNÁNDEZ GARCÍA.
Don Justo Montero de Cruz fue maestro de la escuela de niños a finales del siglo XIX y escribió un libro sobre “Villaverde de Madrid”, contando con los documentos que había en el Ayuntamiento, pero sin datos de los primeros siglos de la fundación de Villaverde. De lo que él conoció, resumo lo más significativo para acercarnos a la realidad de Villaverde a finales del siglo XIX.
En 1889 tenía 300 vecinos (1.200 habitantes), 621 varones y 579 mujeres; cinco eran extranjeros. En 1900 contaba con 1.388 habitantes. La mayoría de los varones eran jornaleros.
Era un pueblo esencialmente agrícola: destinaban 5.900 fanegas al trigo, centeno, cebada, avena, garbanzos, guisantes, habas, algarrobas, melones y sandías. A hortalizas de todas clases destinaban 120 fanegas, que vendían en Madrid. Tenía 92.000 cepas, que producían unos 40.250 kilos de uva, equivalente a 19.400 litros de vino de regular calidad. Solo quedaba un tejar, en 1891, de los seis que hubo antiguamente.
Tenía un pósito, edificio-granero, destinado a almacenar trigo, cuyo objetivo fundamental era abastecer a los agricultores en los tiempos de carestía y la prestación de granos a los labradores para la siembra, evitando así acudir a los prestamistas usureros y para controlar los precios.
La enseñanza era gratuita de 6 a 12 años para ambos sexos y de 12 en adelante para los adultos. El Ayuntamiento corría con los gastos de “libros, papel y plumas”. Había escuela de niños, de niñas y para adultos. Según Montero de Cruz solían asistir 90 niños, 70 niñas y 40 adultos. Más del 90% de la población sabía leer y escribir.
A lo largo de la historia, la humanidad siempre encontró momentos para olvidar sus fracasos, problemas, celebrar sus alegrías y comunicar sus vivencias. Las fiestas siempre han sido una necesidad humana, porque nos alegran la vida, facilitan la comunicación, nos proporcionan nuevas relaciones, reencuentros y momentos inolvidables para recordar. Las fiestas que se celebraban a finales del siglo XIX eran: el 20 de enero San Sebastián, en la ermita que estaba a la salida del pueblo, frente al jardín del conde, y como era costumbre se repartía pan, vino y queso a los asistentes; el 30 de noviembre celebraban la fiesta del patrono del pueblo, San Andrés; el 16 de agosto, San Roque, en la ermita donde luego harían el cementerio. En la fiesta del Corpus Christi, los jóvenes preparaban todos los años una danza.
Por esa época les gustaba el teatro, y los juegos más populares eran el mus, la brisca, el tute, el tresillo, el dominó y el billar. También disfrutaban de los encierros, desde la calle del Baile, hoy Albino Hernández Lázaro, hasta la Plaza Mayor, pasando por la calle del Barco. Las capeas solían hacerlas en la plaza Parvillas.
Eran muy aficionados a la caza de la liebre, pero no con escopetas, sino a caballo y con galgos, buscando la diversión.