Era un 15 de junio del año 1989. Estaba nervioso por las notas. Ese año no me iba mal, pero aquel profesor con sonrisa mezquina y rizos engominados, llamado don Eliseo, no las tenía todas consigo para aprobarme Religión. Mi padre me había llevado al cine a ver El muñeco diabólico (1989) y me había entretenido, pero el nerviosismo era atroz. A la salida nos encontramos con aquella ex-novia de mi tío que tanto me gustaba, Lucía. Mi padre le explicó lo de mi agobio y ella le contó que tenía un encuentro con Bob Dylan. Se dedicaba a “cuidar” de los artistas de la compañía y le tenía que llevar a algunos sitios. Pidió permiso para llevarme y mi padre accedió.
Conocía a Bob Dylan por uno de mi clase que iba con la guitarra y cantaba canciones suyas. Algunas me gustaban y me compré un libro con sus letras traducidas. Apuntaba versos para leer a las chicas del Loreto y comentarles que eran poesías que les dedicaba, pero nada, nunca funcionaba.
Allí estaba Dylan, en ese hotel, en un reservado pequeño, leyendo a Steinbeck. Fumaba. Quería salir, montar en bici pero no en el Retiro, le habían perseguido los periodistas en la mañana. Dylan era viejo y olía a algo dulce, bourbon —eso lo supe después—, pero no apestaba. Tenía las uñas muy largas.
Lucía nos montó en el coche y nos llevó al cerro de los Ángeles. Dylan insistía en montar en bici y lo que hicimos fue coger tres bicis a tres ancianos que estaban en un merendero. Nos insultaron, pero bueno, les dijimos que se las devolveríamos. Dylan aullaba. Se sentía feliz. No era nada taciturno como había leído. Lucía le contó que yo escuchaba su música y me miró con sorpresa. ¿Entendía sus letras? “No lo sé, Bobby”, eso le hizo reír. Le conté lo que hacía con su libro porque sus letras eran poemas y que lo mismo le darían el Nobel. Muy serio, me respondió: “Jamás iría a recogerlo”. Paramos y sacó de su bolsillo una botellita de bourbon. Nos preguntó si esa zona era de ricos. Desconozco el motivo, pero quiso saber si tenía novia. Muy serio, cogí su botella y di un sorbo en el que apenas tragué nada y respondí: “No diría novia, pero tengo una amiga muy especial que es profesora de Literatura del Siglo XVII en la universidad, pero es mejor fontanera que profesora. Nos arregla siempre el baño y siempre que viene me enseña alguna parte de su cuerpo, pero no entera”. “¿Y cuál es tu preferida?”. “El talón”. “¿Por qué?”, quiso saber. “Es sonrosado y arrugado”.
La ex de mi tío me pidió que cantase una canción de Dylan. Me negué, claro. Le dije que cantarla solo tendría sentido si no se parecía en absoluto al original. En ese momento me aplaudió y me confesó que eso era lo maravilloso. Tocar sus temas, aquellos de los que estaba agotado, y que nadie los reconociese. ¿Qué sentido tendría la repetición?
Devolvimos las bicis a los ancianos y Dylan les dio muchos billetes. Uno de los ancianos le preguntó si era dinero sucio. “Sí, vendí mi alma”, les respondió. Antes de irnos le pregunté si me dejaría hacerle una foto. Meditó y accedió a un retrato con la cruz al fondo. Posó con naturalidad.
Quiso conocer todo Villaverde en coche. Se mostró contento y ciertos parajes le trajeron recuerdos que Lucía no me tradujo. Muy seguro, me dijo, que tras recorrer esos barrios debía componer un disco de villancicos. Yo, juguetón y navideño, le solté: “Si lo haces y yo dirijo una película, será la banda sonora”. Nos estrechamos la mano.
Estuve en el concierto y las crónicas lo masacraron. A mí me encantó. La gente le insultó porque eran entradas muy caras y había tocado poco tiempo. También le increparon que ninguna canción se parecía a las versiones que les gustaban. Eso me resultó maravilloso.
Años después, hice la película con sus villancicos como banda sonora y le mandé a su oficina una copia. Meses después me remitió una larga carta como respuesta. Eso prometí no contarlo.