Para Marianne y mis padres
Ese año, 1986, habíamos veraneado en julio en La Dehesa de Campoamor. El verano ya estaba olvidado, era septiembre y el curso había comenzado. Ese año don Bernardo era el profesor, y el asunto pintaba complicado. Como de costumbre, acudí con mi padre a comprar las entradas del partido de la Copa de Europa que enfrentaba al Madrid contra el Young Boys a principios de octubre. En la taquilla había una fila enorme y nos preguntaron si veníamos a por las entradas de Sinatra; mi padre contestó que no. ¿Sinatra? Aquello era un escándalo. Gente que había pagado un dineral, ahora reclamaba la devolución del dinero porque las entradas habían bajado de precio. Sinatra… ya solo escuchaba hablar del “tío Frank”, como le llamaba mi padre.
Las noticias anunciaban que se habían vendido pocas entradas y que era literalmente un fracaso la única visita en concierto del tío Frank a España. El Bernabéu, los precios y un Sinatra dando ya sus últimas tonalidades, algunos decían que era por las lluvias de aquel septiembre. Un día, mi padre llegó a casa diciendo que un amigo militar le había regalado entradas para ver al tío Frank, a lo que mi abuela respondió “¿Pero no ha muerto?”, e imaginé a un zombi de aquella película que vimos mi hermano y yo en secreto, la de Romero.
Mi madre dijo que no quería ir porque mi hermano era muy pequeño, y mi padre me llevó. El tío Frank. Habíamos estado escuchando los vinilos de Sinatra y yo hacía imitaciones de algunas de sus canciones. Recuerdo con especial cariño In the Wee Small Hours of the Morning porque me recordaba al villancico Blanca Navidad.
Iba al Bernabéu, pero no a ver fútbol. No vería al Castilla o al Sevilla jugar de rojo o al niño “chequeteto”, el Buitre. No, vería a Frank. ¿Dónde habían metido las porterías? Allí había un señor, el tío Frank, que desde mi distancia se parecía poco al de los discos o al de las películas que había visto en la tele. Detrás de nosotros había dos señoras, Prudencia y Águeda, que solo repetían lo siguiente: “¡Qué viejo! ¡Está gordo! Vaya peluquín. ¡Qué pena la vejez! Pero canta bien. Ya no canta ni para la Iglesia”. Y yo veía a un hombre cuya voz me gustaba. Se cansaba. Para mí el estadio estaba lleno. Pensé que mi padre debía ser un hombre muy importante porque le habían dado esas entradas que tan caras costaban. Posteriormente me enteré de que el tío Frank había comprado más de 10.000 localidades y muchas las había dado a la base de Torrejón, de ahí que hubiese muchos militares. Yo escuché canciones que me sonaban. My way, siempre la recordaré, porque mi padre y yo la cantábamos en nuestro delicioso inglés inventado. Prudencia y Águeda se las sabían todas en un inglés inventado que era peor que el nuestro. Fue mi padre el que me lo dijo, añadiendo la coletilla: “aunque no sabía inglés, imito mejor el acento americano, y el de Frank mejor aún, porque a veces usa palabras italianas”.
Yo veía a ese señor mayor, con una bebida oscura, Jack Daniels imagino que sería. Desde ese momento digo que los que hemos dado la mano a Sinatra tenemos un pacto. Mi padre, aunque sabe que no le dimos la mano, lo secunda porque al menos estuvimos cerca.
Estos recuerdos han venido a mí de forma sorprendente tras la lectura del portentoso libro La voz. ¿Por qué importa Sinatra? de Pete Hamill. Un goce que ha removido ese yo que una vez fui. Ahora el tío Frank quizá se enfada conmigo desde algún lugar porque la versión que Dylan hizo de Stay With Me me gusta más, pero creo que lo entiende. Siempre nos quedará el Rat Pack, ¿verdad, tío Frank?
por Iván Cerdán Bermúdez
@ivancerdanbermudez