Es un fenómeno curioso el de la fisonomía cambiante que atraviesa el barrio, acontecimiento muy enriquecedor para cualquier “hacedor” de películas. Por un lado están sus calles, que permiten situar las historias en tiempos pasados y retratar con precisión lo que fueron aquellos recuerdos que quizá no se borren; y por otro, las nuevas construcciones que retratan el ahora. En Villaverde se mezclan ambas realidades porque lo de antes también puede ser ahora. Parece un jeroglifo, pero es la realidad.
Algo así experimenté a lo largo de nuestra película, John Ford no vivió en Villaverde. Buscábamos esas calles que teñimos de blanco y negro para capturar imágenes en las que el espectador pudiese oler y escuchar el barrio sin recurrir a nefastos estereotipos o teniendo que atrezzar espacios que ya de por sí no necesitaban aderezo.
En ocasiones es bonito jugar a ser Woody Allen. Si él pudo retratar Manhattan en blanco y negro, ¿por qué no nosotros las calles de nuestro barrio? A esto le pusimos la música de esos villancicos de Bob Dylan y aquello funcionaba solo. Allen añadió a Gershwin y nosotros a un premio Nobel. Lo mismo que los bares y sus rincones. ¿O acaso el Mesón La Gamba no es un hito referencial?
Rodar con los vecinos es mágico. Han sido tres las experiencias y siempre gratas. Filmar en Villaverde permite jugar con la controversia. En nuestra pequeña película Los mamarrachos perseguimos rescatar otra rutina villaverdera, pero aportando un giro. Ese bar formalista era recorrido por la literatura y los poleos que surcaban entre las mesas repletas de artistas, críticos y lectores envueltos en su universo laboral.
Villaverde invita a huir de la banalidad que suelen recoger muchas películas, que se asfixian en sus lugares comunes y altamente tendenciosos. Nuestro tercer rodaje, éste en color, nos sirvió para transformar, sin atrezo, unas vías de tren en un lugar que no dejaba de ser el de cualquier conflicto bélico en la Europa del Este. Dos francotiradores, sus uniformes, sus chistes y su mirilla siempre apuntando. Aquella aventura se tituló Olimpiadas, y conseguimos cierta repercusión en festivales. Villaverde siempre es descubierto cuando se prescinde de esa miseria fílmica que suele retratarlo.
Ahora nos encontramos planificando sobre el barrio lo que será una pequeña película, Papá debe morir en casa. Texto que proviene de Javier Maqua y servirá para grabar esas calles que daban cobijo a esas rutinas que pudieron llevarse a cabo un 19 de noviembre de 1975.
Desde que rodé la primera vez en Villaverde ya no he salido de sus calles. En ellas y en sus rostros están las localizaciones de una filmografía que solo puede continuar. Quizá cuando se den cuenta los productores más pusilánimes y dejen de encasillar el barrio, éste se convierta en ese plató que siempre ha sido en silencio.
por Iván Cerdán Bermúdez
@ivancerdanbermudez