Todavía recuerdo su casa situada en la calle Real del barrio. La forma, el olor a comida, a las pequeñas rosquillas deliciosas que su madre hacía. Era una casa sencilla, pero moderna, así lo percibía yo. La entrada y después el comedor con aquellos sillones de color oscuro y mesa baja en el centro. En la mía todavía presidia una mesa camilla. Su habitación con tres camas, una original mesilla de noche, hecha con material reciclado que un tapete adornaba y las fotos escolares en la habitación más grande. Después habría algún cambio. Olor a familia numerosa, ordenada con canasta de baloncesto en el patio.
También recuerdo su vestido de comunión que alguna vez usó para ir al colegio. Era precioso. Sus domingos en familia y un órgano de juguete que le trajeron los Reyes. El primer día de colegio cuando la conocí, sentada en el pupitre delante de mí. Pronto nos haríamos amigas. Mi amiga de nombre bonito. Aquel colegio tan grande, a estrenar, en el que conviviríamos tantos años. Después las vidas divergieron, pero solo de los ojos…
Un día ventoso, con restos de lluvia en el suelo, al torcer la esquina se toparon de frente y se abrazaron. Abrazo de no haberse olvidado, de sonrisa grande e ilusión al cruzarse sus miradas. Esa sensación tan bonita cuando parece que el tiempo no ha pasado y compartes ese ratito mágico y fortuito, como si te hubieses visto ayer. Alguna lágrima quiso brotar. Niñas pequeñas que seguían estando ahí, en el corazón.
Gracias, amiga de nombre bonito, porque sentí la alegría que te dio al verme aquella mañana; la misma que la mía al verte a ti…