Para mi padre, mi Bond preferido.
Estábamos en el pasaje de Aránzazu, Málaga, en el edificio Churruca, lugar emblemático y de pasillos gloriosos, cuando mi padre salió a buscarme a uno de ellos y con cierta celeridad. L. le había llamado, que estaba con Sean Connery —pronunciado por nosotros Sean Cornery— en Marbella, que si queríamos ir. ¿Cómo no hacerlo? L. trabajaba en lo que ella denominaba como “una especie de localizadora de averías”, lo que venía a ser encontrar localizaciones para películas en lugares no costosos, pero que pareciesen estar insertados en otro lugar. Recuerdo que calles cercanas a Legazpi se transformaron en un barrio concreto de Cracovia en el que se ubicaba la historia.
Ya en Marbella, fuimos a la plaza de los Naranjos, donde vimos a un señor calvo con bigote y a otro que era conocido y salía en las revistas de papel cuché: Jaime de Mora y Aragón. L. nos contó que acababan de comer churros con chocolate. En las presentaciones yo no encontraba a Connery —Cornery— hasta que L. me lo presentó. Era el calvo con bigote. Pero ése no era el Bond de Desde Rusia con amor. Eso le hizo gracia cuando L. se lo tradujo. Estábamos en 1981 y solo se hablaba del Mundial del 82, pero a mí solo me interesaba Bond. L. nos puso en situación y nos contó que iba a rodar una nueva de James Bond y que había unas escenas en una parte de Niza con no mucha clase que no podían rodar allí, y habían pensado en trasladar las escenas a Villaverde. Era una persecución, Bond con una moto y una mala en un coche. Estaban viendo fotos de los lugares villaverdianos por los que supuestamente debía suceder la persecución. L. enseñaba fotos y ellos hablaban con el que imagino sería del equipo de producción, que había salido del baño. Yo miraba a Connery y me fijaba en su tatuaje en el brazo —ponía mamá y papá con un ancla—, pero eso no aparecía en las películas. Él, intrigado, me preguntó qué miraba tanto. Le expliqué que el tatuaje, que si era nuevo. Su risa era potente y me dijo —no hay que olvidar que siempre traducido por L.— que si volvía a ver Diamantes para la eternidad me fijase en el comienzo y que, cuando está con Marie, sale. Eso hice tiempo después y allí estaba el tatuaje muy disimulado, pero estaba. El caso es que hablaban de un remake de Operación Trueno, mi película favorita, pero ahora se llamaría Nunca digas nunca jamás. Me contó que tendría un reloj con láser, a lo que pregunté si no tendría contador Geiger como en Operación Trueno. Volvió a reírse y dijo que no.
Nos invitó a ir con él al campo de golf para dar unas bolas. Mi padre, apasionado del golf, se ofreció a llevarle, y como L. traducía, pues parecía una conversación fluida. Nos habló de que siempre daba buenas propinas al caddie porque eran muy buenos chicos y muy jóvenes. Cometí la osadía de preguntarle si ahora en la nueva peli sería un 007 calvo. Se rio más y me contestó que él llevaba peluquín desde 007 contra el Dr. No. Eso me dejó impresionado.
Como es natural, dejé de contar la historia porque nadie me creía, pero tres meses después nos volvió a llamar L. para decirnos que Connery y el equipo de producción estaban en Madrid e iban a recorrer Villaverde. Allí fuimos. Esta vez sí era él, el que yo reconocía, pero con más años, sin bigote y peluquín inapreciable, aunque mi padre dijo “¡Qué viejo está, la virgen!”. Yo ahora casi tengo esa edad. Me saludó y le pregunté por el reloj láser. Me enseñó uno, pero no vi láser alguno. Le acompañaba un hombre altísimo con coleta, dijo que era el especialista que le estaba entrenando para las escenas de acción y peleas. Su nombre: Steven Seagal —por lo visto no terminaron bien porque Seagal le rompió la muñeca, “sin querer”—. Recorrimos las calles, y un señor, el director, tenía muchos dibujos: “Es la película en dibujos”, me explicó. Fuimos por calles, pero no lo veían claro. Martínez Seco era muy estrecho y las calles de San Cristóbal no les terminaban de enamorar en su contraste. Quisieron invitar a tomar algo y fuimos al Mesón la Gamba. Los parroquianos no sabían quiénes eran ninguno. “Cornery” no tomó un Martini, tampoco había champán y bebió agua. Yo le pedí que si podía guiñar el ojo al final de la película y acarició mis rizos.
Se estrenó y fui con mi padre cinco veces a verla. A día de hoy la sigo viendo, sonriendo y pensando que yo me conservo mejor que Connery a esa edad, aunque su Martini siga seco y siempre lo tome a las cinco. Por supuesto, Nunca digas nunca jamás termina con “Cornery” guiñando un ojo.