Se confirma el diagnóstico y todo un abismo se abre bajo los pies. Cientos de preguntas asaltan: ¿por qué a mí? ¿Cómo será todo a partir de ahora? Intentamos aferrarnos a la vida, pero hay veces que el dolor golpea con demasiada fuerza.
La confirmación de padecer la nueva peste de nuestro siglo tiene repercusiones en la salud mental y física de la persona, incluso tras el tratamiento. Lo más común es que se sienta un profundo agotamiento y estrés derivados del impacto del diagnóstico y del proceso de intervención médica y social. Otros problemas frecuentes son la depresión y la ansiedad, la disminución del funcionamiento a nivel físico, los dolores y las dificultades de atención y de memoria.
El cáncer es una dura batalla, y respetar el derecho de los enfermos a elegir cómo quieren enfrentarla es esencial. Es importantísimo permitirles que comuniquen todas sus emociones, incluso los sentimientos de derrota y agotamiento.
Queriendo empatizar, utilizamos expresiones de apoyo con el objetivo de dar ánimos y consuelo, pero a veces, sin darnos cuenta, generamos expectativas exigentes: “estás hecho una campeón”, “eres fuerte, todo va a salir bien”… En éstos casos, al mostrar nuestro cariño con las mejores intenciones, imponemos la imagen de “enfermo optimista”. Como si los pacientes y familiares tuvieran la obligación de enfrentar el proceso con todas sus ganas y fuerzas. El cáncer es una experiencia tremendamente difícil, no hay que convertirlo en una realidad edulcorada. Dejemos espacio al dolor y al miedo.
“El miedo es ese pequeño cuarto obscuro donde los negativos son revelados” (Michael Pritchard).
Beatriz Troyano Díaz. Coach personal y profesional