ORLANDO JOSÉ RODRIGO ÁLVAREZ.
Hay un antiguo cuento en el que un viejo pez se cruza con dos peces jóvenes y les pregunta qué tal está el agua. Los peces jóvenes no saben qué responder y prosiguen su acuático camino hasta que uno le dice al otro: “¿Qué es eso del agua?”
Esta pequeña historia nos ilustra sobre aquello que por estar demasiado próximo no podemos verlo, como las gafas que buscamos sin darnos cuenta de que las llevamos puestas. En nuestro mundo altamente tecnificado y plagado de recursos materiales dejamos de ver, como los jóvenes peces, el medio en el cual nos movemos, respiramos y bebemos, que, en el caso de nuestra sociedad, es un medio materialista y utilitarista. Creemos, así, que el nuestro es el único y mejor mundo posible, pero es que, como los peces del cuento que no han probado otro lugar, en este caso del planeta Tierra, nosotros, los occidentales, apenas hemos probado otras culturas menos o nada materialistas. Salvo aquellos que han viajado y se han impregnado de la vida de otras regiones y pueblos más sencillos y con valores no materiales, los demás siguen sin ver el denso medio utilitarista en el cual mueven sus aletas de peces despistados. Desde que el siglo XVIII descubriera sus “luces” y el acumulo de capital se estableciera como patrón de progreso, nuestro derrotero como civilización se ha dirigido más hacia lo cuantitativo que hacia lo cualitativo. Lo tangible y útil se ha erigido como más valioso frente a aquello que no puede ser ni medido ni envasado y, por lo tanto, no manipulable ni comercializable. Aun así, no cabe duda de que todo lo que nuestro medio utilitarista ha condenado por inútil, esto es, el arte, la moral, la religión, la filosofía, la espiritualidad —las humanidades en general—, también es útil y en la mayoría de los casos útil en sí mismo, es decir, sin ser medio para otra cosa. Si acaso, para convertirlo en otra fuente de dinero, como le sucede al arte o al deporte, que así se envilecen.
El asunto es que todo, la educación, la medicina, la cultura, el saber y la política, bebe de esta agua del utilitarismo y del materialismo, hasta el punto de que los valores de nuestra civilización parecen ser antes de bolsa que éticos. Tal vez el problema provenga de que hemos olvidado que tenemos alma, y que ésta se alimenta principalmente de lo que el utilitarismo condena por inservible, esto es, la belleza, il dolce far niente, la contemplación, la naturaleza, el vacío, la amistad y el amor; en definitiva, lo que no renta al cuerpo. Y así, tal vez sea el cuerpo, junto al ego, lo que nos tiraniza sin darnos cuenta, por nuestra propia ceguera de jóvenes peces de que cuerpo y ego son nuestros sirvientes y que de reyes nos hemos convertido en sus siervos.
