CÉSAR LÓPEZ LLERA.
La cabeza de Ariadna, más conocida por La dama del Manzanares, obra de Manolo Valdés y hermana mayor de sus tocayas de la T4 de Barajas, se encumbra sobre La Atalaya, nada envidiable al Monte dei Cocci de Roma. Si éste brota de ánforas despedazadas, nuestro cerro emerge de una plétora de escombros. Cuando a la anochecida la testa resplandece, se diría que Juan Ramón Jiménez profetizara su existencia: “Iluminada, mi cabeza, / alta en el mundo oscuro, / ¿es la semilla iluminada / de otro y más bello mundo?”. Aunque lo que contemplemos desde ella sea un nuevo laberinto, que encierra a la osa de la Puerta del Sol en vez de al Minotauro, y la Corona Boreal, en la que el dios Dioniso convirtiera la corona que le regaló. Quizá por eso nuestra Ariadna haya preferido perder ojos, nariz, boca, oídos, toda sensación y todo recuerdo, y ser solo conciencia, o, quizá, el mismo pensamiento, como quería Nietzsche, quien llegó a exclamar: “¡Quién, excepto yo, sabe qué es Ariadna!”. No en vano, Rodin tituló Le Pensée a su rostro inclinado hacia delante de Camille Claudel, a quien condenaron al manicomio por atreverse a pensar por sí misma. Los rostros sin atributos, por otra parte, ya aparecen en ídolos femeninos de la civilización cicládica (3300 a. C. al 2100 a. C.), milenios antes de los de Modigliani, Brancusi, Magritte, Alexandra Ekster o Anna Leporskaya.
Hija del rey Minos, hermanastra del Minotauro, Ariadna ofrece a Teseo el ovillo para que escape del laberinto y huye con él, que la abandona en la isla de Naxos, donde, bella durmiente, Dioniso la besa sin permiso, la rapta, la goza y la engaña. “Mi causa es repetida mudado el nombre”, cuelga Ovidio de sus labios. Tantos deseos enciende en héroes y dioses que a ella le engendran sufrimientos, musicados por Monteverdi, Haydn o Strauss o en los versos de Nietzsche del Lamento de Ariadna, donde advierte al dios lujurioso que no se arrastrará ni meneará la cola como una perra ante él. “No soy tu perra, solo tu presa”, le espeta, a lo que la divinidad machirula sentencia: “Yo soy tu laberinto.”
Tradicionalmente a Ariadna se la representa dormida (hay una buena escultura en el Museo del Prado) o participando en fiestas dionisiacas (véase La bacanal de los andrios, de Tiziano, también en el Prado), es decir, con alusiones al abandono por Teseo o a la posesión divina, y, siempre, presta a satisfacer las varoniles fantasías eróticas. Sin embargo, la monumental cabeza metálica de Ariadna del Manzanares con ese hermético rostro sin atributos aparece solitaria, triunfante, gloriosa, toda ella pensamiento escarmenado. Desafiante y orgullosa de su condición de mujer, desde su inmortalidad, ha sacrificado a la hembra sometida por los machos y la ha enterrado en La Atalaya (“¡Dejadme morir!”, suplicaba en el madrigal de Monteverdi). Al transformar la materia carnal de su cuerpo en una mente contraída que contiene las mentes de todas las mujeres que se quieren libres, Ariadna emerge sobre los derribos de la opresión para anunciar que es tiempo de mujeres.
La Dama del Manzanares (9 de enero de 2010, Madrid). Foto: Discasto