CÉSAR LÓPEZ LLERA.
La forma cóncava de la concha con incrustaciones de fragmentos de cerámica, a manera de trencadís de Gaudí, que descansa sobre las patas, el alargado cuello y la cabeza adelantada a la mujer estática, dotan de movimiento a la tortuga de José de las Casas Gómez y Pablo de Arribas del Amo. Y el contraste entre el tamaño natural de la mujer y la gigantez del animal crea la fuerza expresiva. Como explicara Miró de sus personajes: “Representados con todos los detalles, les faltaría esa vida imaginaria que lo agranda todo”. Realidad e imaginación nos ayudarán a penetrar en su simbolismo.
La desnuda y expresionista mujer de rostro desdibujado muestra los estragos del tiempo con serena melancolía y ceguera ante la previsible incertidumbre de la muerte, mientras soporta el rapapolvo de Cicerón: “La ancianidad todos desean alcanzarla, pero, una vez alcanzada, la reprueban. ¡Así de grande es la inquietud y la perversidad de la estupidez!”. Su brazo izquierdo despide al quelonio, mientras el derecho, caído, flexionado hacia atrás, advierte tanto de las dificultades de avanzar hacia el futuro como de la imposibilidad de retroceder al pasado. Amarrada al instante, se limita a vivir, condoliéndose y celebrando su permanencia efímera sobre la Tierra con versos de Quevedo: “Ya no es ayer; mañana no ha llegado; / hoy pasa, y es, y fue, con movimiento / que a la muerte me lleva despeñado”.
En cuanto a la descomunal criatura de hormigón, nos sugiere que su apacible pesadez atávica de fósil viviente de doscientos treinta millones de años supera a los ancestros de la mujer, descendiente de homínidos de solo cuatro millones, y la convierte en símbolo de longevidad, paciencia, fuerza. A su paso solo cabe saludarla y reclamar su sabiduría, protección, orden y grandeza, desde la ignorancia, desnudez, inestabilidad y pequeñez humanas, con la convicción de que no cumpliremos 175 años como la tortuga de Darwin, a la que Mayorga dedicara una obra. Bien es verdad que desde su eternidad profética nos anuncia la senectud del mundo: en 2080 las personas mayores de 65 años superarán a las menores de 18. Más que evocarnos la Falsa Tortuga de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, que dibujara Dalí, la de Villaverde parece tan real que pasa por tortuga prófuga y rebelde, escapada de la Fachada de la Natividad de la Sagrada Familia, harta de sostener junto a otra su peso como símbolo de lo inalterable y de asiento del mundo (la tortuga lo sostiene en las mitologías india o china). Mendicante en Villaverde, quizá solo busque un refugio donde llorar sus penas. Según la mitología griega, Quelona fue una joven que se atrevió a desatender la invitación de boda del dios Zeus con Hera, por lo que Hermes la transforma en el animal que lleva su nombre: quelona, si bien nuestra voz “tortuga” procede de la latina tartarûchus (“demonio”), y ésta a su vez del griego
tartaroûchos (“habitante del Tártaro o Infierno”) porque para los orientales y los antiguos cristianos personificaba el mal (una variante del mito narra Esopo, el mismo que la inmortalizara en la fábula de la liebre y la tortuga). Y por si fueran pocas congojas, la primera lira la construye Hermes matando una tortuga, a cuyo caparazón vacío añade como cuerdas intestinos de vaca. Y de los antiguos petroglifos, relatos mitológicos, pasando por dibujos de Leonardo, saltamos a Stephen King y Terry Pratchett, que incluyen tortugas en sus universos, o a la Tortoise Helmet de Banksy, la reivindicativa tortuga con casco, que sirviera de protesta por la lentitud en el socorro tras el huracán Katrina, hoy oculta en el sótano de arte urbano de la Fundación Masaveu de Madrid. Y vale.