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Elecciones y renuncias

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Mª ANTONIA PÉREZ

Volví a ver a una amiga, con la que hacía tiempo no coincidía. Decir que la vi triste sería muy benévolo por mi parte: realmente parecía amargada.

Ella, de sonrisa fácil, presentaba un rictus de amargura en los labios y en la mirada. Le pregunté cómo le iba la vida, y deduje que no se debía a ningún problema de salud, de economía o simplemente de afectos; era el paso del tiempo.

Ese momento crucial y cruel en el que una persona, por su edad y su bagaje, es consciente de que ya ha vivido una vida y no ha sido como le hubiese guastado: no la vida en sí, sino su modo de vivirla o no. En este caso, ella pensaba a su pesar que aunque había disfrutado de una familia, de la salud que la había acompañado, del trabajo que nunca le faltó, había desperdiciado lo vivido porque no había gozado de viajes ni de tiempo libre, y porque tuvo que separarse forzosamente de seres queridos, que se marcharon cuando les llegó la hora.

En este caso habría muchos temas para analizar. Entre otros, la paradoja de una persona que lo tiene todo pero se siente vacía. Esto es un tema recurrente en psicología, y está relacionado con vivir el momento y amar lo que se hace. Es un poco como el niño que juega con un camión pero le gustaría estar jugando con el coche que tiene el amigo. No disfruta su juego ni valora su camión, básicamente porque tiene tres años y es inmaduro emocionalmente. Ocurre que algunos crecemos en edad, en kilos, en arrugas, pero no emocionalmente: somos niños emocionales.

Cuando dejas de envidiar al que se va a Tailandia en vacaciones y disfrutas del amanecer, allá donde te encuentras, incluso sin salir de tu casa habitual, cambia el color del cristal. Y si necesitas una novedad, algo distinto para no perder la perspectiva, puedes dejar lo cotidiano y emprender un viaje. Aunque eso significa hacer renuncias. Renunciar es la otra cara de optar o elegir. El niño de antes, si pudiese, acapararía el coche y todo lo que haya en su campo de visión sin soltar el camión. Le faltan manos, y eso le impide jugar y ser feliz.

No podemos quejarnos de aquello que hemos elegido libremente, tampoco sirve de mucho. Los que se tiran en paracaídas desde 8.000 metros supongo que son conscientes de los riesgos que asumen, pero al sopesar, entre romperse un hueso en el aterrizaje y la sensación de volar libre, optan por disfrutar del vuelo. Hay quienes nos quedamos en los riesgos y por eso no saltamos. Ambas decisiones son correctas y deben ser asumidas por las personas que las toman responsablemente. Y eso se puede trasladar a la profesión, a las relaciones de pareja… y madurar emocionalmente. No hay nada perfecto, todo tiene su cara y su cruz, y lo importante es que nos ayude a crecer como personas y realizar los aprendizajes pertinentes para nuestro crecimiento.

AMo Ruiz Administrador fincaas

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