Ayer reflexionando, tengo ese defecto, me di cuenta de que la enfermedad no gusta en la sociedad de la prisa, de lo inmediato, del disfrutar y de lo irreflexivo.
Siento necesario abordar este tema. Los enfermos estorban y recuerdan la fragilidad de la vida y lo efímero de ella. El dolor no es popular ni aceptado, y estamos instalados en la cultura del analgésico. Pero se lo debo a personas de mi entorno con problemas de este tipo y también a mí misma.
Del tema cuerpo/dolor puedo hablar con todo conocimiento de causa y también de cómo muchas personas, incluso familia, se alejaron de mí, porque ya no podía ayudar como antes. Todas las enfermedades son jodidas, pero me van a permitir, las que cursan con dolor, bastante. Podría contarles de la mía, pero no quiero aburrir, ni adoptar una actitud victimista. Los que vivimos con dolor no necesitamos tanto la compasión como la comprensión y, por supuesto, soluciones médicas que ayuden a entender, a paliar, si no a erradicar, nuestras enfermedades que, como la que padezco, son denominadas raras, porque las sufre una parte pequeña de la población por un lado y, por otro lado, porque hay poca investigación al respecto. Curiosamente es una enfermedad mayoritariamente femenina.
Mi enfermedad duele, pero no mata, quizá por ello no se destinan a la investigación tanto tiempo o recursos. Pero es una enfermedad que no se comprende, y eso te cuesta las relaciones familiares y de amistad, al menos en mi caso. Se te ve buen aspecto y entonces todo el mundo deduce que está bien. Intentas sonreír, para no exteriorizar tus dolencias, y no se admite que estés dolorida. Haces un esfuerzo importante por superarte cada día, pero no se valora.
No es mi intención culpabilizar ni dar pena, ni siquiera justificarme. Un compañero mío, docente, al que le faltaba una pierna y sufría dolores constantes, se cabreaba conmigo cuando yo decía que algún esfuerzo, como coger peso, no lo podía hacer o, si había estado más seria de lo normal, que me perdonasen. Saltaba indignado con un “no pidas perdón por tu enfermedad y tu dolor”. Pero desde que me diagnosticaron, con suerte, tras un rosario de visitas y declaraciones médicas de “usted está loca”, he vivido pidiendo perdón.
A la pregunta “¿cómo estás?” la mayoría no quiere oír la respuesta. Enfrentarse al dolor, tratar de asumirlo y convivir con él día a día, sin desesperarse ni deprimirse, es una tarea titánica.
Hay quien corre muy bien un día y gana una medalla. Hay quien está intentando siquiera caminar cada día, con el peso del mundo en sus hombros, y ni siquiera obtiene un “¡bien!”. Exceptuando a las personas que tienen a alguien cerca que también sufre dolor. Entonces parece que comprenden algo más.
Existen personas sensibles que, parece, captan eso que te está pasando. Las he encontrado hasta en alumnos de corta edad, que me han preguntado en algunas ocasiones, cuando ya no podía disimular: “¿estás malita?”. Los niños en general son muy perceptivos, de gestos y señales.
En las crisis de la enfermedad, cuando todo se agrava, no hay analgésico que lo palíe. Pero conocer lo que tienes, ponerle nombre y aprender técnicas de respiración, de relajación, te ayuda a soportar. Y una sonrisa en la persona cercana, no de compasión sino de “estoy aquí, cuenta conmigo”. Aunque den ganas de salir corriendo, es humano, porque nos asustan los compromisos, no se está preparado, por pereza e incluso porque no se soporta bien ver sufrir a alguien que quieres.
Por otra parte, al menos en mi caso, el dolor me ha ayudado a despertar, a estar más consciente en el mundo, a valorar lo pequeño e importante. Y a escuchar al cuerpo, habitualmente maltratado. En última instancia, a parar de la vorágine en que se convierten nuestras vidas cuando queremos experimentarlo todo, verlo todo, ir a todas partes. Viajar es muy interesante y formativo, pero el mejor viaje que existe es a nuestro interior. Al menos el más importante.