Mª ANTONIA PÉREZ GARCÍA.
Al principio de mi carrera docente conocí una familia especial y excepcional de 14 hijos. Por mí pasaron los dos últimos, pero eran una institución en el centro. Se les llamaba por el apellido con el artículo delante. Los dos chavales a los que di clase eran también excelentes alumnos, con una educación exquisita en cuanto a trato con los compañeros y los profesores. Eran muy populares, y el penúltimo fue delegado de clase (escogido por los otros alumnos).
Me contaban mis compañeros de entonces que los otros 12 habían sido estupendos también. Mi curiosidad era máxima por conocer a unos padres que educaban tan bien a nada menos que 14 criaturas. Por fin tuve el gusto, aunque no fue en una situación propicia: el pequeño, rubio y espabilado, se cayó en el recreo o hubo que llevarlo a urgencias. Fui con él al hospital, porque era una de las profesoras que cuidaba en ese momento el recreo. A pesar del dolor, el niño se había hecho un esguince serio, no se quejó en ningún momento del trayecto en taxi (y eso que contaba 7 años de edad). Mientras le reconocían (hace más de 30 años las urgencias no estaban saturadas como ahora), llegaron sus padres. Me agradecieron mucho el haber acompañado al niño, que respiró hondo cuando vio llegar a sus papás.
Yo a mi vez les felicité por lo valiente y educado que era su hijo, a pesar de la edad. “Sí, me dijeron, hemos tenido mucha suerte con nuestros hijos”. “¿Suerte?”, pensé yo: puedes tener mucha suerte con uno o dos, tres a lo sumo, pero con 14…
Una se daba cuenta, porque eso se percibe, de que en el trato de los padres entre sí, de los padres hacia los hijos y viceversa y de los hermanos entre ellos había algo especial que facilita todo, aunque fuera complicado el día a día: el amor, un amor familiar, filial, que a pesar de las estrecheces (me fui enterando de que solo trabajaba el padre en una fábrica, como operario) todos salían a flote y estaban contentos.
A muchas personas de edad avanzada este ejemplo familiar les sonará, incluso de sus propias vidas: antes las familias, sobre todo en la zona rural, eran muy numerosas y bien avenidas.
Estos alumnos llevaban la ropa muy limpia, oliendo a jabón, aunque con algún roto, pero nunca les faltaban los materiales escolares. Los padres valoraban mucho la escuela, y así se lo transmitieron a sus hijos, que además de estudiar y aprovechar las clases se implicaban en actividades del colegio y en la vida de éste. Los padres pertenecían al entonces APA y ayudaban en celebraciones del centro escolar.
Por su trato afable y agradecido, la puntualidad en traer y recoger a sus hijos, la participación y asistencia a reuniones de padres, creo que fueron muchos años un referente de familia en la escuela. Luego he conocido y sufrido de todo, incluidos casos de malos tratos de padres a hijos y de hijos a padres, y por descontado violencia verbal y física a los profesores, pero afortunadamente pocas situaciones extremas. También he sido testigo de desapegos notables, incluso indiferencia, lo que me ha impactado mucho, porque nunca entendí cómo puede haber tan notable falta de cariño, al menos en el seno de algunas familias. Un niño puede superar unos pantalones con agujeros o unos cumpleaños escasos de regalos, pero lo que le costará superar mucho, si es que lo consigue, es la falta de amor de sus padres o su indiferencia, porque su desarrollo afectivo, social e incluso físico se verá comprometido.