ORLANDO JOSÉ RODRIGO ÁLVAREZ.
Hay un aforismo que dice así: “La belleza no está en el paisaje, sino en los ojos que lo miran”. En principio podría ser un bello halago hacia la persona que mira o nos mira; sin embargo, lo que quiere decir esta sentencia es que la belleza externa es un reflejo de la belleza interna.
Nos preguntamos entonces qué es esa belleza interior. ¿Belleza del alma? ¿Belleza del ser? Estoy seguro de que así es, empero, creo que la belleza del alma y del ser es un resultado antes que una causa. Todos hemos notado que el mundo parece más bello cuando estamos bajo el influjo de un sentimiento noble como el amor, y que cuando la tristeza o la rabia nos envuelven todo se oscurece volviéndose gris. Incluso nuestra forma de pensar y de enjuiciarnos, a nosotros mismos y también a los demás, está condicionada por nuestros sentimientos. Así que todo parece indicar que el problema no está en el mundo sino en nosotros mismos, y que aquel es a nuestra imagen y semejanza.
Entonces digo así: “No veo el mundo como es sino como soy”. Es así como la res cogitans se vuelve más importante que la res extensa y no al revés, que es como nuestra civilización actual parece creer, dando más importancia a los hechos que a su interpretación, siendo así que el objetivismo se impone sin permitirnos salir de los márgenes de lo políticamente correcto. Pero aún queremos saber dónde se origina esa belleza interior, y yo creo que surge del cultivo de los sentimientos y virtudes nobles como el amor, la compasión o el altruismo; y también de un estado de armonía interior logrado mediante la integración de los aspectos que nos constituyen como seres humanos, esto es: cuerpo, mente y espíritu.
Lograda la armonía interior es fácil encontrarla en todas partes, tanto en un bucólico y hermoso paisaje como en un montón de chatarra.