A lo mejor en noviembre, o siempre, porque en verano ya mi hermano y yo jugábamos a imaginar cómo sería la siguiente Navidad. A día de hoy nuestros recuerdos se agolpan como un barullo en el que resulta casi imposible saber a qué año corresponde una Navidad concreta. A veces recordamos un año, quizá una anécdota, y la mezclamos con otra, y nuestros razonamientos, todos demostrables en nuestra memoria, se llenan de razón y de ausencia de pruebas. La realidad es que nunca la Navidad era igual, o sí, pero era la que nos gustaba.
Los años pasan y siempre pensamos en la Navidad… ¿Pero en cuál? Siempre en aquella que perdimos, porque aunque pensemos que en las otras casas se lo pasan mejor que en la nuestra, eso en realidad no es así. Los planes de Navidad los trazábamos desde octubre, o puede que agosto, o puede que desde febrero, pero siempre existían. Las tradiciones eran valoradas, y las rutinas, o aquel disco de Julio Madrid, o aquellos coros de niños.
¿Cómo era la vida de todos fuera de la Navidad? También recuerdo que nos encantaba imaginarnos en una ciudad en la que fuese Navidad siempre, pero no el día de Nochebuena, sino el periodo entero de Navidad. ¿Qué día se marcaba como principio de la Navidad? El de la lotería. Ese principio era el que comenzaba la cuenta atrás. Ese día venían nuestros primos de Málaga, ese día montábamos el belén, ese día sabíamos que nuestros padres no eran millonarios porque no les había tocado la lotería y ese día soñábamos con todo lo que íbamos a hacer. La Plaza Mayor, el Wendy, la hamburguesa con queso y el recitarnos casi de memoria nuestras cartas de Reyes.
Pasan los años y uno se pasa buscando las Navidades, las de aquel año, ¿pero las de cuál? No importa, son las de aquel año, las de los nervios, las de la gomina que te ponía tu tío y que le causó la alopecia, porque era pegamento más que gomina. La colonia del abuelo o de papá, la de las noches hasta las tantas contando cosas del colegio o contando lo que se va a hacer a la mañana siguiente o saboreando lo ingratos que pueden ser los celos cuando tu prima te comentaba algo de un chico de su clase.
También la del turrón y los polvorones de la cesta de papá, ¿por qué ya no saben igual? Recuerdo gastar un dineral en busca de turrones excelentes, pero jamás encuentro el sabor del ayer. Los villancicos adornados con esa magia que aportaba el tocadiscos, o mi tío con la botella de anís mientras entonaba villancicos, o mi primo tirarse al suelo por cualquier insensatez del aguinaldo, o mi hermano casi gritando que estaba Papá Noel en un tejado.
¿Y las panderetas? ¿Y las zambombas? Ya no suenan, pero… ¿han desaparecido? Tampoco en la Plaza Mayor hay ya demasiados puestos con figuras del belén. También las pelucas han desaparecido. Cada año busco la Navidad, la de antes, pero no la encuentro. ¿Y los Reyes Magos? Eso sí que era el colofón más dulce de todos. Esos nervios que nos invadían para explotar el día 6 de enero a primera hora. Levantarse demasiado pronto era algo condenatorio porque todo terminaba rápido, aunque luego continuábamos, pero la tarde, tras los regalos en casa de la abuela —aunque celebrábamos con roscón el día— siempre existía un poso de amargura porque ya había terminado todo. El tiempo en un niño siempre es diferente ¿Qué suponía esperar 365 días a que la magia volviese a suceder? Nada era similar, ni siquiera los cumpleaños. Toda esa magia se ha instalado, aunque la misma, en ocasiones, se camufla. Es casi la prenavidad lo que más se celebra. La Nochebuena dura poco y el fin de año cada vez se vuelve menos familiar. Los Reyes no, siempre se mantienen intactos, aunque la nostalgia se instale sin piedad.
La Navidad es una estación más, no es solo un estado. Guste o no, está y afecta, a unos para bien y a otros para mal, pero siempre está. Busco aquella Navidad, la del 84, o 91 o 92, pero no están, aunque la Navidad llega desde noviembre, y la espero, pero aquí en la ecuación el que falla soy yo, como siempre.