La vida con el paso del tiempo en ocasiones te depara gratas sorpresas, y una de éstas me aconteció a mí recientemente, en concreto el reencuentro con alguien a quien yo apreciaba enormemente y al que había perdido la pista hacía muchos años. Esta persona no era otra que Gustav Alberhausen, un alemán nacido en Aschaffenburgo pero que pronto abandonó su Baviera natal para instalarse en España. Yo le conocí en un pueblecito de Extremadura donde viví del orden de unos diez años debido a que mis padres, ambos funcionarios, estuvieron destinados allí durante un tiempo.
A pesar de ser muy pequeño, así como de la diferencia de edad entre nosotros, enseguida me cautivó Gustav, quien era vecino nuestro, tenía un carácter afable, sabía de todo y estudiaba todo cuanto le rodeaba. Ejercía varias profesiones a un tiempo, realizaba encargos de ebanistería en una gran nave que tenía, también trabajaba el metal y hacía traducciones del alemán al español. Me encantaba verle trabajar, me pasaba horas cuando salía de clase contemplándole en su taller: veía embelesado cómo tallaba la madera, cómo encajaba muebles, cómo los reparaba, cómo utilizaba la forja para dar forma a las piezas de metal, e incluso disfrutaba mientras se devanaba la cabeza intentando buscar traducciones lo más precisas posibles. Toda mi contemplación la llevaba siempre en silencio: ni yo le interrumpía ni él me preguntaba nada, simplemente él trabajaba y yo miraba, ambos nos sentíamos cómodos en aquella situación.
La astronomía le apasionaba, y en ocasiones me llevaba por la noche a observar las estrellas anotando todo lo que le llamaba la atención. Con dichas anotaciones elaboraba cuadrantes, así como proyecciones virtuales que le guiaban a determinados sitios. Esto no se lo contó, según me dijo, a nadie más que a mí, puesto que sabía que nadie le creería ni le entendería. Yo sin embargo no dudé jamás de sus arriesgadas teorías, y como premio me otorgó el ser testigo de sus increíbles hallazgos.
Había dos vecinos de la zona que se encontraban desesperados. Ambos eran agricultores y estaban atravesando un mal momento, ya que por aquel entonces vino una sequía muy grande que arruinó sus cosechas durante varios años consecutivos. Llegado esto a oídos de Gustav, quien siempre fue una persona de una bondad infinita, se ofreció a ayudarles: les dijo que él tenía una forma de hallar agua suficiente para sus plantaciones, de modo que puso manos a la obra y yo por supuesto fui con él. Dentro de sus observaciones celestes su debilidad eran las enanas marrones, unos objetos que se encuentran a mitad de camino entre ser estrellas y planetas gigantes. Después de infinitos cálculos referenciados en sus anotaciones, elaboró una proyección en una estrecha franja de tierra que cruzaba la comarca y que bajo ella existía una corriente de agua a diferentes profundidades. Gustav informó a los dos agricultores dónde y a qué profundidad tenían que perforar para hacer sendos pozos. Una vez hecho esto encontraron un cauce de agua ilimitada. A día de hoy sus hijos siguen cultivando aquellos campos, siendo los más fértiles de la provincia.
Cuando me reuní con Gustav, el cual para mi sorpresa a pesar de los años transcurridos no había envejecido mucho, le hice saber que el año anterior me había pasado por el pueblo comprobando que los pozos que halló siguen rindiendo a la perfección y fertilizando las tierras de nuestros antiguos vecinos. Sonrió al escuchar la noticia, luego estuvimos hablando durante un largo periodo de tiempo para posteriormente intercambiarnos los teléfonos y no perder el contacto. Le conté que me había hecho funcionario del Estado, él por el contrario me dijo que ahora vivía en Girona, donde diseñaba planos para un estudio de arquitectura. Carecía del título oficial, pero actuaba como aparejador. Jamás conocí a nadie que estuviera a su altura.