Hay acontecimientos que no tienen ningún aspecto positivo, pero sirven de revulsivo a las conciencias. Después de la catástrofe valenciana, se despertó en mí una renovada responsabilidad: cada vez que tomo un alimento de cualquier origen (vegetal o animal) hago mentalmente un repaso de los pasos que ha podido seguir el alimento hasta llegar a mi hogar. Y valoro enormemente a los trabajadores y el esfuerzo que han realizado en el campo, las granjas, el mar. Incluyo a los transportistas y a los dependientes de mercados y tiendas.
Si ya antes de esto no tiraba alimento alguno, ahora la idea del desperdicio alimentario me enerva, porque además del trabajo detrás de cada producto están las necesidades de buena parte de la población mundial, privada de lo básico.
Así pues, de una tragedia se generan más motivos para agradecer a Dios por sus bendiciones a los que podemos comer a diario y valorar a los que sostienen el país, dándole de comer. Si me regalan, por ejemplo, una galleta cuando voy al herbolario a comprar, me pongo contenta. Sé de personas que no valoran esto y que ponen pegas cuando alguien les obsequia con algún producto. Hay mucho desagradecido suelto. En los niños, es necesario inculcarles el respeto por los alimentos y por el esfuerzo del prójimo. Además, el rato de la comida, en vez de estar delante de la tele, es muy interesante dedicarlo a charlar con los críos, interesándose por lo que han hecho en el cole, por ejemplo. No en vano, en la mesa se organiza toda una vida social, sobre todo en España, país rico en productos y gastronomía.
Hace poco, me enseñaron el vídeo de una cría de menos de dos años en una boda, la de sus padres. En el convite, daba gusto verla disfrutar de la comida, que tomaba sin ayuda: chupaba la cuchara al terminar y rebañaba con trozos de pan el bol en el que tomó su puré. Su concentración daba que pensar. Creo que la han inculcado que alimentarse es una actividad importante.