ORLANDO RODRIGO ÁLVAREZ.
Leyendo el libro Yo, precario, de Javier López Menacho, me encuentro con una escena digna de reflexión. En ella el protagonista, disfrazado de mascota, es decir, de galleta gigante, ofrece las originales a los niños y adultos en zonas concurridas de Barcelona y dentro de una campaña de promoción de dichas galletas.
El asunto es que durante un momento de descanso, en el cual el portador del disfraz galletil se aparta a un pequeño cuarto donde se despoja de su aparatoso anuncio, su jefa abre un poco la puerta para darle un recado sin advertir que un niño observa desde fuera, descubriendo que la viva y simpática galleta es una persona. Desilusionado, el niño corre hacia la concurrida plaza, donde advierte a los demás niños de que la galleta gigante no es lo que parece, sino un disfraz, y para demostrarlo el chiquillo porfía tironeando de la manga y de los guantes del personaje de cartón, intentando desnudarlo y mostrar así la verdad. Sin embargo, los demás niños se burlan de él asegurando que se equivoca.
Frustrado, el pequeño patalea a la mascota intentando derribarla. Esto da para una larga reflexión, ya que muchos adelantados descubridores han tenido que sufrir la burla y la muerte a manos de los descreídos. Son y serán muchos los que en un atisbo de iluminación ven la verdad, una verdad que muchas veces se resiste a ser demostrada. El protagonista de esta historia podría haber salido de su disfraz para mostrar a todos los niños la realidad; sin embargo, era consciente de la desilusión y el trauma generalizado que iba a producir en sus “pequeñas” conciencias.
La pregunta es si nuestras también cerradas mentes están preparadas para recibir ciertas verdades y si ésta debe permanecer oculta hasta que seamos capaces de comprenderla y tolerarla, porque nuestras creencias y verdades totémicas no son más que un gran y fantástico disfraz de galleta.