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Un fin de semana en el Valhalla

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Recientemente me sorprendió mi mujer indicándome que nos habían invitado unos antiguos compañeros suyos de la facultad a pasar un fin de semana en un entorno rural. Accedí sin pestañear, puesto que me apetecía respirar aire puro.

Habíamos quedado en uno de los pueblos más fríos y deshabitados de España, y al llegar dimos una vuelta por el mismo sin cruzarnos prácticamente con nadie. Aguardamos en un banco de piedra que existía en una escueta plazoleta. Estuvimos durante un tiempo que se me hizo eterno encogidos por el frío hasta que apareció uno de los amigos de mi mujer. Para mi sorpresa, nos comentó que no pasaríamos la noche en aquel lugar, y a continuación nos invitó a que le siguiéramos.

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Los parajes que atravesamos eran yermos e inhóspitos, aquello se asemejaba a la tundra siberiana. Después de tomar diferentes desvíos llegamos a nuestro destino, un poblado abandonado rodeado por un cercado de piedra. No entramos dentro de la edificación, ya que salieron a recibirnos cinco personas: tres hombres y dos mujeres. Todos tenían pinta de hippies trasnochados y caducos, me resultaba gracioso verlos con ese aire “retro” mientras se fundían en un abrazo con mi mujer. Cuando se desfogaron, nos comentaron que para hacer apetito realizaríamos una pequeña ruta por la zona antes de comer. Así que, sin solución de continuidad y sin ni siquiera pasar dentro de los aposentos, comenzamos a andar.

A pesar del gélido clima, el cuerpo fue cogiendo temperatura. Hicimos un recorrido circular que nos condujo de nuevo al poblado. Nada más llegar a éste, uno de nuestros anfitriones abrió con un mando la destartalada puerta, que no era sino un atrezo, puesto que la que salvaguardaba el cercado era una de metal sin cerradura y accionada por un potente motor. Pasamos al interior por primera vez, y aquello fue como encontrar un maná en el desierto: había varios habitáculos, todos provistos de cúpulas acristaladas que se abrían y se cerraban a conveniencia. Existía un pequeño y coqueto jardín japonés con multitud de especies que se hallaba cubierto a modo de invernadero. Pero ahí no quedó el asombro: tan solo empezó.

Antes de comer nos recomendaron darnos una ducha, que sin lugar a dudas fue la mejor de mi vida. Jamás vi nada igual, habían montado una zona de hidromasaje con todo tipo de lujos hidrotermales que terminaba en un burbujeante jacuzzi, que me reconfortó enormemente. La temperatura estaba magníficamente climatizada para movernos cómodamente en bañador. Con la tensión por los suelos de pura relajación, llegué a la sala que ejercía de comedor, donde contemplé con verdadera ambrosía y deleite cómo un cabrito se iba dorando dentro de un potente horno. Aquello me supo a gloria.

Nada más terminar el ágape, en el que no faltó de nada, nos enseñaron a mi mujer y a mí el resto de las dependencias, las cuales estaban repletas de modernidad y tecnología. Había mecanismos eléctricos que no solo no había visto en mi vida sino que ni siquiera podía imaginar. La domótica dominaba por completo aquel complejo: con una serie de indicaciones de voz o a través del teléfono, las luces y los aparatos se encendían y se apagaban como por arte de magia. Aunque la noche cayó muy pronto, poco nos importó, puesto que una cálida iluminación simulaba la luz diurna. La calefacción, al igual que en el spa, otorgaba una temperatura idónea: fuera estaríamos a un par de grados bajo cero, pero en el interior teníamos unos deliciosos 25 grados que te hacían ir en manga corta.

Junto al jardín japonés se hallaba una pequeña cúpula que albergaba un frondoso huerto de marihuana alimentado con lámparas ultravioleta. Esta dependencia, a la vez que de fumadero, hacía también las veces de observatorio astronómico. Cuando todos se fueron a dormir y una vez apagadas las luces, nos quedamos Keko y yo observando diferentes fenómenos astronómicos a través de un potente telescopio que nos permitió contemplar con meridiana claridad todos aquellos objetos celestes que deseábamos.

A la mañana siguiente, poco después de desayunar, les pregunté cómo eran capaces de alimentar aquel lugar, y más teniendo en cuenta el precio de verdadera usura que tenía la luz en nuestro país. Entonces me llevaron a donde escondían su valioso secreto: habían construido un pequeño reactor de fisión nuclear, y me enseñaron hasta su edificio de contención para evitar escapes. Por lo visto, con enriquecer tan solo un 5% de uranio era más que suficiente para generar la reacción en cadena necesaria que producía aquel milagro de la ciencia. La verdad sea dicha, abandoné aquel paraíso con todo el dolor de mi corazón, porque me encontraba en la mismísima gloria.

DAVID MATEO CANO

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