EMILIO ÁLVAREZ FRÍAS.
Estoy de acuerdo en lo que nos sugiere Distrito Villaverde en el rincón de Tu vez y tu voz, pues, pienso, es bueno que todos los que habitamos en el mismo lugar —y tampoco sería malo tener en cuenta otros sitios distintos, dado que ello puede servir de enseñanza— opinemos sobre aquello que nos rodea, que utilizamos para la convivencia, que puede ser más agradable cada día. Por ello me apunto a su ofrecimiento. Claro que, siendo moderados, considero que hay que estar justificados en lo que se comenta, pues, además, no viene al caso especular con cuestiones desmesuradas como nos contaba Herodoto —quien allá por el año 430 a.C. inventó nada menos que la Historia— cuando detallaba, en uno de sus libros, que “cuando una mujer superaba los nueve meses de embarazo, todas aquellas de su alrededor iban a su casa para discutir violentamente con ella, sacando todos los trapos sucios que se habían guardado para evitar problemas al niño”. No es ese el caso.
Por ello, si en el número anterior hice un comentario un tanto negativo sobre los “pasos peatonales”, de los que hacen uso las personas obligadas a circular por las calles en silla de ruedas, de lo que también hacen uso símil otros peatones, es de justicia indicar también que, en el barrio de Villaverde —pido perdón a los que les guste más lo de distrito, pero yo nací cuando eran barrios y llevo colgando la palabra— se han realizado —y se siguen haciendo— unas importantes obras en gran número de calles, plazas, ajardinados, zonas infantiles, que van ajustando los pasos peatonales, y los suelos, pues los dotan de plaquetas lisas y de tamaño mayor que, en algunos lugares, han sustituido a las piezas de cemento pequeñas, que indudablemente son molestas en el rodar de los carros e incluso al andar con determinado calzado.
Pero la autoridad que tiene la obligación de mantener en perfecto estado los pisos de las calles debería —con la misma rigidez que nos multa cuando nos pasamos unos kilómetros de lo marcado al circular en coche— mantener una vigilancia permanente de cómo se ajustan al nivel del suelo las placas o planchas de hormigón que cierran los entrantes a túneles del subsuelo, pues en muchos casos son un peligro; o arreglar ese suelo cuando las raíces de los árboles lo levantan; o la necesidad de recomponer los hundimientos que crean los camiones que cuidan de la jardinería y circulan por zonas peatonales; o no pocos lugares en los que coincide la dependencia del Estado con la del Ayuntamiento y —por aquello de “eso lo arreglas tú”— no se rematan debidamente, presentando un aspecto lamentable de abandono; sin olvidar el mal uso que hacen no pocos viandantes en las calles, las paredes, los jardines…
Porque nunca he visto una cuadrilla arreglando esos daños de la vía pública, lo que repercute, además de en sus usuarios, en el cuidado que han de mantener los gobernantes de una ciudad como Madrid, pues tienen que cuidar lo público como lo de su propia casa. No es suficiente hacer una gran obra porque hemos destrozado el pavimento, a veces es más aconsejable ir arreglándolo a medida que se deteriora para evitar daños a quienes circulan por el lugar con prisas o sin ellas. Recuerdo haber visto hace años por Europa lugares donde se iban tapando los deterioros del suelo con cemento o asfalto, y no pasaba nada porque hubiera dos materiales en una reparación, ya que lo importante era poder circular sin peligro.
No puedo olvidar, en lo tocante a la limpieza, las obras de arte con las que nos obsequian los pintores del aerosol, quienes —cabe pensar— disfrutan llenando las fachadas, las vallas, las casas, los cierres metálicos o escaparates de los comercios, los puentes peatonales o de cualquier uso, los vagones del metro o el ferrocarril, u otros lugares cualquiera en los que van dejando constancia de su destreza, convirtiendo a la ciudad o al barrio en un lugar sucio, abandonado, indecoroso.
Sugiriendo con humildad a nuestros compadres que tengan en consideración que la ciudad es de todos y todos deberíamos cuidar del barrio, de la ciudad, de sus bienes, pues, repito, son de todos. Y por ello, incluso, debemos tener el coraje de llamar la atención a quienes nos ensucian la casa, por ejemplo a los zánganos que se sientan en el respaldo de los bancos poniendo los pies en lugar previsto para tal fin. Hay que educar al bárbaro, al sucio, al abandonado, al obsceno… dándole a conocer que la convivencia requiere un comportamiento digno. Y gratificar con lo limpio, con lo agradable a quienes tienen un comportamiento correcto, tanto en la vía pública como en su casa.
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