Cuando comenzó la campaña escolar contra el bullying o acoso en los centros escolares y a los profesores nos dieron unas charlas de cómo detectarlo y frenarlo en nuestras aulas y en los patios, un profesor de los más mayores comentó que eso ha existido siempre, toda la vida, pero sin un nombre en inglés. Yo pensé que ya lo sabía, yo también he sido alumna, lo cual no quita importancia al asunto y no resta la necesidad de atajarlo. El acoso ha llevado a chicos y chicas a situaciones límites, trastornos, enfermedades e incluso al suicidio. Así que es un tema serio y preocupante, en cuyo tratamiento y solución deben estar implicados Administración, docentes, padres y alumnos compañeros.
Ya que algo que nos dejaron claro fue que es tan culpable el que acosa o abusa como el que lo presencia y no hace nada al respecto, que se convierte en cómplice. Los alumnos de mi tutoría, con los que cada año he tratado el tema del respeto y el comportamiento social del individuo, me decían que a ese niño que denuncia una situación de acoso de la que es testigo se le denomina “soplón”. Y nada más lejos de la realidad; permanecer impasible cuando alguien es maltratado verbal o físicamente o cuando se le hace el vacío significa cobardía y complicidad. Y yo les ponía ejemplos: ¿y si ese chico maltratado fuese tu hermano o tu hermana, te gustaría que alguien te avisase para defenderlo o que le defendiesen si tú no estás? Invariablemente me decían que sí. ¿Entonces?
Por dos veces en poco tiempo me ha llegado la frase “Quien salva un alma, salva al mundo entero”. Es una oración del Talmud que además se ha utilizado recientemente como eslogan de una película. Quitando todo matiz religioso viene a aclarar lo que les estoy contando. Mirar hacia otro lado, “ponerse de perfil”, no es digno, no ayuda, no aporta al mundo. Cuando nos humillan, al menos a mí me ocurre, lo que más me duele quizás es que los de alrededor no me echen un cable.
Sabemos que el que humilla se retrata, pero los que callan y consienten también. Y esto sucede en la escuela, en los hogares, en los grupos, en cualquier contexto social. Hay personas que se creen mejores y más dignas que los demás, incluso en la carretera. Haciendo alusión al artículo del mes pasado, esa necesidad de sobresalir pisando a otros viene de un perfil psicológico del individuo, cuanto menos, preocupante: inmadurez, inseguridad, culpa, escasa autoestima… Y ciertamente de una pésima, por no decir mala o nula, educación social.
Como no me gusta terminar en negativo, siempre por fortuna existen personas muy equilibradas y positivas que se toman a sí mismas con humor y quitan hierro a cualquier situación, incluidas humillaciones. En una ocasión a un humorista lo levantaron de la mesa, en una comida, para sentar a un político. En vez de enfadarse, sonrió y dijo al camarero bien alto: “¡mejor, aquí había corriente!”