Este verano nos hemos visto abrumados por las perturbadoras imágenes que nos llegaban de Afganistán: aviones que despegan entre multitudes que, aterradas, ocupan las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Kabul; madres desesperadas que entregan a sus bebés a los militares de Estados Unidos a los pies de un muro de hormigón; periodistas que a duras penas pueden informar desde las calles ocupadas por armados talibanes. ¿Quiénes de vosotros cambiasteis de canal o apagasteis la televisión?
Es en esos momentos cuando nos asaltan pensamientos escondidos bajo capas y capas de indiferencia, apatía, ignorancia. ¿Qué se yo de Afganistán? ¿Por qué debería preocuparme por un país que no conozco? ¿Por qué deberíamos acoger a refugiados que vienen de tan lejos y que no saben nada de nuestra lengua y nuestra cultura?
Vivimos nuestra vida de forma tan frenética, preocupándonos tan solo de nuestras circunstancias más próximas, que nos cuesta empatizar con las personas que viven fuera de ese círculo. Lo que debería ser una emoción innata del ser humano se convierte, poco a poco, en un trabajoso ejercicio de consciencia plena hacia la realidad del otro. Algo que debe ejercitarse, como un hábito para sentirnos en el deshumanizante entorno tecnológico en el que estamos inmersos.
Yo no conozco Afganistán, un país que escapa de ese espacio familiar que es para mí Oriente Próximo. Pero me duele Afganistán, como Siria o Líbano. Y es que todos tenemos lazos que nos unen a las tragedias ajenas, lo que ocurre es que no todos podemos verlas. Para empatizar hay que desprenderse del aislamiento, del miedo, ir hacia el fuego en vez de huir de él, unirse a los que intentan sofocarlo.
Los afganos, dicen los periodistas españoles que han estado acompañándolos durante sus travesías por Europa, han sido compañeros refugiados de los sirios estos últimos años. Se montaban juntos en los botes, se daban la mano para subirse en los trenes, compartían comida y tiendas de campaña. Y sin embargo, eran los sirios los que recibían la ayuda, aunque fuese escasa, de las autoridades europeas porque Siria por entonces estaba de moda mientras que nadie quería saber nada de Afganistán. Y ahora ocurre lo mismo, pero al contrario. Y es que la poca empatía que tenemos es además selectiva dependiendo de qué país salga en las portadas de los periódicos.
Por suerte, muchos periodistas que conservaban estrechas relaciones con traductores, fixers y ciudadanos afganos se han movilizado para sacarlos del país de forma segura. Entre ellos, el periodista Antonio Pampliega, que en su Twitter explicaba que era su forma de agradecer que, una vez, otros se movilizaron para liberarlo de su secuestro.
¿Cómo podemos sensibilizarnos ante esta nueva tragedia? Si lo que quieres es entender antes de actuar, hay un porrón de novelas sobre Afganistán. A lo mejor ya has oído hablar de Cometas en el cielo o Mil soles espléndidos, del escritor afgano Khaled Hosseini. O los ensayos de reputados periodistas españoles como Mònica Bernabé y su Afganistán: crónica de una ficción, a la que también puedes seguir en Twitter.
Investiga, después, qué cosas puedes hacer tú para ayudar. Hay varias organizaciones dedicadas a dar respuesta humanitaria a los refugiados o ayudar económicamente a Rukhsana Media, un medio de comunicación independiente formado por un grupo de reporteras afganas que dan voz a las historias de las mujeres de su país mientras se estrecha el cerco de los talibanes contra ellas. Salvemos nuestra empatía, que agoniza junto a esas otras tragedias que nos parecen tan lejanas. Perderla será nuestra íntima tragedia.
LAILA MUHARRAM
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