El día que Esme vino a proponerme asistir como acompañante a su renovación de las promesas del Bautismo, le respondí con un rotundo NO, ignorando, la explosiva humanidad que un acto tan simple puede encerrar. Por tres veces más me lo dijo y tres veces más me negué y esa sinrazón temporal mía, estuvo a punto de costarme la extraordinaria visión de un puñado de personas, espíritus vigorosos, para las que cualquier pequeño acontecimiento de este tipo es motivo de gozosa celebración.
Cuando leí el título del guión de la celebración, “Renovación de las promesas del Bautismo”, pensé que debía ser algo así como darse unos baños, o refrescarse la cara en la pila de agua bendita, incluso pensé que podría ser beber de un botijo. Me dije: “¡Otro acto coñazo!”; aunque, en un momento de debilidad, me rondó por la cabeza aceptar el ofrecimiento de mi mujer, sólo por quedar bien con ella.
Encontré la excusa perfecta cuando Esme me pidió que le ayudara con la bandeja de sandwiches, las servilletas y los vasos que tenía que llevar para confraternizar después de la celebración. Al ver sus manos cargadas de carpetas y su cara fatigada por el trabajo y por la falta de sueño, su petición me pareció razonable. Cuando llegué, ya había algunas mujeres en la salita que haría las veces de comedor distribuyendo por las mesas las diferentes viandas que habían traído preparadas de sus casas. Coloqué la bandeja donde me indicaron y observé distraídamente sus caras. Realmente estaban disfrutando con lo que hacían, su risa era tan franca, había tanto cariño en sus manos cuidadosas, en sus ojos, inundados de deseos de dar, de ayudar… Por eso decidí quedarme.
Nunca había estado antes en la capilla pequeña. Dispone de lo esencial, sin alardes ni florituras, Cristo en la cruz, el altar, un atril, algunos bancos y un radiador.
La celebración transcurrió con extrema sencillez, cánticos voluntariosos, lecturas, homilía, todo se iba desarrollando con fluidez y armonía. De pronto, según transcurría el rito de la luz y mientras Prieto, Carmen, Ángela, Emilia, Antonio, Pilar, Santos, Justina, Juan y Esmeralda, desfilaban para recoger cada uno su vela encendida, como si Dios nos hubiera puesto de acuerdo, aquel grupillo de personas y sus acompañantes quedó encendido en mi retina. Seguramente aquella buena gente, tendría en sus casas una maleta cargada de problemas y el armario lleno de dolores, pero sus caras, sus movimientos, reflejaban tanto bienestar y tanto sosiego, la expresión de sus rostros era tan sincera, que una llamarada silenciosa de calor invadió mi cuerpo. Luego, cuando todo terminó, seguí mirando embobado cómo todos se felicitaban, bromeaban y hasta hablaban de haber pasado nervios. Yo miraba de pie desde el último banco y, por algún misterio que no acertaba a comprender, se me revelaban con absoluta claridad, sus almas limpias y sus cuerpos transparentes.
El “piscolabis”, fue una prolongación más del ambiente festivo que hubo en la capilla. Todo el mundo reía y gastaba bromas inofensivas, se ofrecían unos a otros los aperitivos allí expuestos, se pasaban las bandejas y los platos para que todos probaran de todo. Al acabar, el mismo deseo que hubo en todos de ayudar a preparar, lo había para recoger y dejar limpio el lugar.
Desde luego el vino debió subírseme a la cabeza porque me fui de allí pensando que la Iglesia está muy bien para rezar, para cumplir con tus ritos cristianos, pero si alguien quiere encontrarse un ratito con Dios, no tiene más que estar con estas personas. Y como dice Amalia, la monja de San Jaime, siempre que acude a algún acto o celebración en la Parroquia, a todo aquél que me pregunte le diré: “Sí, ha estado muy bien”, y volveré a repetir: “Sí, todo ha sido muy bonito”.
Felipe Iglesias Serrano