GUILLERMO ALONSO MENCHERO.
La ventana estaba más fría que de costumbre. El exterior, inhóspito, prometía una infinidad de posibilidades a cada cual más inhumana, más atroz. Debía hallar motivos para hacer de aquel día algo significativo, pero las palabras se acumulaban en el fondo de la garganta, creando una masa de sinsentidos y una comunicación limitada y desconectada de la Realidad. Aquella ventana era su escudo, la barrera impenetrable tras la que se refugiaba de todo lo que le hacía uno más. Había aprendido a vivir aislado.
Era incapaz de recordar su vida ahí fuera. El deterioro social había sido progresivo pero constante, como una fuerza implacable que abrazó su espíritu hasta apagar por completo las ganas de ser y no ser, vivir y morir. El grueso cristal prometía una quietud que jamás encontraría en un mundo que no había sido hecho para él. Un rectángulo perfecto, un marco que acotaba todo aquello que podía llegar a existir. Desde aquel lado de la ventana no había necesidad de hablar, uno no tenía que definir con etiquetas vacías la Realidad, porque lo real tan solo estaba dentro, sin más ventanas que la suya, sin más cielo que el observable, sin miedo a errar a la hora de utilizar un término fuera de lugar.
Esa mañana la ventana estaba más fría que de costumbre. Pero allí donde su vista se posara veía algo que no debía estar ahí. Un pájaro alzando el vuelo, un coche mal aparcado, una pareja paseando, la copa de un árbol danzando a merced del viento; una ventana que protegía a un rostro cansado.
Le resultó imposible distinguir los detalles, solo una figura quieta, apenas un contorno que se fundía en la luz gris del exterior. Algo en su postura le resultaba familiar. Inclinó ligeramente la cabeza. Al otro lado, la figura hizo lo mismo. Frunció el ceño. La silueta también. No podía ser un reflejo —las ventanas no estaban alineadas de ese modo—, pero cada uno de sus movimientos se replicaba con una precisión inquietante.
El microcosmos que había logrado construir venido abajo ahora por apenas un espejismo; un fragmento de luz y movimiento donde no debería haber nada, una grieta en la calma que tanto le había costado levantar. Aquellos movimientos se confundían en la distancia, la mirada vidriosa escondía el llanto que pronto brotó de sus ojos. La otra ventana su espejo, aquella habitación su condena.
Una irrefrenable necesidad de hablar se apoderó de él. Debía, por encima de todas las cosas, expresar aquello que estaba viendo. Había perdido la práctica. Las palabras, torpes y esquivas, parecían deshacerse antes de llegar a la boca. Pero sabía que al otro lado de la otra ventana algo estaba a punto de ser pronunciado. No sería mucho, pero aquellas serían las palabras más importantes jamás enunciadas a ese lado de la ventana.
“Soy, estoy”, dijo sin dudar.