ANA POZO MOHEDANO.
Acomodados en el plumier reposan, entre otros utensilios. Al abrir la tapa, que se desplaza por las dos ranuras laterales, con ganas de salir y escribir historias que al oído tú le cuentas, están el borrador y un lapicero.
Me encanta cuando están nuevos: el tacto, el olor a madera, sus aristas, los de forma redondeada, el sonido que emiten al escribir; cómo se deslizarán por el papel, como si en patines viajaran, dando vida a las palabras, desfilando una tras otra. Y mis primeros garabatos.
En mi colección los hay de todo tipo: de lunares, de rayas, tornasolados, con ilustraciones de algún cuento, recuerdo de celebraciones, de mis viajes y de los tuyos. Ahora también los que aprendí a decorar.
—¿Me acompañas? —le dijo esta mañana el regordete borrador.
El desgarbado lapicero le preguntó:
—¿Dónde iremos?
—A ver la vida —le contestó el borrador
—¿Y si no es buena idea? —le dijo el lápiz.
—Ponte tus mejores galas y camina delante de mí: te acompañaré, me acompañarás. Si descarrilas, te daré mi mano, y tú la tuya me darás a mí. Si te equivocas podremos cambiar por el camino. Y volver a intentar… —explicaba el borrador.
—¿Así de fácil? —Dubitativo, pero muy atento, se mostraba el lapicero.
—Yo te ayudo a borrar, a cambiar, y tú a mí a dibujar nuevos bocetos… Y volver a intentar. —Y salieron juntos.
—Pues entonces, viaja a través de mí —le dijo el desgarbado lapicero—. Escribiré tu historia y tú cambiarás los incomodos extravíos.