Uno de los pocos efectos colaterales positivos de la crisis provocada por la pandemia de COVID-19 ha sido sin duda el “redescubrimiento” por buena parte de la población del comercio de barrio, que venía sufriendo de un abandono creciente por culpa de los cada vez más deshumanizados hábitos de consumo y de vida a los que nos han acostumbrado.
Me explico: tal y como está organizada nuestra sociedad, la mayoría de la población solo contamos para producir y consumir, y en ese escenario interesa que la dinámica “trabajo-consumo-reposo” sea lo mas fluida posible, sin nada que la estorbe. Así que los nuevos barrios que se han ido construyendo son monótonas sucesiones de edificios como fortalezas, cerrados y vigilados, orientados hacia adentro con su jardín y su piscina, pero en medio de la nada y sin locales comerciales, porque no se espera que hagamos “vida de barrio”. Eso sí, todos tienen garaje para que podamos ir directos al centro comercial, donde se pretende que pasemos la mayor parte de nuestro tiempo de ocio, consumiendo sin salir de las instalaciones: allí podemos ir al gimnasio, comer, luego hacer la compra, dejarla en el maletero, tomar una caña, meternos al cine, y después a casita a dormir, que al día siguiente hay que trabajar.
Es cierto que nuestros barrios, más antiguos y con más vida, aún oponían resistencia a dicha dinámica, pero también que las grandes superficies te lo ponen tan fácil (horarios más amplios compatibles con nuestras jornadas laborales, todos los productos a nuestra disposición en un mismo lugar) que al final todo el mundo en mayor o menor medida acababa “picando”. Y mientras, los comercios del barrio en retroceso, dado que así es muy difícil competir.
Pero llegó la pandemia, con ella las limitaciones, y al tener que “tirar” de lo que teníamos más a mano muchos vecinos han podido volver a experimentar los puntos fuertes del comercio de barrio: trato cercano, dependientes especializados que te pueden aconsejar mejor, precios más interesantes “sabiendo comprar”, mayor calidad del género… Y en fin, el “plus” tan especial de descubrir que la mayoría de estos comercios cuenta al menos con un producto maravilloso que solo vas a encontrar ahí, ya sea el jamón ibérico alucinante que le traen de Extremadura a esa tienda de alimentación pequeñita de tu calle, las increíbles tartas de queso caseras que hace el panadero de la esquina o las chulísimas deportivas vintage de esa zapatería tan pequeñita, que al ser de otra temporada salen además tiradas de precio.
Como veis, sobran las razones… Y vuelvo a la idea del principio: la vida es más que producir y consumir, y nuestros barrios son más que el lugar donde se ubican nuestras casas. Yo lo tengo claro: compro en comercios locales. ¿Y tú?
Roberto Blanco Tomás