Primero te despierta tu madre para que vayas al colegio. Pero eso de salir pronto de la cama no va contigo, y terminas teniendo que desayunar y vestirte corriendo, los días que no coges un bollo y lo vas devorando por el camino. Llegar a clase y a esperar la hora del recreo. Después, en casa a estudiar. Si no es estudiar, son los deberes. Interminables ejercicios de múltiples asignaturas. El escaso hueco de tu agenda para apuntarlos da fe. Le peor no es que te tires hasta tarde escribiendo en el cuaderno: lo peor es que le dices a mamá y papá que, por favor, te echen una mano, que esta noche quieres dormir pronto.
Después la ESO, Bachillerato, donde la nota de los cursos hace media con selectividad. Selectividad, bendita palabra. La cama sigue siendo tu lugar favorito del mundo, mientras que la importancia del desayuno decae. Llegas a casa y los deberes te siguen esperando. Y, claro, los maravillosos exámenes. Tienes que estudiar, te dicen, que si no, no llegarás a nada. Papá y mamá ya no te pueden ayudar a hacer los trabajos, pero les pides consejo a tus amigos, y la luz del flexo, poco a poco, se convierte en tu nueva luna.
Pasas selectividad y entras en la universidad, y le dices adiós al tiempo. Deberes, trabajos individuales y en grupo, exposiciones, parciales, exámenes finales… Todo lo que se te ocurra. Terminas cogiendo los apuntes y llevándotelos a la cama para estar un poco con ella, que la tienes abandonada.
Finalmente consigues trabajo, muchas horas por poco dinero. Pero bueno, ya conseguirás cosas mejores. Pasan los años y aparece alguien en tu vida, te casas y tienes hijos. Llegas del trabajo, de ése en el que te siguen pagando poco, y tienes que coger papel cebolla y ponerte a copiar un dibujo de una célula vegetal.
Mientras, cuando eras pequeño, fuiste a kárate, música o ballet. Después creciste y te apuntaste a inglés, luego alemán o francés, que nunca está de más saber idiomas. El carnet de conducir y el de moto, por si acaso. Y, durante todo este tiempo, intentas salir, quedar con tus amigos, dar besos, enamorarte, ir al cine, de museos, pasar la tarde en la calle sin sentirte demasiado culpable porque no estás estudiando y tienes examen mañana.
Pero llega un momento, entre todo eso, que te paras, te sientas en el sofá, cierras los ojos y respiras. No hay nadie en casa, y piensas. Piensas sobre ti, sobre tu vida, todas esas cosas que tienes que hacer, y te das cuenta de que te falta el tiempo. “¿Qué han hecho con él?”, te preguntas, pero la respuesta parece difusa. No eres tú el que lo pierde: es el día, que no tiene suficientes horas. Sonríes. Quizá deberías haber pasado menos tiempo encerrado en tu habitación abrazando los apuntes, quizá perder alguna tarde paseando no ha estado del todo mal. Quizá podías haber quedado más días con tus amigos de cuarto de la ESO antes de cambiarte de instituto. Quizá hay tiempo para todo; quizá el que te ha robado el tiempo has sido tú.
MARÍA MASCARAQUE RUBIO