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Nada más encender las luces del almacén y repartir el trabajo diario, subí, con la sangre dormida, a la oficina para entregar la correspondencia y los periódicos que recojo en el buzón verde chillón, ubicado en el solitario muelle de mercancías, con la llave rota.

Las chicas ya estaban en sus mesas de trabajo, sus caras pálidas como la clara de huevo, por el madrugón. Carmela apenas podía articular un buenos días, lo más que pude oír de ella fue algo parecido al canto del delfín mular. Le resultaba imposible abrir los ojos por el sueño y soñaba con que el balanceo de sus pestañas sobre su adormilada mirada, la despertaría, sin resultado positivo. Esa piel de esfinge de Ana, la turbada quietud de sus ojos de granito le da un toque de misteriosa frialdad a su persona. Cristi es el oasis. Según vas acercándote a su mesa, ya te invade el aroma fresco de los juncos del río. Te sientes vivir, hasta los objetos cobran vida de forma natural a su lado. Es la amiga que todos queremos tener, que sabe “estar” siempre. Sus ojos, son para mis ojos, montañas rebosantes de luz eterna. Rosa, la madre de Irene, la inquebrantable luchadora, siempre a punto de desmoronarse, pero que siempre está ahí, con un velo de vacilante angustia en su voz y una honda en movimiento en su mirada, lanzada contra mis ojos salvadores que me aclaran diariamente el alma. Isa no ha cambiado, sigue siendo la niña que conocí, con una voluntad brutal para impedir que su vida derive, aunque no pueda evitar que sus ojos te miren desde un naufragio. En los ojos negros de Rosi “el cominito”, hay una pizca de olvido, brilla la cálida indulgencia y la disculpa de sus diecisiete años, por eso nunca nos hartamos de sus dar las gracias y pedir perdón a todo el mundo, por estar llegando tarde todos los días. Se la quiere tanto que todas las chicas de oficina me pidieron que le escribiera una carta, para ver si podíamos conseguir que no faltara tanto ni llegara tan tarde al trabajo. Fue inútil, cuatro meses después fue despedida. El testimonio escrito lo guarda Débora en su carpeta personal, llena con un montón de dibujos de noches soñadas. Para Debi, Rosi simbolizaba esa inocencia, el candor fronterizo que ella estaba a punto de dejar atrás para siempre.

Distrtio17

Rosi:

Esta carta es la de un desesperado. En cada letra hay uno de mis huesos, en cada palabra un latido, un latido de esa sangre negra que fluye por mi rotulador, que quiere formar una frase emocionante, un conjunto de sentimientos sobre el papel.

         No estoy cuerdo para hablar de ti como yo quisiera. Noto en mi mano la falta de serenidad que necesito para transmitirte ese inmenso afecto que siento por tu personilla.

         Me dicen que te vas de la fábrica porque tienes sueño; o que te obligan a irte, qué más da. Porque de todas maneras, ¿qué haremos nosotros sin ti?

         ¿Dónde buscaré yo mi sosiego?, ese consuelo anti-estrés de verte bostezar inadvertidamente, cómo te tiemblan las manos al hacerlo, como se estremece tu cuerpo de duende.

         Y me dicen que te vas porque duermes divinamente.

         ¿No has visto las caras de Isa, Rosa, Debí, Ana, Carmen, Cristi?. Es tan grande el cariño que sienten por ti, que ya están doliéndoles los ojos antes de llorar tu ausencia. Te quieren tanto y te piden tan poco… un sacrificio así de pequeñín mira: ¡NO LLEGAR TARDE! Nada si lo comparas con la inmensidad del océano. Y en un océano de lágrimas ahogaré yo mis penas si no vuelvo a verte Rosi, te queremos como persona, así que deja de ser un lirón.

         No me pidas imposibles.

         Tú, que has visto cien veces “La bella durmiente”, y que aprendiste de esos personajes a vivir un sueño profundo, no me pidas que te dé el beso del príncipe para despertarte. Tú que haces que todos los ruidos duerman en ti suspendidos de tu propio sueño.

         A mí, que te he visto correr jadeante por el pasillo de la oficina para llegar pronto a tu mesa y repetir continuamente, a la carrera, el estribillo de siempre: ¡ya llego tarde!, ¡ya llego tarde!… No me pidas algo inalcanzable. “cominito”.

         Sin embargo “comino”, soy capaz de hablar con la luna y decirle que baje todas las noches hasta tu ventana a acariciar con su cuerpo redondo tu ombligo de plata para sacarte de tu letargo sobre las seis y treinta de la mañana.

         Rosi, no me abandones, soy tu amigo, un río oscuro que viene de ayer, desplazándose a su cita misteriosa, suprema del día: tu juventud.

La carta finalizaba así, firmada por todos.

¿Y Débora?, pregunte con un torpe temblor al ver su silla vacía

-¿Pero, no te has enterado?, me contesta Isabel. Ayer sufrió dos lipotimias casi seguidas cuando llevaba los papeles al abogado de la empresa. El calor, dijo el médico, pero yo pienso, aunque me equivoque, que fue un ataque de amor.

Me quede como el rebeco, la esfinge calavera, el Pito real, Pardela cenicienta…. Ese día no volví a preguntar ni a saber más de ella. Vagaba como una sombra pensativa por los pasillos del almacén. A las preguntas de las chicas sobre si me pasaba algo, contestaba con evasivas o con un silencio prendido en mis labios. Me sentía como un tallo tierno que se diluye cegadoramente por dentro.

Al día siguiente subí como siempre la correspondencia. Débora estaba aliñando sus ojos, intentaba eliminar restos de lágrimas embalsamadas de quien sabe cuánto tiempo. Ni así afeaban su cara de gacelilla asustada. En sus cuencas todavía se podía apreciar las secuelas de una erupción pasional. Había tanto desorden en su cuerpo, tal desastre en su ropa y una actitud tan de desamparo, de soledad futura en su dulce mirada, que sin dudarlo me acerqué tropezando con todos los cables de computadoras que salían a mi encuentro, sin apartar la vista de ella. Me dijo que no había dormido muy bien, que tenía mala cara. Note un leve azoramiento en su voz y un sutil temblor en el contacto de nuestras mejillas, al darnos dos besos de buenos días. Sus ojos estaban tan encendidos como la luz rojiza de las horas perseguidas de un atardecer. La miré y sin desviar mis ojos de los suyos, le dije, ese día en que me contaste que no habías dormido muy bien, que tenías mala cara, vi tus ojos ardiendo como el orujo, tu piel brillaba igual que el espejismo de una duna inexistente. Eras la arena irreal de un cauce seco. Atrancándome en cada palabra, acerté a decirle- El chico que quieras que te quiera se sentirá bien contigo y al ver tus ojos, arderán los suyos con anhelo. Nunca te dejará sola. Tal vez eso es amor. Y ahora cuéntame que te paso, ¿estás enferma?, le dije atropelladamente, pues yo también me encontraba pelín nervioso, notaba dentro de mí su tembloroso estado. Débora mostró alivio al oírme, contuvo el aliento y susurro para sí, pero también para que yo la oyera, una especie de cántico alado: Nada malo puede sucederme ya, ¿qué más podría sucederme?, me contesto con gesto de persona que sueña. Interprete por su cara que deseaba contármelo todo. No creo que la importará en ese momento quien fuera su interlocutor, necesitaba desesperadamente confiarse a alguien. ¿Qué quimeras crecen en sus ojos? Su mirada me buscaba y me envolvía suavemente.

-Nos vemos en el desayuno, me dijo tras un breve y pesado silencio y con una exaltada complicidad, me cogió del brazo. Asentí con esforzado cansancio y con un tierno rictus di media vuelta llevándome conmigo mi cuerpo anémico.

La vida se empeña en golpear a los más nobles, inocentes e inofensivos seres humanos. Débora, una niña de veintitrés años con cuerpo de mujer, había sido llevada hasta un precipicio y obligada a asomarse a él para que leyera en el borde de sus venerables riscos su propia vida resumida en una palabra esculpida en piedra: soledad. Soledad, sí, pero soledad indómita. El miedo se apoderó de ella y ese pánico infinito a estar sola triplicó su falsa alegría exterior para con los demás. A fuerza de risas encubridoras y a llantos inocentes, más bien gimoteos de niña que no quiere dejar de serlo, aparecía ante sus amigos, como el alma de la reunión, o de la fiesta. Bastaba una palabra distraída de alguien, una mirada ruborizante, cualquier nimiedad que le recordara que existe una cosa llamada amor y se le nublaba la poca chispa que retenían sus ojos, que se fundían con la oscuridad de cualquier rincón que encontraba, hasta parecer ciénagas misteriosas. Luego sacaba fuerzas de flaqueza y volvía a “arrimarse” otra vez a todos, ilusionante, porque en las visiones hay una fuerza capaz de vencer las cosas materiales

El “Rico” estaba atestado de gente, como todas las mañanas a esa hora. Oficinistas, mecánicos, ejecutivos… todos se confundían y mezclaban en la barra y sentados en las pocas mesas diseminadas por  la cafetería. Víctor servía desayunos con inusitada rapidez, sus manos agilizaban los pedidos de los clientes y entre tostadas y cafés, tenía para todos una frase amable producto del conocimiento personal diario.

Débora estaba sentada junto a Isabel, en la última mesa del bar, que daba paso al restaurante. Sus ojos de niña grande, barrían limpiamente la puerta, buscando entre el murmullo de voces un recuerdo, algo vivo que acelerara su sangre, pero su cabeza estaba en otro lado porque ni siquiera me vio llegar hasta que estuve encima. Me detuve un instante en la barra para mirarla, antes de hacerme visible. Débora tenía una pose natural que para quien no la conociera, le parecería estudiada, lanzaba su cabeza hacia atrás y agitaba el pelo a ambos lados, endurecía su mirada de cara al cielo y acorazaba su cuerpo en un intento de ser mayor, sin darse cuenta que en esos torpes movimientos se delataba la niña adulta. Era como si ese choque brutal entre la inocencia y la vida real, aterrizara de golpe en la esencia del alma humana y hubiera palpado el amor y la soledad devastándolo todo con recogimiento. Ella trataba de cauterizar sus heridas con su fría apariencia, pero luego todo se desmoronaba en cuanto creía intuir un atisbo de amistad y en su afán desesperado por no saberse querida, sola, precipitaba todos sus deseos, con esa claridad de niña impetuosa y con el consiguiente miedo del otro. Se esforzaba por mirar con ojo interrogadores, nervios de agua, incluso parecía meditar sobre sus cambiantes estados de ánimo, pero sus ojos permanecían hundidos y tardarían en volver a alzarse. Es tiempo de recordar decía mirándose al espejo y se culpaba de quererle todavía más que a un sueño. Era la imagen viva de un montón de noches soñando.

-¿Hombre, hombre, ya te echaba de menos corazón, creía que no ibas a venir?, me dijo agitando sus cadenas y anillos en otro tiempo felices en su mano y su voz vibró en el silencio sepultado de aquel rincón, aislado de las otras voces. El griterío y las risas se deslizaban abruptamente hacia donde estábamos, pero no penetraba en nosotros.

De repente me sentía muy cansado y más que sentarme me derrumbe en la silla, oía una musiquilla procedente de la calle, una tonada parecida a las que tocan en la entrada de las puertas del cielo. Alguien rasgaba las cuerdas de una guitarra, pero más que cantar, profería un lamento de despedida. A veces el grito de un hola o un adiós, puede hacer temblar nuestros oídos. La canción hablaba de una mujer que vive en un mundo hostil y lo único que desea es poder tener a alguien a su lado y que le diga que todo irá bien, que siente la necesidad de amarla.

Dentro, continuaba la algarabía, platos y tazas chocaban entre si y en el mostrador, milagrosamente sin romperse. Las risas volaban, chistes baratos, todos de contenido sexual, abarataban las palabras. Las palabras salían de mi boca lentamente, dominadas por el sueño. Sonaban como el eco de un recodo sombrío. Los ojos de Débora, otros días risueños, brillantes de deseo, permanecían famélicos, enterrados bajo su mirada exhausta. Isabel a su lado, se agarraba a ella con una fuerza desconocida, sin hablar, en apacible espera.

Que pena tan honda me da, a veces, de ser mujer, comenzó Débora, que seguía con su cara de niña grande y sus palabras, tibias a ráfagas, fluían como bandadas de letras, clamando y declamando el roce vivo con la honorable tierra, -ves estos anillos y estas pulseras, dijo mostrándome uno de sus brazos- fueron unos regalos suyos.

Ahora hace ya un año que paso todo. Y según hablaba, su voz parecía adentrarse en una caverna hueca llena de temores y espectros. Yo la escuchaba atentamente, sin dejar de observarla, mientras su manecita acariciaba con dulzura la taza de café. Isabel nos miraba sin hablar. Al adentrarse más y más en la historia, sus pómulos destellaban con la fuerza y el color intenso de dos gemas auténticas, mostrando a mis ojos, todo su piadoso interior, la bondad del día. Su cuerpo hablaba lo que su voz no se atrevía, delataba viva pasión al hablar de él. Acariciaba su nombre con los ojos, sus gestos eran vibrantes punzadas dolorosas que parecían salirle del alma. No podía estarse quieta, pero la silla se movía como si escuchara también su historia. Tan pronto se reía al recordar, como estaba a punto de echarse a llorar o de fragmentarse en mil pedazos. En su nerviosismo amoroso, controlaba tardamente sus movimientos. Débora suspiro y la cafetería se oscureció con su siguiente latido.

La primera oleada de personas de las diez treinta, poco a poco desaparecían. Se hizo un pesado silencio en la cafetería, solo se escuchaba la voz del viento en la calle, dentro, el aire estaba cargado de humos, tan espesos, que podían tocarse. Débora prosiguió su relato, procuraba no alterarse.

-Le conocí durante unas vacaciones en Cádiz. Nos hicimos amigos enseguida. Y tonteando, pasamos así dos años. Un día nos miramos sin reírnos, nos miramos a los ojos, bueno, la verdad es que yo no veía nada de lo nerviosa que estaba, solo recuerdo que el aire estaba inflamado y el eco invisible de mi voz, de su voz, al hablarnos Este anillo es el de compromiso, todavía lo llevo y ya ha pasado un año, un año repitió, y balanceo su mano ante mis ojos mientras jugaba a sacárselo del dedo. Todo iba muy bien, habíamos fijado la fecha de la boda y ya discutíamos la lista de invitados… No sé qué pasó, por más vueltas que le doy, no encuentro explicación… Débora tenso su voz, vi que se ahogaba y le pase el vaso de agua y entonces me di cuenta de que apenas había probado bocado del desayuno. La tostada comenzaba a arrugarse, aunque aún seguía oliendo a plancha reciente, al café le faltaba un sorbo de pajarillo. Bebió el agua, se puso la mano en el pecho y dijo, ¡ya!, con un oleaje de duda, asaltada por la pasión sumergida del que espera. Las tazas y los vasos se hacían guiños entre ellos, parecían morder su propia sombra sobre la mesa en penumbra, para auparse, en un deseo imposible de acercarse a los labios de su protagonista y escuchar más y mejor.

En ese momento me pareció más serena, como si acabara de pasar un mal rato, el recuerdo de él, le había dejado sin fuerzas, pero el agua la reanimó y continuó su historia.

-Una semana antes se presentó en mi casa y me soltó de sopetón:

-Debí, no puedo casarme contigo. He llegado yo solito al convencimiento de que sería incapaz de hacerte todo lo feliz que mereces ser y como creo que me resultaría imposible conseguirlo, me retiro. No puedo casarme contigo ni ahora ni nunca. Y yo me quedé allí como una idiota, incapaz de articular palabra, mientras él se iba de rositas. Solo yo sé bien el hartazón que me di a llorar, ese día, el siguiente y muchos más. Bebía mucha agua para hacer brotar las lágrimas, porque ya estaba seca por el llanto y ver el líquido resbalando por mi cara, me consolaba. Las noches que pase en vela, nadie lo sabe, preguntándome siempre lo mismo, ¿por qué? Nada puede ser más doloroso que verte impedida de hacer, solucionar algo que ni siquiera puedes entender. Los días eran noches en mis ojos, mi cara, baños salados de lágrimas pegadas al rostro, que variaban mi semblante. El sueño me perseguía, pero enseguida despertaba sobresaltada con la misma frase repetida: “me duele hasta morirme”. A veces pensaba que mi vida transcurría sin mí. Mi sobrina Irene al besarme como saludo, me decía, tía sabes a sal espesa. Pero de puertas para afuera no me descompuse. Los míos trataban de ayudarme a conseguir que mi vida, mi salud, no se resintiera ni sufriera especiales altibajos y aunque comía poco y nada y lloraba mucho, ningún vecino o amigo, podrá decir que me ha visto flaquear. Él en cambio se paseaba ante la puerta de mi casa, con sus amigos, sin esconderse, con las cuencas de sus ojos como el interior de dos cántaros vacíos. Su aspecto huesudo, con barba de varios días, era de un romanticismo desolador. Para todo el mundo yo era la mala, la culpable de la ruptura con un buen muchacho. Era uno de esos momentos en que no sabes bien que hacer de tu  existencia y aprendí a ser más desconfiada y más humilde. El paso del tiempo y la ayuda familiar, sobre todo de mi hermana Rosa, me hizo mucho bien, pero después, cuando ya empezaba a sentir motivos de alegría por pequeñeces y a espabilar mi tristeza interior, animándome yo misma a disfrutar del murmullo familiar en las comidas, como sus amorosas voces tocaban las mías con la mirada, siempre pendientes del vuelo de la luz a mi alrededor. Entonces llegó él, yo no sé si queriendo, o sin quererlo tal vez, y me asestó un mazazo moral que me llevó al ostracismo  y al abandono personal más lastimero. Salía de compras o a pasear, no aceptaba ya que nadie viniera conmigo y soltaba unas llantinas impresionantes. Nada me importaba ya que me vieran llorar.

La cosa fue que traslado su domicilio de Cádiz a ¡dos pasos de mi casa!, de la casa de mis padres. Fue atroz, un revuelto de sentimientos circulaba por mis tripas. Le odiaba y al mismo tiempo no podía olvidarle. Casi todos los santos de los días me cruzaba con él y lo malo es que no podía evitarlo, ya fuera en la cafetería, en el Súper, o charlando en la panadería de MariLuismi. Los dos éramos amigos de ella Un día, no pude más y le llame, le dije que no podía soportar que viviera tan cerca, que me estaba haciendo mucho daño. Quedamos en vernos cerca de su casa, terreno neutral. Luego acordamos que fuera en su casa. Era la época en que moría la primavera y todas las flores, las hojas de los árboles, el mísero césped, hasta el aire estaba quieto, inmóvil, esperando la muerte de la estación. Por el camino lloraba sin sentido, no podía evitarlo se me escapaban las lágrimas a chorreones, las enjugaba con pañuelos de papel. Miles. Con los ojos anegados me presente en su portal. Debía estar horrible, pero no pensaba en ello. No paraba de llorar, siempre había un depósito de reserva en mis ojos mudos. Guarde la compostura como pude, me arregle la ropa, estire la falda en un acto mecánico y aunque mi desorden interior era enorme, fui valiente y me atreví a llamar al timbre de su puerta. Albergar esperanzas puede ser un arma de doble filo, sobre todo cuando te sientes totalmente indefensa. Él me recibió taciturno, el rostro muy apagado, con un aire incomunicativo. Si hubiera estado más oscuro, ni habría sentido su presencia. Mis nervios subían y bajaban por un tobogán pensando que me jugaba a una carta poder acabar con mi soledad para siempre y me descompuse del todo cuando vi enmarcado en el salón el anillo de compromiso. Me pillo tan… ¡así!, que en ese momento ya no supe para donde mirar. Él estaba  postrado, sin hablar y yo no supe reaccionar. El corazón se me aceleraba por momentos, la esperanza respondona, supongo. Nos sentamos en el sofá sin mirarnos, sin hablarnos. Durante un buen rato nada pudo salir de mi boca, silencio y estupor. Los dos vacilamos a la hora de hablar y en ese vacío de palabras, gasas descendidas sellaron las heridas de nuestros mudos labios y ahí acabó todo.

-¿Qué si él fue cobarde?, no lo supe entonces y ahora tampoco. Y yo me comporte como una niña…

Débora entornó los ojos y miró hacia el suelo jugueteando con el vaso de agua. Comprendí que no deseaba seguir hablando, pero me equivoque. En su exacerbado optimismo se obligaba a ser positiva y hasta del dolor más terrible que existe, el de corazón, seguido del alma, extraía cosas buenas. Así era ella, así la conocí yo, la feliz Débora, la que preñaba de alegría todo a su alrededor, con su torpeza, como una cría conmovedora. Y es que verdaderamente había una parte de ella que seguía siendo niña.

El desayuno tocaba a su fin, llevamos los platos y vasos hasta la barra para facilitar el trabajo a Víctor y salimos fuera. La calle estaba plana, ni un seto, ni un arbusto, ni un árbol recto, ni tan siquiera la mancha de un cerro alrededor, solo un hervidero de coches y bloques de casas que desprendían un hálito de tristeza, de vez en cuando nos cruzábamos con alguna ensoñadora figurilla humana. El calor de agua parecía apretar los edificios entre sí a la vez que un Sol pintado por Van Gogh, castigaba nuestras caras y el asfalto sucio. El cielo púrpura goteaba sobre el césped estremecido, entre el clamor del viento y un “sirimiri” nostálgico.

-Pero ya ves, la vida sigue y hay que vivir. No estoy sola, tengo amigos, tengo a mi familia…

-No acabo, se puso a llorar con el atrevimiento de quien no le importa nada ni que la vean, que lo ha perdido todo y que nunca va a poder olvidar. Isabel y yo acompasábamos el ritmo de sus pasos achaparrados, sin hablar.

De trecho en trecho, le sobrevenía un ligero desmayo al pensar en lo turbio que puede llegar a ser el corazón. Cavaba zanjas con el pensamiento. Sus ojos eran tan hondos y oscuros que nunca parecían salir de esa hondonada de melancolía que desprendía su cuerpo.

Felipe Iglesias Serrano 

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