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María aprende a leer

La Santa Ana enseñando a leer a la Virgen (Museo del Prado), de Murillo, me interesa más que sus Inmaculadas voladoras, iconografía mariana impuesta tras Trento. Por la cotidianeidad de la escena (olvidados los angelitos, aunque antaño hubiera mayor tráfico aéreo celestial), por la niña lectora, porque la enseñe otra mujer y porque madre e hija olviden la cesta de costura en favor de las letras, muy al contrario de las pretensiones del don Pedro de No hay burlas en el amor, de Calderón: “Más remediárelo yo. / Aquí el estudio acabó, / aquí dio fin la poesía. / Libro en casa no ha de ver/ de latín que yo no alcance; / unas Horas en romance / le bastan a una mujer. / Bordar, labrar y coser / sepa solo; deja al hombre / el estudio”.

Tal machirulada se aviene con las del dominico (¿o demonico?) Antonio de Espinosa: “Y así como arriba te avisé que al hijo le muestres leer y escrebir, así a la hija te lo vedo porque cosas hay que son perfección en el varón, como tener barbas, que serían imperfección en la mujer”. Por su parte, Pedro Sánchez, racionero de Toledo, recomendaba buscar “mujer que no sepa escrebir, y aun no la debría desechar porque no supiese leer”. Nada extraño, cuando fray Luis, paradójicamente, editor de Teresa de Jesús, encontrara perfección en las mujeres a buen recaudo en sus casas y con las bocas cerradas. Se ve que a la santa se le perdona la osadía de leer, incluso libros de caballerías en su juventud, y de emborronar papeles, por guiarle ojos y mano el gran escribidor celestial.

Y eso que, sin quererlo, la publicación de sus obras supusiera un acicate para que otras le pegaran a la pluma. De hecho, antes de 1590 escasean las escritoras, aunque lectoras debía de haber más de las que pensamos, ya que Juan de la Cueva nos presenta en El Infamador a dos que queman libros misóginos, adelantándose a la cultura de la cancelación, tan benditamente ejercida para otros pecados por la Inquisición. Por su parte, Ana Caro Mallén en Valor, agravio y mujer hace charlar a dos hombres sobre escritoras: “RIBETE: sólo en esto de poetas / hay notable novedad / por innumerables, / tanto que aún quieren poetizar/ las mujeres, y se atreven. TOMILLO: ¡Válgame Dios! Pues, ¿no fuera/ mejor coser e hilar? / ¿Mujeres poetas? RIBETE: Sí; / mas no es nuevo, pues están / Argentaria, Safo, Areta, / Blesilla y más de un millar / de modernas, que hoy a Italia /…”. Y cómo olvidar a las lectoras con las que se tropieza Don Quijote: Dorotea, Zoraida, Marcela, La Duquesa… No solo escribieron Mª de Zayas, Ana Caro o Leonor de la Cueva, pues entre 1500 y 1700 se documentan 500 firmas femeninas, entre las que no falta Valentina Pinelo, autora del Libro de las alabanças y excelencias de la gloriosa Santa Ana.

Que en el cuadro de Murillo una mujer enseñe a otra resulta de gran interés en una cultura más amiga de imágenes y fe ciega que de lectura y reflexión, y poco proclive a apoyar la ilustración femenina, aunque María con un libro en el momento de la Anunciación, Santa Ana, maestra de la Virgen, la sabia santa Catalina o mujeres lectoras en sepulcros no sean extrañas desde el siglo XIII. Al no citarse a santa Ana en los Evangelios, a partir del Concilio de Trento se evita su representación y la de su parentela, que difundiera el influencer medieval Jacobo de la Vorágine en su Leyenda Dorada, según la cual maridó tres veces y parió dos hermanastras de la Virgen: María Cleofás y María Salomé (con María Magdalena, las Tres Marías), madres de discípulos y primos de Cristo: Santiago el Menor, Judas Tadeo, Santiago el Mayor y san Juan Evangelista.

Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, en su Arte de la pintura, desaconseja representar a María leyendo porque “llegar exteriormente a tomar lección de su madre arguye imperfección y denota ignorancia de aquello  que se la da”. Poco caso hubo de hacerle Velázquez si fuera cierta su autoría de La educación de la Virgen (Universidad de Yale). Por algo a este plumillas, bastante heterodoxo, siempre le gustó el cuadro de Murillo, como le gusta santa Tais, única meretriz y mártir. Y amén, amén.

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