La ilusión, sinónimo de esperanza, de ganas de vivir, de proyectos, es ese tesoro que no se puede perder. No nos podemos permitir ese lujo. A cualquier edad.
Este último mes ha dado desánimo siquiera encender la tele o escuchar la radio. Hemos sentido cerca la tragedia. De tantas imágenes tremendas, entresaco un testimonio que me hizo reflexionar: un niño de Primaria manifestó en representación de sus compañeros: “necesitamos de nuevo tener ilusión”. ¡Qué triste que lo tenga que verbalizar un niño!
Los adultos tenemos la obligación inexcusable de intentar por todos los medios que los niños mantengan intacta la ilusión. Y hay tantos en España y en el resto del mundo a los que se les ha negado por catástrofes, guerras, miseria…
Cuando trabajaba para ellos, me encantaban sus ojos brillantes, sus sonrisas, sus expresiones de felicidad. Sobre todo, los más pequeños celebraban incluso una chuchería, un caramelo. Ya he contado alguna vez en este foro que mantuve muchos cursos el cajón de los premios: dulces, bolis y lápices chulos, gomas de borrar… tonterías que mis alumnos recibían con entusiasmo como gratificación por una respuesta positiva, un esfuerzo, un trabajo bien hecho, una colaboración o ayuda a algún compañero. Intenté fomentar no solo el aprovechamiento académico, sino los valores de compañerismo, respeto y solidaridad. ¿Qué ha sido de ellos en nuestra sociedad?
Aparecieron de nuevo después de la catástrofe, afortunadamente.
¿Y en la clase política? ¿Aparecieron también? Contesten ustedes mismos.
Me ha mandado una amiga un mensaje que viene a decir: “las manos que dan nunca permanecerán vacías”. Pero si esas manos dan disgustos, escándalos, tristezas, ¿qué pasará socialmente?
La paz se quiebra cuando falta el pan y la ilusión. Si no se ve un horizonte claro, un futuro esperanzador, si estamos cansados, asqueados, defraudados, nos sentimos timados, por algún lado la fisura acaba quebrando el entramado social.
Y para terminar les pongo una situación que me afecta personalmente y que me parece injusta, por no decir cabreante. Los funcionarios, jubilados y en activo, llevamos dos meses en vilo porque la mutualidad de funcionarios civiles del Estado, que nos da servicio sanitario y a la que directamente nos suscribieron cuando aprobamos las oposiciones, está en el aire con la asistencia médica de millón y medio de personas que sirven o han servido al Estado y, como en el caso de los profesores, realizando una labor social también. El concierto entre esta entidad estatal (depende del Ministerio de la Función Pública) y varias aseguradoras de salud no se renueva porque según el Gobierno las aseguradoras piden mucho y según las aseguradoras han tenido déficit (sobre lo que esperaban ganar e incluso pérdidas) y el Gobierno paga poco. Y en medio, los de siempre: trabajadores, a los que no se les regaló su puesto de trabajo, que han estado cotizando muchos años y que ahora, cuando más lo necesitan, se les deja en suspense, porque nadie nos quiere. Nos están quitando la ilusión de un justo reconocimiento y unos derechos que nos corresponden cuando, en justicia, tendrían que cuidarnos y no quitarnos la tranquilidad que necesitamos. Unos por otros, la casa sin barrer. Y digo yo: ¿qué necesidad hay de tantas reuniones, pérdidas de tiempo y marear la perdiz? ¿Por qué no se abordan los problemas desde el principio? ¿Para qué tantas incongruencias, incógnitas, movilizaciones? La culpa se reparte: dos no discuten si uno no quiere. Quien piensa en los ciudadanos y los defiende, lo hace por deber, por conciencia. Quien piensa solo en los rendimientos económicos, de votos o de prestigio, nos aboca a la falta de ilusión.
FOTO: PABLO RUIZ MASÍA