Ha llegado el verano, y con él un calor espantoso que quita el hambre e invita a la siesta. Los madrileños huimos despavoridos a las playas de Cai para quitarnos el bochorno a ritmo de Niña Pastori, que nos habla de patios y macetas, de nuestra hermosa herencia andalusí. En el mundo árabe, sin embargo, muchos no tienen acceso al mar, y con la llegada de la estación estival son los interiores de las casas los que se transforman.
Echo de menos mis veranos en Siria. Por entonces envidiaba a mis amigas con apartamentos en Benidorm que venían tostadas del sol en septiembre, mientras yo volvía más blanca que la leche. ¡Y qué calor! Mi familia me hospedaba donde podía, y no siempre eran los rincones más frescos de la casa. Nuestras vidas giraban en torno al aire acondicionado durante el día y junto al aparato antimosquitos eléctrico por las noches, que hacía un ruido espeluznante cuando los susodichos se acercaban a la inquietante luz.
Por eso, el mejor momento del día se daba tras la puesta de sol, cuando nos preparábamos para las visitas. Por fin mis primas y yo podíamos barrer las hojas que habían caído al patio, colocar las sillas en círculo, pasar el trapo a los pequeños taburetes de plástico donde depositar las tazas de café y sumergirme en los olores que venían de la cocina y en las canciones de Um Kulzum.
El verano era ese patio que bullía de vida con la llegada de los parientes: niños que gritan y corretean de un lado a otro, humo de cigarros, ruido de tacones que van y vienen, tazas y tazas de café que se acumulan en el fregadero. En ocasiones, especialmente en Ramadán, se preparaban auténticos banquetes y se repartían platos con warak inab, kebbe, macarrones y patatas fritas. A veces había tanta gente que te tocaba comer de pie y rezar para que no cayera nada al suelo.
Mientras sorteaba las preguntas incómodas (¿eres musulmana? ¿Vas a casarte con un musulmán? ¿Todavía no sabes árabe?), me concentraba en disfrutar de la comida y exponerme al acento local todo lo posible. Pero lo que más me gustaba era refrescarme con un buen plato de tabuleh y un vaso de airan.
El tabuleh es un entrante compuesto por bulgur, perejil, tomate natural, menta fresca, cebolla, aceite, zumo de limón y/o vinagre y sal. En ocasiones se echa comino, pimienta negra o incluso canela. En casa de mis primas se preparaba en cantidades tan ingentes que utilizaban barreños para almacenarlo y meterlo en la nevera. Se sabe que lo elaboraban ya en tiempos de los caldeos, en la zona entre el Tigris y el Éufrates, y que ha viajado por la dinastía omeya, pasando por varias regiones del Mediterráneo hasta llegar a Al-Ándalus.
El airan, por otro lado, es una bebida hecha con yogur, agua, ramitas de menta fresca, ajo, sal y dos o tres cubitos de hielo. Es una bebida clásica de los beduinos del Asia Menor y se suele ofrecer a los invitados nada más llegar para refrescarse del asfixiante calor del desierto. ¡Podéis encontrar las recetas fácilmente buscando en Internet si habéis decidido quedaros en Madrid este verano!
Yo por mi parte prepararé tabuleh y airan con esa melancolía pegajosa de los veranos que dejé en Siria, alegrándome de que cobrarán sentido con el tiempo y atesorándolos como lo mejor de aquellos años que ya no volverán.
LAILA MUHARRAM