Esa mañana Dios jugaba al golf con el Sol lanzándolo de una nube a otra o escondiéndolo durante un buen rato entre edificios grises y yo, ¡pobre de mí!, acababa de tener una de esas ideas que de vez en cuando se me ocurren. ¡Claro! Estaba totalmente cuerdo. Ni corto ni perezoso me encaminé hacia la mercería, la única mercería, enfrente de la Galería Comercial de La Ciudad de los Ángeles y entré con paso decidido, aunque después, cuando ya estaba dentro, me asaltaron las dudas. El mercero, muy educado, de manos refinadas, altísimo y calvo del todo me preguntó solícito qué deseaba, yo, muy dubitativo, le inquirí por el paradero de la pequeña tiendecita de costuras y bordados que ahora estaba cerrada con un cartelito en la puerta indicando su nueva dirección; él salió amablemente conmigo a la calle para indicarme el nuevo lugar de la tienda, entre la huevería y el taller de persianas. Le di las gracias muy efusivamente y me comprometí a mí mismo a comprarle, y en breve, algo. Efectivamente, la tiendecita, mucho más pequeña que la anterior, estaba justo en el sitio donde me había indicado; una mujer de cuarenta y pocos años, guapa y con acento argentino, me sonrió al verme y su sonrisa me dejó atrapado en el mar de líos y confusiones en el que me estaba metiendo; ¡menudo jolgorio interior tenía en la garganta!, estaba tan azorado que no acertaba a pedir lo que quería; la guapa argentina me ayudó muchísimo, se puede decir que casi hablaba por mí y poco a poco me fue sacando las palabras de dentro con mucho tacto y una sonrisa cada vez más amplia.
—No —me dijo sin dejar de sonreír ante lo inusual de la petición y de que fuera un hombre quien la hiciera—, es imposible lo que me pide —me decía musicalizando sus palabras, con el son de un suave tango—, para hacer lo que quiere necesitaría una máquina especial que vale más de 6.000 €, y no la tengo ni la puedo tener como puede ver.
Mientras hablaba hacía lo que podía para no rozar mi cuerpo, pues la tiendecilla es tan minúscula que apenas cabíamos los dos; yo empecé a cansarme de estar casi de puntillas para poder meter los pies dentro de aquel cuartucho; sin embargo, está tan abarrotado de telas y encajes, y huele tan bien a ropa limpia, que me resultaba acogedor y me daban ganas de quedarme y darme un revolcón yo solo con las telas.
—Pero —continuó la argentina con una mueca feliz y cierto tonillo divertido, pero respetuoso—, hay un sitio, más allá de la vía muerta del tren, pasando los polígonos de empresas, en Villaverde Alto, enfrente del INSS; es una tienda mucho más grande, su dueña es una señora muy amable y dispone de ese tipo de máquina que usted necesita. ¿Se lo repito? —Me dijo al verme tan embobado y confuso, pero fui yo mismo el que repitió sus indicaciones y, al salir, se despidió efusivamente de mí, sólo le faltó darme un beso en la cara por el buen rato que le había hecho pasar.
Me dirigí hacia allí con paso aturdido y hablando solo con mis pensamientos; nunca pensé que esto iba a resultar tan complicado. La vida tiene estas cosas, tienes una idea luminosa y ¡zas!, te plantan un flash de 1.500 voltios frente a tu cara. Para colmo, el sol estaba desaparecido y el campo de golf con algún montículo nuboso que antes era el cielo, se había convertido en una turba de amenazantes formas grisáceas con mechas negras, muy cercanas a la tierra. Goteaba y no eran gotas menudas, era como si las pelotas de golf se estuvieran cayendo, no todas juntas, sino poco a poco. Conseguí llegar a la parada sin apenas mojarme, casi toda el agua se la quedó la gorra y alguna salpicadura el tabardo gris pálido. Estuve haciendo regates con los pies para sortear el frío hasta que por fin llegó el autobús y me dejó en la parada más cercana a donde yo pensaba que podía estar la tienda, si es que la argentina me había indicado bien; y sí, lo había hecho, estaba exactamente en ese lugar.
El escaparate ya me dio escalofríos, en mi vida había visto uno más vacío, sólo se veían las cabezas de tres o cuatro máquinas de coser y, detrás del cristal y el mostrador de madera, una estatua de mujer. Llamé a la puerta con los nudillos, porque no vi el timbre por ningún lado y la estatua se movió. Puedo prometer que el ama de llaves de Rebeca de Hitchcock parecía más simpática. Me puse a explicarle el motivo de mi visita y lo que quería y cómo lo quería; se me atoraban las piernas, se me resecaba la lengua y ni yo mismo entendí una palabra de lo que dije. Lógicamente, un encargo de ese tipo y de un hombre… Yo me desvivía gesticulando con las manos, mientras ella seguía mi cháchara como si fuera la música de un acordeón; por fin levantó la mano y secó mi torrente de voz; durante unos segundos el silencio aleteó y rebotó en las paredes de la tienda vacía, donde solo cuatro telas de colores se encontraban perdidas en un estante solitario. De pronto empezó a hablar atropelladamente rápido y yo le dije que sí a todo para no parecer tonto; tuvo que repetirme tres veces lo mismo hasta que, por fin, sacando de mis pensamientos los árboles, la charca, las vías del tren y la línea del horizonte, por no hablar de los lobos, pude entender sus últimas palabras, que eran las que me repetía con más frecuencia.
—¿Me oye usted?, ¿me oye?; ¡la tela!, ¡la tela!, ¡tiene usted que traer la tela!
Su voz chillona rebotaba en mi cabeza y la anonadaba, pero me di cuenta de que también ella me indicaba otro sitio, otra dirección a la que podía ir andando desde allí, para luego volver a verla y volver a hablar de lo acordado, aunque yo no recordaba ningún acuerdo.
Al salir sentía mi cuerpo muy pesado, no conseguía quitarme de encima tantas palabras con tantas indicaciones, así que andaba más despacito que de costumbre; el paisaje de cemento sacaba a relucir mis pensamientos más negativos, yo lo achacaba a las nubes grises y negras, que estaban demasiado bajas, tanto que casi podía tocarlas; la atmósfera era irrespirable y me costaba creer que algo tan simple se hubiera convertido en un laberinto lleno de trampas. —¡Santa María!,- me dije -, y me fui doblando la esquina, caminito de la plaza, la única plaza, menos mal, no había pérdida.
La plaza era pequeña, pero estaba llena de tiendas; opté por preguntar al kioskero que tenía justo enfrente de mí; él primero me miró sorprendido y luego me mandó justo detrás de él señalando con la palma de la mano abierta. Y yo: —Hala Filipo, tira “palante”—, y veinte pasitos después, estaba dentro de la tienda. Dentro, media docena de mujeres en espera de ser atendidas me miraban como a un bicho raro, como a un pez fuera de la pecera; yo más que incomodo, estaba cansado, jamás pensé que una cosa tan nimia me diera tantos problemas.
—¡Señor, señor, dígame que quiere! —repetía de forma insistente la dueña.
Una joven morena, acompañada de una amiga que movía los pies al son de sus cascos blancos, me zarandeó cariñosamente el brazo sonriendo. Así consiguió sacarme a Alda de mis pensamientos, aunque, más que en Alda, pensaba en mi silloncito solitario, enfrentado a la televisión oscura, al lado de la puerta acristalada de la terraza y ¡ay amigo!, en ponerme una buena película cuando volviera.
Atolondradamente le expliqué por qué había ido a parar allí y lo que necesitaba; detrás de mí pude oír algunas risas, pero no eran maliciosas, eran risas frescas, sanas y hasta me resultaron agradables, porque si yo consigo, aunque sea de forma indirecta, que alguien olvide sus problemas, sus malos rollos, bien puedo encajar unas risas y lo que venga. Me dieron ganas de volverme y decir muy educadamente: —Señoras, señoritas, por favor, lo hago para dar a alguien una sorpresa.
Al salir, una ráfaga de viento caliente cargada de nubes aguadas a punto de descargar me envolvió en la tela blanca y por un momento me hizo parecer Peter O’Toole en el cartel de cine de Lawrence de Arabia. En la tienda, por llamarla de alguna manera, la señora ya me esperaba; otra vez toda la retahíla y más monsergas y más pegas y más puñetas, pero esta vez yo no pensaba ni en silloncito ni en las películas clásicas, no pensaba en nada que no fuera acabar con aquel embrollo de una vez. Le dije exactamente cómo lo quería y fui inflexible, no me apeé ni una coma ni mis pies se movieron un centímetro siquiera; tampoco me temblaban las manos; solo pensaba en una bebida fresca, sentarme en mi sillón y vivir ese momento irrepetible que sucede en la pantalla: el comienzo de una “peli” de verdad. La señora comprendió y me soltó otro montón de palabras huecas, que sí, que trataría de hacerlo a mi gusto, que si patatín, que si patatán.
Cuando salí por la puerta ella seguía hablando sola. Las malditas nubes negras bajas me seguían o me amparaban, vaya usted a saber; yo, renegando por tanta historia y porque el bus iba a reventar, como siempre, llegué hasta la puerta de mi casa murmurando: —Y todo este desatino, por un pequeño regalo —musité despacio.
Me dejé caer como un fardo amable en mi sillón de ver películas y me puse a pensar en lo que finalmente habíamos acordado la señora de la tienda y yo; dentro de unos días me llamaría para decirme cuándo podía pasar a recoger el encargo. Y después de haber pensado todo eso yo solito, con un poco de esfuerzo me levanté, me detuve, tanteé con ambas manos mi espalda hasta donde pude llegar y exclamé: —¡Dios!- y me tumbe de nuevo.
Y cuando ya creía que todo había terminado, ¡caigo en la cuenta de que no tengo el pequeño detallito! Así que a las 9,30 de la mañana, me encaminé hacia la tienda que pensaba yo que estaría abierta; me seguía un tropel de nubes grises a baja altura con una especie de bailoteo grotesco con el viento. Y ¡zas!, la tienda cerrada, pues nada, me encamino a otra tienda en la Galería Comercial. Nada más empezar yo a hablar, a la encargada ya le brillan divertidos los ojillos.
—No, de eso que me pide no tengo nada, lo más parecido es lo que suelen utilizar las modistas para hacer “vivos”. Un poco azorado y para no presumir de ignorancia le pido un metro de ¡vivo!
Y salgo de la tienda y de la gran sonrisa de la señora mascullando entre dientes: —¿Pero qué leches es vivo?
Todo me afectaba ya, ni sentía la áspera brisa empalagosamente contaminada. Apartaba el aire a manotazos, para destruir mi enfado antes de llegar a casa. Y pensar que me había metido en todo este lío por una pequeñez, como querer que me hicieran una frase bordada sobre un trozo de tela blanca:
Mido las horas por lo largo que me queda el cordón de mi zapato.
Por Felipe Iglesias Serrano