¡En la infancia todo es tan transparente! Cuando era pequeño yo sabía perfectamente lo que era el amor. Iba corriendo a gastar la perra chica que me daba mi madre a la confitería de la señora Herminia y cuando ella me llenaba la mano de confites de colores, yo me quedaba mirándola con esa carita de pena que solo ponen los que aman de verdad y saben que nunca podrán ser correspondidos. Entonces tendría yo cinco años y la señora Herminia rondaría los cuarenta, ¡pero me parecía tan guapa rodeada por todo aquel arcoíris de caramelos!
Cuando cumplí seis añitos, nos fuimos de Moraleja. Lloré mucho y cuanto más me acordaba de la confitera, más lloraba, aunque ahora no sabría decir si lloraba por los confites que ya nunca iba a volver a ver, o por esa mujer tan hermosa.
— No te preocupes Felipín, que vamos a estar mejor —me consolaba mi madre que, por supuesto, no entendía mi llanto.
Y así fue como el destino me arrebató el primero de mis amores y el más dulce, porque iba envuelto con sabrosas golosinas de colores y un cariñoso pellizquito en el moflete.
No hubo nada digno de mención en los dos años que vivimos en Coria (Cáceres), que yo recuerde, en lo que a amores se refiere. Estuve muy entretenido pegándome a diestro y siniestro con todo el que se me ponía por delante, siempre perdiendo, por supuesto.
Cuando llegó de nuevo el fantasma del traslado, mi madre pensaba que íbamos a mejorar más, pero se equivocaba, porque pasamos de la ciudad al campo y ella ya no estuvo tan contenta, cantaba menos en la cocina y siempre hablaba de irnos lejos de allí. Estaba bastante triste, pero para que yo no se lo notara, siempre tenía para mí un caramelo que me recordaba a la confitera o una sonrisa inesperada. ¡Qué guapa estaba mi madre cuando sonreía! Mi padre seguía con el mismo jefe y con el mismo puesto de encargado de sus tierras.
Como había varias fincas de condes y marqueses por los alrededores, restauraron una pequeña capilla para oficiar misa los domingos y construyeron una escuela a la que fui a estudiar hasta los nueve años. No recuerdo haberme enamorado ni haber hecho amigos allí. La verdad es que siempre he sido muy solitario.
Al cumplir los nueve años, durante el tiempo en que estuve preparando el examen de ingreso previo al bachillerato, tenía que desplazarme a diario hasta un pueblo que estaba a cinco kilómetros de las fincas. Iba en bicicleta por un camino paralelo a la carretera, estrecho y lleno de barrancos. No puedo afirmar que me enamorara de la maestra, porque no recuerdo que se me inflamara el pecho ni que mi respiración sufriera altibajos. No niego que era guapa y enseñaba bien. Yo me aplicaba mucho, pero me costaba verdaderos sudores sacar un aprobado. Mientras los demás recitaban la lección, o estudiaban, yo viajaba por esos mundos de Dios enfaenado en múltiples aventuras, curiosamente no iban de salvar princesas sino de rescatar personas comunes. En aquellos momentos me sentía el muchacho más feliz del mundo, mis compañeros miraban asombrados mi cara resplandeciente de felicidad y pensaban que yo era un bicho raro. Tampoco hice aquí amigos, a pesar de los esfuerzos de la maestra, cuyo nombre no recuerdo, y maldito lo que me importaba.
Aprobé el ingreso y me llevaron a Madrid a un colegio interno, solo para chicos. Éramos ochocientos internos y mil doscientos externos, una barbaridad de gente. El primer curso pasó lo que pasaba siempre, un chico más alto y fornido que yo, invariablemente acompañado por sus dos matones, me breaba bien en los recreos y como yo no me amilanaba, cobraba más y más veces. Me parecía muy injusto recibir solo yo sin dar nada a cambio. Cuando llegaba el recreo, empezaba a temblar porque era verme y ¡zaca! Y si no me veía, me buscaban sus dos perros de presa. Un día se me fue la olla, fui yo a buscarle a él y le reté desafiante. ¡Madre mía! qué manera de sangrar por la nariz después de los dos mamporros que me dio, pero yo, venía breado de Moraleja y de Coria, donde nos aporreábamos y nos lanzábamos piedras con hondas, lejos de achicarme, me fui decidido a por él y con dos buenos puñetazos en sendos ojos, nos hicimos amigos para siempre. Desde aquel día los recreos fueron una balsa de aceite. Además, entré en el equipo de fútbol y me hice muy famoso por mis pases medidos a los delanteros que siempre terminaban en gol. Ese año gané la Copa Inter-clases, algo muy relevante tratándose de un colegio con 2.000 alumnos.
No puedo decir que en las clases me fuera igual que en los recreos. El padre Eusebio, el Prefecto, me obligó a sentarme en los primeros pupitres y yo me ponía malísimo. Historia y Literatura las llevaba bien, pero las Matemáticas eran completamente ininteligibles para mí. ¡Vamos, más o menos como el amor! ¡Cómo me acordaba todavía de la confitera!
Una noche me castigaron con otros dos compañeros a ponernos de rodillas con los brazos en cruz y varios libros en cada mano. Nos pusieron a los tres en un descansillo junto al dormitorio común, delante de una ventana que daba a una calle oscura y poco frecuentada de la parte posterior del colegio. La calle era famosa entre los internos porque por las noches iban las parejas a darse el lote, frotándose y tocándose contra la pared, justo debajo de una ventana que se ponía de bote en bote, porque todos querían mirar. Yo no entendía qué era eso de darse el lote, pensaba en algún tipo de intercambio. Asomarse a la ventana, sin dormir, solo para ver a una pareja frotarse contra la pared, no acababa de encajar en ninguna parte de mi cerebro, así que esa excitación amontonándose para mirar, esa usura en sus ojos, a mí, francamente, me traía al fresco.
Debió ser por aquel entonces, cuando, entre unas cosas y otras, tiré mis estudios por la borda. En las clases cada vez me iba peor y me arreaban de lo lindo. En la sala de estudio no estudiaba, me dedicaba a escribir historias cortitas de dos o tres páginas, casi siempre de aventuras, que luego vendía a mis compañeros por una peseta. Me hice bastante popular y como la mayoría de ellos nunca tenía problemas de dinero, todos me reclamaban historias.
Hubo otro asunto misterioso que tampoco me despertó al amor y menos al sexo. No caí en la cuenta de qué se trataba hasta muchos años después. Algunas noches, cuando ya estábamos todos en los dormitorios preparándonos para dormir, muchos compañeros salían a los servicios.
— Voy a visitar el cielo —decían, y se reían haciendo un gesto cómplice con la mano.
Luego venían con la cara muy colorada y un semblante de felicidad como pocas veces vi en el colegio. Yo, por supuesto, no entendía ni papa. Escuchaba y les miraba sin preguntar por temor a que se rieran de mí y así quedó guardado aquel arcano que no llegué a comprender nunca mientras duró mi estancia allí. Pero está claro que para ellos debía de ser maravilloso, ir y venir del baño, a hacer “no sé qué cosa”, con esa cara tan risueña. En fin, tampoco hice un drama de aquello.
Durante los veranos, cuando acababa el curso, mis padres me dejaban al cuidado de mis abuelos y de mi tía Flores en Navaconcejo, Valle del Jerte. Todavía no me explico por qué no me espabilé al sexo en aquellos veranos. ¡Madre mía! Eran ocho o diez primas, todas mayores que yo. Me sacaban de la casa de mi tía o de mi abuela en volandas, me llevaban a un recodo solitario del río que solo ellas conocían y se quitaban entre risas toda la ropa para meterse en el agua corriendo y saltando. Las más mayores me la quitaban a mí sin miramientos. Yo me dejaba hacer porque me la quitaban todo con tanta naturalidad, sin hacerme daño, que no me parecía que fuese algo raro. Así conseguían que me metiera y jugara con ellas en el río a hacernos aguadillas y ahogarnos unos a otros de mentirijillas. Todo muy casto, nada de todo eso iluminó en mí la menor inquietud ni el menor asomo de deseo y menos de amor. Yo quería mucho a mis primas porque me hacían reír y siempre me estaban zarandeando. Les tenía un cariño sincero, aunque me llamaran “alelao” y “simple”, porque sentía que lo hacían de buena fe.
Cuando mis primas dejaron de ir al pueblo, empecé a frecuentar los cines de verano, como en Coria, cuando iba con mis padres al cine La Mona en verano y al cine Mendo en invierno. Llevábamos unas sillas de tijera y nos sentábamos en medio de un chaparral de arena. Yo me quedaba embobado mirando aquella tela blanca llena de figuras extraordinarias. Si me daba sueño, me acurrucaba en los brazos de mi madre y me quedaba muy quieto sin dejar de mirar la pantalla.
Me acostumbré a ir solo, ya no tenía a mis primas ni tenía más amigos que los hermanos Oliva, del taller de bicicletas, donde me pasaba las horas muertas charlando y mirando cómo giraban las ruedas de las bicis vueltas del revés.
Mi prima Mari Nieves y mi hermana me presentaban a algunas de las chicas que iban por el pueblo a pasar las fiestas. Recuerdo vagamente a una de ellas, una chica rubia guapísima. Pero cuando tienes el corazón tan desmadejado como el mío y los ojos se te niegan, nada cuenta. Así que, después de dos mal llamados bailes con ella, le dije que encantado y que esperaba volver a verla en otro momento. ¡La de regaños que me echaron mi prima y mi hermana! Una chica tan guapa, tan inteligente, ¡y que encima le había gustado! ¡Pero yo qué sabía del baile y del amor si nadie me enseñaba! Si hubiéramos hablado de cine, hubiera sido otra cosa. Con lo guapa que era y no consigo acordarme de su nombre. No hay forma humana de desembucharlo de la memoria. Mi prima y mi hermana podían decir lo que quisieran, pero como yo no tenía ni pálpitos ni inquietudes amorosas ni dinero y dormía bien por la noche, porque en el valle y al ladito del río, con su rumor de sirenas, se dormía requetebién, lo que más me preocupaba era el título de la siguiente película que iban a poner en uno de los cines al aire libre de Navaconcejo, que era enorme, llenarme bien de pantalla y meterme dentro del celuloide.
Ese mismo año repetí curso y me cambiaron a un colegio de los Padres Agustinos, justo al lado del antiguo campo del Atleti de Madrid, el Metropolitano. Estos curas eran más afables, más discretos, y como seguía destacando como jugador de fútbol, enseguida entré en el equipo de la clase y hasta los profes se interesaban por mí. Pero del amor, ni rastro.
Lo que más me gustaba de este nuevo colegio era que los internos podíamos salir a la calle los fines de semana y yo aprovechaba el poco dinero que tenía para recorrer todos los cines de Bravo Murillo y Cuatro Caminos, el Montija, el Metropolitano, el Regio, el Cristal, el Lido, el Tetuán, el Bella Vista… Siempre solo. Aunque en los estudios seguía en babia, yendo al cine entraba en otro universo durante varias horas el fin de semana y era muy feliz. Además, como eran programas dobles, podía ver las pelis por duplicado.
Cuántas veces me harté de manosear las paredes de moqueta roja del Cine Cristal, de olfatear el apestoso aroma del ambientador barato y de sobar a base de bien la butaca para no olvidarme hasta el fin de semana siguiente. Recuerdo haberme sentido invadido allí por una grata felicidad, con toda la fila de asientos para mí solo, disfrutando la presencia de Suzanne Pleshette en la pantalla, era un dramón, pero ella era tan elegante, tan delicada…
Aquel colegio era más tranquilo y todo discurría por buenos cauces hasta que me sucedió otro episodio que vino a alterarlo todo. Durante las fiestas de la patrona del colegio, acudían familiares y amigos de los estudiantes. En una de aquellas ocasiones, yo, advertido por algunos compañeros, fui a darme de bruces, en el salón de actos, con una chica morena y bajita, guapa a rabiar y, al parecer, muy decidida, que no dejaba de mirarme. Yo, a mi vez, no podía dejar de mirarla para mi zozobra. Los nervios saltaban de mi cuerpo como ballestas y aunque por fuera no lo pareciera, en esos momentos era lo más parecido a un flan. La chica se acercó a mí y después de presentarse empezó a hacerme toda clase de preguntas, que yo contestaba sin rehuirle los ojos, pero con menos carne que madera en mi cuerpo. Las respuestas y mi físico debieron ser de su aprobación porque me propuso salir de aquel bullicio e irnos a charlar a la parte posterior del colegio, detrás de una tapia solitaria. No sé ni lo que dije, pero sí sé que iba como un cordero detrás de ella. Por supuesto, mis compañeros no tenían razón cuando decían que era una desvergonzada. Conmigo se comportaba con una exquisitez que me desarmaba. Ya en la tapia, ella hablaba y callaba y esperaba. Tan pronto me ponía bien el dobladillo del cuello, como intentaba hacer girar un botón de mi camisa y esperaba. Finalmente, viendo que yo estaba tan quieto como una momia, incapaz de articular palabra, se despidió de mí con un beso en la mejilla que, por descontado, no supe devolverle.
— ¡Qué pena! —me dijo al oído.
Yo me fui la mar de contento por haber conseguido estar a solas con una chica más de media hora. Cuando me preguntaron mis compañeros si me había enrollado con ella, no les entendí, no sabía qué quería decir eso de enrollarse. Les expliqué que todo había ido muy bien, que habíamos charlado como buenos amigos. No recuerdo la cantidad de días que estuvieron llamándome “pardillo”, una palabra que me aprendí para siempre a fuerza de oírsela repetir, al mismo tiempo que se partían de risa. Todo este asunto aliñado con las mofas de mis compañeros, me causó bastante desazón física, ningún órgano de mi cuerpo parecía estar correctamente colocado, en especial el cerebro dentro de mi cabeza se preguntaba machaconamente lo que había hecho mal, en qué había fallado. Desde luego, ni por lo más remoto había sentido la llamada del amor de la que tanto me hablaban, ni siquiera la del magreo, como ellos decían. Tardé bastante tiempo en comprender el significado de aquella palabreja fuera de contexto, porque solo evocaba en mí el tiempo de la matanza del cerdo.
El verano que cumplí quince años no fui a Navaconcejo. Por ese entonces sucedieron cosas que me dejaron marcado para siempre. En el mes de julio mi madre, una de las personas más guapas y sensibles que he conocido, falleció después de haber estado muy malita un año entero. Su muerte me produjo un shock terrible. Durante muchos días no quise ver a nadie, salía y entraba de la casa de forma violenta, incluso mi comportamiento conmigo mismo era violento. Cogía la bicicleta y volaba por las sendas, los montículos y caminos de piedra. Allá donde había más riesgo, iba yo haciendo peligrosas piruetas, conduciendo sin manos, de pie sobre el sillín o con los pies enganchados en el manillar. Nunca, nunca mi cuerpo albergó tanta ira contra ese pobre desgraciado que era yo. ¡Quería con toda mi alma que me pasase algo! Estrellarme o caerme por un barranco, ¡qué sé yo! Sin embargo, no sufrí ni un mal rasguño y mira que hice cabriolas y locuras con aquella bicicleta. Solo mucho más adelante, el tiempo y mi llegada a Madrid serenaron un poco mi corazón huérfano, pero en mi mirada han persistido ya para siempre las huellas de lo que había perdido.
En la parte de la Vega donde vivía se daba la tierra más rica y todas las fincas de por allí se concentraban en cinco kilómetros cuadrados. En la más alejada, la Isla, a la orilla del río, Juan se encargaba de los marranos. Se dejaba ver muy poco. Me gustaban sus silencios y las historias de los cerdos de la Isla que contaba. Poco tiempo después de conocerle, por pura casualidad, supe que se había ennoviado en el pueblo, fue una pena, se casó enseguida y ya no volví a saber de él.
En todas las fincas había casas habitadas por los encargados y los jornaleros con sus familias. Para divertirse, los jóvenes tenían que bajar hasta el pueblo, algo bastante caro y cansado después de una jornada de trabajo en el campo, hasta que, por aquel entonces abrieron una cantina, donde se hacían bailes los fines de semana, gracias al viejo tocadiscos y la colección de discos de la marchosa cantinera, rendida admiradora de Manolo Escobar. Yo nunca he sabido bailar, así que, cuando iba a la cantina, compraba un vaso de gaseosa por dos reales y me quedaba mirando cómo bailaban los demás con la cara de vencido que he tenido siempre para estas cosas. Luego observaba extrañado cómo se iban formando parejas y el local se iba quedando vacío. Un día le pregunté a la cantinera y me dijo riendo, o riéndose de mí, que iban a meterse entre los juncos, a la orilla del arroyo. Yo aventuré que sería para charlar de sus cosas viendo correr el agua fresca, porque es una sensación muy agradable, pero la sonrisa picarona de la dueña de la cantina, me dejó un poco mosqueado.
Finalmente, pasó lo que tenía que pasar en un lugar tan pequeño como aquel y se extendió imparable entre la gente que frecuentaba la cantina el rumor de que yo miraba mucho a Eva María, que vivía con su familia en una modesta casita de adobe, a un kilómetro de nuestra finca. Su padre era albañil en el pueblo. La niña, dos años mayor que yo, era una monada, rubia, con el pelo largo, nada presumida y de pocas palabras. Tanto se espabilaron las malas lenguas que para todos ya éramos poco menos que novios. ¡Si ni siquiera había hablado aún con ella! ¡Tremendo! Pero lo peor era que cuando dos mozos se querían, él tenía que ir formalmente a casa de los padres de ella para “pedir la puerta”, y yo no sabía en qué consistía exactamente esa tradición. Así que con esto de “pedir la puerta” apliqué lo que para otros es timidez y para mí es prudencia y lo dejé estar un tiempo hasta saber de qué trataba aquello.
Ese verano yo hacía de aguador y no queráis saber la historia de la insolación que me dio el primer día por no llevar sombrero. Por las tardes, después de la agotadora jornada en el campo, parábamos en la cantina. Mientras jugábamos al dominó, entre gaseosa y cerveza, los mozos comentaban que fulanito o zutanito habían ido a pedir la puerta, pero nunca daban detalles del procedimiento. Este asunto no me dejaba sosegar, soñaba que había que ir a casa de los padres de la moza y llevarse una de las puertas, la del corral o la del granero, a saber, a cambio, imaginaba, habría que corresponder con otro tipo de regalo.
El caso es que, como estábamos en boca de todos, la alcahueta de turno se ofreció para celebrar un encuentro entre la chica y yo y aclarar lo del noviazgo, porque su nombre estaba en entredicho. Pero resultó que cuando celebramos el encuentro, todo se enredó mucho más. Para tapar bocas, y porque esa la costumbre, debíamos seguir viéndonos y pasear junto a los chopos por el camino del arroyo, ideal para dos enamorados. Ahora, eso sí, con la alcahueta de carabina. Así fue como dimos varios paseos inocentes que a mí me resultaron muy agradables. Eva María, viendo que no pasaba nada, me cogía del brazo y se pegaba a mí. Yo la dejaba hacer mientras mis castas manos deambulaban sueltas por el aire, sin agarrarse a nada. Apenas hablábamos, pero me encontraba a gusto y era muy tonificante escuchar el sonido del agua y a los chopos mecerse en el viento y rozarse con la nave de los enseres. Los días pasaban y no pasaba nada, a pesar de que todo el mundo nos daba por novios confirmados. La cosa se puso fea una tarde en la cantina, al retarme uno de los mozos —en los pueblos todos estos asuntos acaban en pelea— después de exigirme que me olvidara de la chica porque, según dijo, para mí era solo un pasatiempo y en cambio él sí que la quería de veras. Pero sucedió lo más insólito que me ha pasado en la vida, otro mozo salió en mi defensa, diciendo que ella había escogido y que yo no había hecho nada malo, como así era. Así que se pelearon los dos, uno por mí y el otro por ella. Ganó mi defensor, pero qué me importaba a mí eso, en ese mismo momento tomé la decisión de no pedir ninguna puerta. Además, no sabría qué hacer con ella. Hablé con Eva María y le dije que iba a dejar de pasear con ella y con la alcahueta. Le expliqué lo mejor que pude que todo había sido un malentendido.
Para apartarme un poco de todo el jaleo que se había montado, empecé a montar en bicicleta los fines de semana para ir al cine. La sala estaba tan descuidada que se caía a pedazos y el proyector destrozaba las películas que emitía haciendo que las imágenes saltaran en la pantalla como cabras montesas. Ante la insistencia de mis amigos, comencé a frecuentar con ellos la discoteca, pero maldita la gracia que me hacía, porque yo no sabía bailar y no me gustaba el tachán, tachán atronador de la música ni el barullo de las luces. Pero mira por dónde, sin comerlo ni beberlo, una de aquellas tardes asomó otro lío en el horizonte. Empezaron con sus bromas mis compañeros de la cantina. No hacían más que darme con el codo y apalizarme la espalda para que pusiera mi vista en una chica altísima que lucía una melena rubia hasta la cintura. Es verdad que Olga me miraba y, aconsejado por mis compañeros, también yo la miraba, era lo mejor que sabía hacer. Cuando ella bailaba, bailara con quien bailara, seguía con sus miradas y yo, que en esto soy un lince, ensayaba nuevas formas de mirarla. Así pasó aquella tarde noche y muchas más sin que ocurriera nada, como de costumbre. Por supuesto, mis amigos me ponían de vuelta y media, haciéndome prometer que le entraría.
— ¡Hala, sí, así, como si fuera un toro! —pensaba yo.
Por fin, un domingo le pedí bailar y me dejó muy sorprendido porque aceptó. Lo hice porque era una canción para bailar suelto y ahí no tienes que aprender nada, sueltas el esqueleto y te pones a hacer tontadas, a eso lo llaman baile personalizado. Olga quiso bailar también en las agarradas y tuve que confesarle que de eso no sabía ni mu. Ella me tomó suavemente diciéndome que me dejara llevar y yo así lo hice. Mientras bailábamos estuvimos hablando, no sin cierta dificultad porque me sacaba la cabeza. Me contó que vivía con sus padres y se dedicaba a hacer labores de encargo en la máquina de coser. Tenía un hablar y unas maneras muy sosegadas y dulces. A ella tampoco le gustaba la discoteca, así que quedamos en ir al cine. Había un pero, Olga también tenía carabina, una morena amiga suya, mandada por sus padres. Fuimos muchas veces al cine y nunca pasó nada. También paseamos por el pueblo, lejos de su casa, claro está, y nada, pero me sentía muy bien con ella. No sé si eso era amor, porque no se me inflamaba nada, ni me latía el corazón, como había leído que les pasaba a los personajes de muchas novelas, tampoco notaba los ojos tiernos, ni emociones ni deseos de ningún tipo, pero, ¡qué bien me encontraba con ella! ¡Sería normal! El verano se acababa y ni Olga ni yo habíamos intentado acercamiento físico alguno, como si no supiéramos qué había que hacer, incluso la carabina llevaba su anodino papel con mucha resignación. Sin embargo, otra vez las maledicencias de pueblo llegaron a oídos del padre. Según las comadres que alimentaban el vacío de su vida propagando esta clase de rumores, retozábamos a diario sobre la hierba, dentro de algún maizal o de los trigales de las afueras. Total, que uno de esos domingos que andábamos paseando y hablando de nuestras cosas, vemos venir a lo lejos un hombre que acunaba entre sus manos lo que me pareció una enorme escopeta.
—¡Mi padre! —dijo Olga, y yo puse pies en polvorosa y no volví a verla el resto del verano.
Yo he sido siempre un soñador y he nutrido mis sueños con la mirada. Las miradas sugieren muchos mundos, muchos universos, y nos hacen vivir en otros tiempos y vivir también en babia.
Poco después de aquello, todo iba a cambiar para mí. En el equipo de fútbol de San Martín de la Vega, que estaba en regional, habían oído hablar muy bien de mí y querían hacerme una prueba para ficharme, pero hete aquí que, en un partidillo amistoso, sin nada en juego, me rompí una pierna. Se acabó el fichaje, el fútbol y lo más grave, me quedó una leve cojera que me hizo ser aún más retraído con las personas. Mi trato con las chicas fue de mal en peor debido a que, cuando estaba con ellas, percibía sus ojos llenos de lástima por mi cojera. No hablaba ni confraternizaba con ninguna, me refugié en los libros y desde aquel momento decidí que las mujeres se acabaron para siempre.
Pobre Filipo, no sabía el otro gran trauma que le esperaba. Como me habían quedado dos asignaturas de cuarto y ya era repetidor, me excluyeron del examen de reválida, previo al acceso a la universidad. El jefe de mi padre se ofreció a costearme el aprendizaje de un oficio en la Escuela de Oficios de Valdemoro, o a darme trabajo en su fábrica. Yo, como hago siempre, cavé bien hondo mi lengua y mi futuro y elegí la fábrica, lo cual me iba a proporcionar no pocas desdichas, además de enseñarme rápidamente lo dura que puede ser la vida de un obrero.
Me reservaron un cuarto en la misma pensión donde había estado mi nuevo encargado, la de Don Emilio y Doña Encarna, un matrimonio asturiano, mayores y sin hijos, que fueron muy cariñosos conmigo. Mi sueldo se lo comía casi entero la pensión, tan solo me quedaban unos pocos durillos para ir unas cuantas veces a los cines de barrio. El primer día que deambulé solo por Madrid, los ojos se me llenaron de luces y entré todo aturullado a ver un programa doble en el cine Excelsior y aturullado vivo desde entonces.
Nunca había trabajado excepto en el campo, ayudando a mi padre y a mis tíos con las cabras. Ya tenía dieciséis años y seguía sin saber nada de la vida, nada de las mujeres y nada de relacionarme con nadie.
Para empezar bien mi primer día de trabajo me reté con un fornido bajito, cuadrado de la cabeza a los pies, que se llamaba Jerónimo. Cuando ya íbamos a pasar de las palabras a los hechos, algunos compañeros mayores, nos separaron con buen criterio y le convencieron de que tuviera paciencia conmigo, porque era novato y además el ahijado del jefe, cosa que no era verdad, porque la ahijada era mi hermana, pero nunca me pude quitar ese sambenito y siempre me miraban como un advenedizo.
Entré de carretillero de almacén y de chico de los recados. La fábrica estaba dividida en cuatro plantas, en la segunda estaba el almacén de los pedidos, en la primera y en la tercera las maquinistas que confeccionaban la mayoría de los artículos y en la cuarta planta estaba la buhardilla de los géneros que se utilizaban para ello. Los primeros días estuve en el almacén y haciendo recados por la calle, así que no me había enterado de la clase de personas que trabajaba en los demás pisos. Andaba con los sentimientos descolocados, no sabía quién era bueno y quién malo. Además, a mí aquello que llaman trabajo se me hacía muy raro. A la hora del bocadillo me apartaba de los otros, que charlaban de cine, de los bailes, o de sus novias mientras comían sentados en los mostradores de pedidos, y me iba a un rincón a acomodarme debajo de una mesa para tragar, más que comer, con cierta dificultad, los sándwiches que me preparaba Doña Encarna. Me costaba mucho entablar conversación con aquella gente que trabajaba para sobrevivir, era un mundo nuevo para mí.
Pasados unos días, el encargado me mandó al tercer piso a buscar artículos terminados para el almacén y cuando subí tan pancho, tan inocente yo, casi me tienen que atender del pasmo, de hecho, dos o tres maquinistas se levantaron corriendo cuando vieron cómo se me doblaban las piernas y me iba directo al suelo. Yo oía muy a lo lejos que hablaban del chico nuevo, ahijado del mandamás, mientras me sostenían y me daban aire y mimo. Cuando por fin pude ponerme en pie, por poco me vuelvo a caer redondo de la impresión. Aquel piso tenía mucha longitud y mucha anchura. Las últimas máquinas parecían muy pequeñas a mis ojos asustados. Así por encima, habría no menos de sesenta mujeres vestidas con batas del mismo color que se cubrían las piernas con una fea tela que llegaba hasta los pedales. El ruido monocorde de sus máquinas de coser impedía que pudieran hablar y solamente lo hacían para pedir a gritos remaches, cremalleras, hilo y cosas así. Eran muchachas jóvenes, entre ellas las había guapas, muy guapas o menos guapas, con el pelo largo o corto y ojos inquisitivos de todos los colores. Todos los ojos de las más de sesenta mujeres estaban puestos en mí y me miraban como mirarían a un cordero desvalido, alguien inocente que pronto va a ser desplumado de toda su candidez. Yo, que hacía un tiempo había tomado la sabia decisión de apartarme de las mujeres, me encontraba ahora perdido en medio de aquel fregado con los sentidos nublados, pero lo peor aún estaba por venir. Una vez cumplida la primera misión, bajé al primer piso con el género demandado y me encontré la misma escena del piso superior, con otras sesenta o setenta mujeres frente a un total de diez hombres incluyéndome a mí. Esta vez no me desvanecí, pasé aturdido entre todas, le di el género al encargado y escapé de allí lo más rápido que pude perseguido por algunas risas y unas pocas palabras con propuestas muy atrevidas que me pusieron los pelos de punta.
— A este nos lo merendamos en un santiamén, ¿habéis visto la cara de niño bueno que tiene?
Aprendí rapidito porque el trabajo era mecánico, básicamente el mismo todos los días. Comencé a tomarme el bocadillo con Jerónimo, del que me hice inseparable. Él me enseñaba las triquiñuelas del oficio y también el modo de entrarle a las chicas, por más que yo le decía que no me interesaba. Yo, en cambio, le hablaba de cultura y de cine y de mis experiencias en los colegios. De modo que lo suyo me servía de mucho a mí y lo mío a él no le servía de nada, pero me apreciaba porque yo sabía escucharle. Muy franco, sin delicadeza y sin dobleces, con aquella cabeza que parecía ir menguando mientras oscilaba al compás de las palabras y aquellos ojos tan cálidos y amigables, apenas entrevistos bajo su prominente frente, resultaba entrañable oírle hablar y torturarse constantemente con el deseo del amor, cuando lo que más necesitaba era afecto. Vivía bajo el temor de que algún día Madrid sería barrido por huracanes, continuamente me daba la murga con ese tema, aunque le aplacara momentáneamente razonando con él, volvía una y otra vez con la misma cantinela y con el tiempo esa obsesión le llevaría a volverse loco. Mucho más adelante, cuando nos volvimos a ver después de que abandonara la fábrica al ser operado de lo que no funcionaba bien en su cabeza, tuve la dolorosa impresión de que ya no quedaba nada del cachas con el que un día quise liarme a mamporros.
En esos primeros tiempos de amistad, se pegó a nosotros un tal Lorenzo, un as con los números, que acababa de hacer la mili en el Sáhara. Nos hicimos inseparables los tres.
Yo seguía sin querer saber nada de mujeres, aunque trataba todos los días con muchas, pero Jerónimo, que empezó a beber los vientos por una tal Consuelo, con mucho carácter, buena persona, de buen ver y con unos ojitos lánguidos que derretían a cualquiera, me preguntaba qué hacer, cómo tenía que entrarle, convencido de que lo que yo había estudiado era algo parecido a una puerta, ¡qué equivocado estaba! Yo no sabía decirle cómo enamorarla porque nada sabía de esos temas, pero sí me daba cuenta de que, más que amor, lo que se veía en sus pequeños ojos era la pasión que había despertado con el roce diario en el trabajo. A todo esto, cada día que pasaba aprendía palabras coloquiales y apodos nuevos. Así, cuando el Sr. Vega, que era nuestro encargado, descubrió en un pasillo del almacén a Consuelo y a Jerónimo abrazándose con la ropa por los tobillos, y todos empezaron a decir entre risas que les habían pillado dándose el “fiestón”, yo no entendí lo que querían decir hasta que me lo explicaron. El Sr. Vega, tuvo el buen detalle de no comentar nada a los jefes, pero Consuelo se marchó de la fábrica por decisión propia, para no pasar por la vergüenza de ser mal vista entre el personal. El “Jeromo” y ella siguieron viéndose durante un tiempo, pero cuando ella le habló de casarse, él huyó despavorido y vino a contármelo muy nervioso.
— Si no la quieres, no la desgracies más —fue lo único que le dije.
De esta forma me vi dando consejos a mis amigos sin saber nada de amor ni de sexo ni tan siquiera de cómo contentar a una chica en un baile. Al poco tiempo, Lorenzo, que también estaba enamorado, vino a consultarme, yo le dije que trabajando juntos es fácil enamoriscarse, pero que es cosa de ver si estando separados, seguiría sintiendo lo mismo. Heme aquí otra vez dando consejos que ni yo mismo me aplicaba.
Y así, mientras iba allanando el camino y aclarando las ideas de unos y otros, aullaba solo por los parquecitos de la ciudad, escuchando música en mi pequeña radio. Me sentaba en algún banco esperando que algunas jóvenes vinieran a sentarse cerca para poder mirar discretamente con el rabillo del ojo. No me interesaban las palabras, solo los gestos, para mí era suficiente alimento diario para soñar esa noche. Como el dinero se me acababa muy pronto y no me daba más que para llevar una vida bohemia a mi pesar, tenía que aguantarme y escuchar todas las noches las aventuras de D. Javier, el otro huésped que vivía en la pensión. Era profesor de Filosofía, salía con una chica a la que llamaba “la desembrutecedora” y durante la cena nos contaba de pe a pa todas sus peripecias con ella y las faenas que urdía para que rabiase. Yo empecé a cogerle tiña porque ninguna chica se merece las perrerías que él le hacía, así que, para no coincidir con él en la cena, le pedía a Doña Encarna que me la pusiese antes con la excusa de tener que madrugar mucho, lo cual, por otra parte, era verdad. Con el tiempo me enteré de que el profesor se tuvo que casar de penalty, con otra mujer distinta a la que había estado amargando la vida con sus bromas.
La soledad en la que vivía encerrado, en parte por la falta de unas malas pesetillas, sumado al trauma que me causaba mi leve cojera, sobre todo porque me veía obligado a andar por delante de las chicas con frecuencia, acentuaron la melancolía en mis ojos, que adquirieron el brillo de la fiebre incurable. Me volví más taciturno y poco hablador. Solía vestir de negro imitando a Johny Cash y para sujetar los pantalones llevaba un cinturón plateado que perteneció a mi madre. Estaba extremadamente delgado porque comía poco y me conformaba con menos. Finalmente, pillé un catarro que se hizo eterno y desembocó en tuberculosis. Hubo que quemar toda mi ropa, el colchón y demás enseres de mi habitación. Así terminó mi aventura en la pensión. Pasé un año en un sanatorio y otro año en el campo, en la casa de la finca que cuidaba mi padre. A raíz de aquello me volví aún más huraño, incluso conmigo mismo.
En una ocasión, los amigos de correrías vinieron a visitarme. Tratando de sacarme de mi ensimismamiento, me hablaron de Olga, me contaron que preguntaba mucho por mí y sabía todos mis movimientos en la fábrica, incluso dejaron caer que su padre no vería con malos ojos nuestra relación. Pero yo, para castigarme más, les pedí que no volvieran con la excusa de la tisis, les asusté diciéndoles que era algo muy contagioso.
Me encerré de tal manera que solo vivía con los libros y para los libros. Los devoraba, más que los leía. Aquel año en el campo descubrí a Chejov que calmó mis males y colmó de ratos felices el corazón que yo mismo me empeñaba en triturar de pena. Durante un tiempo estuve pensando en Olga y preguntándome si eso era amor. También pensaba en las cosas que podía haber hecho y no hice, y en las cosas que nunca supe traer conmigo a casa cada día al volver, como el dar y el comprender. Ese año reflexioné mucho y leí mucho más, pero, exceptuando la lectura de Chejov, no hallé felicidad en nada de eso. Seguía escribiendo al mismo tiempo que eliminaba todo lo escrito. El afán de destruir me tranquilizaba mucho. Sentía que me faltaba algo y, desde luego, no era sexo.
Ese verano, durante un breve apaciguamiento de mis tormentas interiores, saqué de nuevo la bicicleta, que alternaba con la Guzzi de mi padre, y me puse a explorar las fincas de los alrededores y a observar a sus gentes. Buscaba algo sin saber bien el qué. No me daba cuenta de que, por muy lejos que me fuera, todo el dolor seguiría bullendo dentro de mi cuerpo y mi cabeza, que hervía con el ansia de saber, aunque por fuera pudiera parecer el hombre más tranquilo del mundo. La Boyeriza, cinco kilómetros más allá de nuestra finca, era otro conjunto de casas habitadas por jornaleros con sus familias, con la diferencia de que aquí también vivían pastores. Como nunca había conocido a una pastora, quise conocer a Virginia y ya, incluso antes de que nos saludáramos, entre unos y otros empezaron a llenarme la cabeza de bulos sobre ella y sus amoríos pasados, como si me importaran esas pamplinadas. Yo lo que quería era estar con ella y conocer su mundo y el mundo de las ovejas, ir a los prados a cuidarlas con ella acompañados de su perrillo ovejero. Además, yo ya tenía experiencia porque había pasado varios veranos en Navaconcejo ayudando a mi tío Anastasio, a llevar las cabras al monte. De mi tío Anastasio todo era bueno, hasta sus animales. Al atardecer, cuando aparcábamos las cabras, sacaba una silla de mimbre a la puerta de su casa y con unos prismáticos se ponía a mirar el monte y así pasaba el tiempo hasta que anochecía. Yo me sentaba a su lado, en el suelo y le miraba a él y al monte, sin decir palabra. Luego, él recogía la silla, nos dábamos dos besos y se guardaba para cenar y acostarse mientras yo me alejaba silbando a casa de mi tía Flores.
Cuidar las ovejas con Virginia era pan comido. Se extrañaba de que yo quisiera ir porque ella lo odiaba, pero no encontraba manera de escapar de ello. Por eso se desorientaba al verme tan feliz y procuraba dulcificar sus maneras rudas y comportarse conmigo como ella no era. Hablábamos mucho, sobre educación, sobre el cielo, sobre Dios y sobre la piel y la lana de las distintas ovejas.
Le presté algunos libros, que ahora pienso que nunca abrió. En contrapartida, una tarde me ofreció ir a la caseta de los ovejeros a pasar la noche. Yo acepté. La caseta era muy parecida a la que mis tíos cabreros tenían en la Sierra de Piornal, supongo que era como todas las de los pastores. Una vez que encendimos la lumbre, nos sentamos en un camastro desvencijado cubierto con unas pocas mantas viejas que protestó con un sonido de muelles oxidados. Entonces Virginia me confesó lo que ella deseaba más, alguien que la sacara como fuera de la vida que llevaba. Enseguida pensé en mi posición económica y en mis bolsillos vacíos. Era pobre de solemnidad. A pesar de que mi padre y mi hermana pudieran tener algo ahorrado, yo no podía ni debía contar con ellos para vivir mi propia vida. Otra cosa es que me ayudaran en un momento dado. A lo mejor Virginia contaba con algo de eso. El resto de la tarde noche estuvo muy atenta y muy cariñosa conmigo, incluso me dio un beso muy motivador, pero en ese momento me resbaló del pensamiento porque estaba muy preocupado haciendo números de memoria, pensando en salvarla de esa situación. Cuando me invitó a echarme a su lado en el camastro, estaba tan envarado que, al tocarme, ella dio un respingo creyendo que había tocado la pared. Viendo que no había manera de sacarme las cuentas de la cabeza ni con caricias ni con besos, me dejó por imposible, se volvió de lado y se quedó dormida mientras que yo, con los ojos como dos lunas llenas, seguía dándole vueltas a mis cálculos. A la mañana siguiente, no hablamos nada y así, sin hablar, seguimos hasta que bajamos con las ovejas hasta las cuatro casas del pueblo semidesértico. Comimos frugalmente y pasamos la tarde en un inevitable silencio. Después, al despedirnos, me susurró al oído unas palabras que jamás he olvidado.
— Eres muy tierno, muy inocente Filipo, no puedes hacer nada por mí, no vuelvas por aquí. Seamos amigos en el recuerdo.
En el camino de vuelta, montado en la vieja bicicleta de mi hermana, sentía depositarse sobre mi cuerpo todos los aromas de la naturaleza transportados por el viento. A un lado estaba el arroyo, al otro el canal y a lo lejos se vislumbraba el río, un hilo de agua herido por el sol. Todo el camino estaba poblado por pinos y maleza, cada kilómetro, a ambos lados del sendero, sembrados de maíz, trigo o patatas, algún ciprés, arbustillos secos y helechos enmudecidos. Yo seguía reconcomiéndome por dentro, pensaba en muchas cosas, en los números, en la extraña noche blanca que había pasado con Virginia en la caseta de los pastores. Entonces, con el aire y los olores que iban quedando atrás, se fue despertando en mí el deseo y las ansias de besarla y de protegerla. Y según pedaleaba por aquel mal camino de polvo y piedras, me preguntaba y me respondía a mí mismo sobre todo lo que me ardía por dentro, cavilaba y me conformaba mintiéndome de cualquier manera. Desde luego, me juré que nadie sabría nunca por mí nada de mi relación con Virginia y sus ovejas. Iba tan rápido, saltando y pegando botes por aquel camino, que no era capaz de reconocer los sitios por donde pasaba y me vi perdido. Pensé que había cogido la senda de la Isla que lleva al río, incluso creía oír el gruñido de los cerdos llamándome. Con tanto bache, no sé cómo no hizo Dios que le viera más de cerca, porque yo ya me sentía resignado a ello. Pero mis tripas, mi cuerpo entero, se revolvían contra una palabra que nunca antes habían escuchado de mi boca y no salió, aunque estaba en mi pensamiento. No lograba entender mi propia manera de comportarme, ni qué me pasaba. Soñar, mirar, de eso me alimentaba, pero algo había cambiado otra vez.
Por fin llegué a casa y allí me esperaba una pequeña sorpresa. El médico estaba de visita y me dio el alta. Yo estaba aterrado por lo que eso suponía, no por la enfermedad en sí, que ya estaba superada, los pulmones habían cicatrizado bien y estaba apto para el trabajo, pero no estaba preparado para encontrarme otra vez en la fábrica frente a más de cien mujeres. El médico se alegró mucho de verme tan sanote, pero, al fijarse en mis ojos llameantes y mis mejillas blancas, dedujo que estaba falto de algún alimento, que, por lo que veía en mi cara, me era muy necesario, así que me reconvino a comer un poco más.
Ya no volví a la pensión con Doña Encarna. Mi padre había comprado un piso en Ciudad Los Ángeles, al sur de Madrid, a una hora del Centro, y fui a vivir con ellos. En realidad, mi situación no llegó a ser muy diferente, tenía que entregar todo el sueldo en casa y mi hermana solo me daba una pequeña asignación para el fin de semana. Al final, resultaba lo mismo que estar en la pensión.
Mi vuelta al trabajo fue muy celebrada por mis compañeros. Había muchas chicas nuevas que no conocía, algunas verdaderamente guapas, cañones, como les gustaba decir a Jeromo y a Lorenzo. Como bienvenida, las chicas mayores me la jugaron, y no me extraña. De normal, se reían de mí , me pedían continuamente toda clase de cosas, remaches, cursores, cremalleras y demás, para pincharme con jueguecitos de palabras con sentido sexual. En una de estas, cuatro de las maquinistas me pidieron una cita para tomar algo, según ellas les caía muy simpático y toda esa cháchara que se dice para rellenar una buena mentira. Yo les dije que sí muy contento porque eran mayores que yo y estaba seguro de que con ellas iba a aprender mucho de la vida. Cuando se lo conté al Jeromo y a Lorenzo, se sonrieron sin decir nada, pero yo no vi nada fuera de lo normal en ello. La cita era al día siguiente por la tarde, cerca del cine Excelsior, en Vallecas, prácticamente al lado de la fábrica. ¡Vaya hartazón que me di a esperar! Agoté posturas y recorridos de varios metros con ida y vuelta, memoricé las dos películas que daban esa semana, incluso crucé de acera por si me había equivocado de lugar, pero nada de eso. A las dos horas me marché de allí preocupado, pero no por el plantón, sino por si les hubiera pasado algo malo. En ese tiempo yo leía mucho, además de soñar despierto, así que al llegar a casa me sumergí en mis lecturas suponiendo que al día siguiente se aclararía todo. Y así fue, al día siguiente lo sabía todo el mundo, las maquinistas, cada vez que subía a sus territorios, se partían de risa y mi cara estuvo pasando del rojo al blanco y del blanco al rojo durante varios días. No me lo tomé muy mal, pero, como no me gusta ser el centro de atención, andaba con mil ojos frente a cualquier posible cita venidera, no fuera a pasarme dos veces lo mismo. Además, empecé a poner más atención en las lecturas, por si podían enseñarme algo sobre cómo desenvolverme en ese tipo de situaciones, incluso leí algunas fotonovelas gráficas, pero todas ellas me parecieron insulsas.
Sin embargo, desde aquel famoso día algunas de las chicas empezaron a mirarme muy descaradamente. Por supuesto, no porque yo fuera lo que se dice guapo, sino por la curiosidad malsana de querer probar todo lo nuevo. Yo, sinceramente, me veía como un adefesio, vestía siempre de pena, medio desgalichado, con mi bolsa por bandolera. A todo eso se añadía el aire de desvalimiento propio de mi romántica espera de un sueño imposible de cumplir.
Así fue como Toñi, que hasta entonces nunca había hablado conmigo, se lanzó en tromba y me pidió quedar al salir del trabajo, cuando quise darme cuenta ya estaba citado en tiempo y lugar, ni siquiera me había dado tiempo a decir ni que sí ni que no. A la salida fui a buscarla y sí que estaba en el lugar de la cita y era real. Estuvimos toda la tarde paseando, ella bien agarrada a mi brazo, sin soltarse para nada. Tomamos algo, poca cosa, porque poca cosa tenía, y cuando ya de noche la llevé de vuelta a casa, me atrajo hacia sí en el portal y me dio un beso larguísimo que me supo a cerezas.
— Lo he pasado bien, me ha gustado conocerte —me dijo—, ahora ya sé cómo eres, pero no quiero verte más porque tengo novio y le parecería mal. Adiós.
Y después de darme otro beso con el mismo sabor que el anterior, se metió en el portal como un ensueño intangible.
Llegué dando tumbos a casa, no sé si por los besos o porque era incapaz de asimilar lo que me había dicho. Me preguntaba si todo aquello había ocurrido de verdad. Mi hermana, al ver el estado de estupor en que me hallaba, me preguntó si había bebido.
— ¡Qué voy a beber! —le dije— Si yo no bebo nunca.
La pregunta despertó en mi pensamiento una imagen metafórica de mí mismo bebiendo mujeres. Esa noche, aunque me dolía porque al día siguiente tenía que madrugar para volver a la tarea, estuve soñando despierto, pensando en lo raras que son las mujeres, enmadejando historias en las que ejercitaba una y otra vez mi dura mirada, que hasta a mí mismo me daba risa.
— Pobre Filipo, otra vez has caído en la trampa —mascullaba en voz baja para que no me oyeran.
Por aquel entonces mi amigo Jerónimo se volvió medio loco, no por los huracanes, que no se le iban de la cabeza, sino a causa de una tal Rafaela del tercer piso, de la que yo, aparte del nombre, no sabía nada, por la que deambulaba entre las estanterías gimiendo como un perrillo perdido. Yo nunca he sido casamentero, pero cuando Jerónimo vino a mí suplicante, pidiéndome casi de rodillas que mediara con Rafaela, porque no comía ni dormía y andaba desquiciado por ella, descubrí tanto fuego en sus ojos pequeños y tanto desvalimiento en su andar descuadrado, y me impresionó tanto tener que sujetarle por el antebrazo para que no se me cayera como un fardo sin vida propia cuando la nombró, que accedí a intermediar entre los dos. Con mi concesión y dos cachetitos se reanimó sobremanera y en el colmo de su caradura, y puedo decir que la tenía bien ancha, plantada sobre una gran cabeza, me pidió que escribiera una nota romántica a la chica como si fuera de él. Asentí de mala gana, porque una cosa son las palabras dichas y otra muy distinta dejar constancia por escrito. Le escribí la nota conforme a lo que él me decía y fui a llevársela a ella escondida entre las cremalleras. Como no la conocía, tuve que preguntar a las maquinistas mayores.
— Aquella de nariz tan larga y pelo rubio —me dijeron un tanto intrigadas—, pero tiene novio— me advirtieron.
Pensé que aquello lo iba a encajar muy mal mi amigo, pero yo fui a llevarle la nota y me quedé tonteando con las bobinas de hilo por si había respuesta. Rafaela leyó la nota y se mostró muy sorprendida y, según me dijo, muy halagada por aquellas palabras escritas en un trozo de papel de una libreta cualquiera. Durante un rato grande ella me miró y yo la miré hasta un momento dado en que ya no sabía dónde poner mis ojos nerviosos. Ella, al ver mi azoramiento, se apresuró a decirme que no había respuesta.
Con las mismas, bajé al almacén donde Jeromo esperaba ansioso un sí o un no, aunque más bien un sí. Inmediatamente quiso hacerme prometer que al día siguiente le escribiría otra nota.
— Eres bajito, feúcho, cuadrado y cabezón, ¿por qué te va a querer? —le dije.
Pero me arrepentí al instante de habérselo dicho y le escribí una nota aún mejor que la primera. Así que al día siguiente estaba de vuelta al piso de arriba con la nota y las cremalleras.
— No hay respuesta —me dijo Rafaela después de quedarse mirándome aún más rato que el día anterior.
En mi vida había escrito muchas notas y con todas había obtenido la misma contestación. Yo ya empezaba a estar intrigado. Así estuvimos por lo menos quince días. Jerónimo sin atreverse a mirarla a la hora de fichar ni a la salida ni a ninguna hora, ella mirándome a mí mientras yo me miraba a mí mismo tratando de descubrir si me miraba porque mi ropa tenía algún roto o descosido, porque las maquinistas eran muy perspicaces y solidarias con eso y muy dispuestas para arreglarte cualquier cosa para que fueras presentable si les caías bien. Rafaela, además de guapa, iba siempre muy bien arreglada, muy limpia y oliendo a gloria divina. Ahora que lo pienso, nunca me devolvió las notitas. Después de un mes con este sube y baja, el sinvivir de mi amigo iba en aumento y ni siquiera Lorenzo conseguía consolarle llevándoselo de cañas y a jugar a las tragaperras. No tuve más remedio que darle un ultimátum, le dije que le escribiría la última nota y ya, porque se estaban acabando hasta los remaches y las cremalleras y ya no tenía género para subir a las máquinas. Le escribí una nota poco menos que de morirse, póstuma diría yo, si daba un no por respuesta, y vuelta otra vez para arriba con todas las maquinistas expectantes y bien situadas para ver mejor la entrega. Rafaela se tomó su tiempo, la leyó despacio y me miró de hito en hito de tal manera, que si hubiera sabido de un escondite cercano, me hubiera escondido de cabeza, pero, ¡oh, Dios mío!, esta vez si habló y no dejó lugar a dudas ni resquicio a la esperanza.
— Dile a tu amigo que es muy bajito para mí, pero tú… ¡qué pena que ya tenga novio! —dijo— ¡Qué pena! —repitió, y me rogó que la dejáramos en paz.
Mi amigo, en lugar de poner el grito en el cielo, estallar en llanto, o cualquier otra majadería de esas que hacemos los hombres cuando nos rechaza una mujer, como beberse una bodega entera, se apagó como una vela y estuvo durante mucho tiempo contestando únicamente con un “sí” o un “no” cuando le hablábamos. Se comportaba como un niño pequeño cuando está aprendiendo a leer y respira fatal en las pausas, pero sus ojos seguían pareciendo dos calderas de hielo hirviente.
A raíz de las notas a Rafaela, me llovieron pedidos de todas las maquinistas. Todas querían cartas, notas, cuatro letras para recuperar un amor perdido o para desenfadar a sus padres o amigos. Me convertí en una especie de Espinete entre las mujeres de la fábrica. Todas me demostraban mucha ternura, seguramente por la languidez de mi cara, debida a que pasaba más tiempo escribiendo que haciendo las comidas necesarias, al comer a horas distintas, mi padre y mi hermana ni se daban cuenta. Siempre he sido muy desastrado para vestir, así que la que no me cosía algún botón desprendido de mi ropa, me colocaba el jersey, me recolocaba la camisa o el cinturón si lo llevaba. Sin embargo, cuanto más cariño me demostraban, más imposibilitado me veía yo para pensar en tener una aventura con ellas. Me cogían la mano y me zarandeaban un brazo con cierta familiaridad para contarme alguna ocurrencia, un rumor, o incluso una historia cierta. Me llenaban la cara de besos después de entregar mis misivas y escuchar sus risas confiadas. A todo esto, mis manos permanecían rígidas, implacablemente quietas, sin ponderar siquiera la idea de rozarlas.
— ¡Lo que sea por ellas! —me decía—, sin que mi cuerpo emitiese mensaje hormonal alguno.
Si podía ayudarlas con un poco de felicidad escrita en un papel, me ponía con gusto a la tarea y mi respeto iba en aumento con cada sonrisa que me regalaban al entregarles las cartitas, total por cuatro palabras de reconciliación futura.
Las chicas de oficina eran un mundo aparte, nadie tenía acceso a ellas excepto yo, que, como chico de los recados, entraba y salía de todas las secciones. Solo de vez en cuando a lo largo del día, aparecía una de ellas, casi siempre Pilar, para entregarle pedidos o alguna orden escrita del jefe a nuestro encargado, el Sr Vega. Pilar llevaba una media melena rubia natural y vestía discreta y elegantemente, sin pavonearse de su belleza. No se le notaba nada que trabajaba en la oficina, se comportaba siempre con sencillez admirable, cuando iba al almacén hablaba con todos nosotros, lo que le acarreó más de una bronca de su jefa de despacho, pero ella le decía que la gente del almacén también eran personas. Para todos nosotros esas chicas eran las intocables, un rango superior, inalcanzables para alternar o tan siquiera para hablar con ellas.
Algo hice mal, o en alguna cosa que no recuerdo contrarié a mi encargado, porque me castigó mandándome contar, una por una, ciento veinte mil redecillas para el pelo. Cuando vi los cajones de madera donde se guardaban metiditas en sus bolsas transparentes, casi me da un pasmo. Allí había por lo menos un millón de aquellas cosas tan menudas que se ponen las mujeres por la noche, para no estropearse el peinado al dormir.
— Paciencia Filipo —me dije al sacar el primer cajón.
Lo planté en suelo y sentado a tijera sobre él empecé a contar, pero muy pronto acabé tirado en el suelo de cualquier manera para contar mejor. Cuando más enfrascado estaba en los números con mis dieciocho años a cuestas, vi asomar por ese rincón perdido del almacén unas piernas preciosas. Pili, de pie a mi lado, me miraba muy seria y no apartó la mirada de mí cuando yo, a mi vez, me puse a mirarla.
— Tengo que hablar contigo —me dijo—, lo que te voy a decir, no se lo he dicho a nadie y me da un poco de vergüenza.
Yo dejé de contar para escucharla por los ojos, porque seguramente no iba a ser capaz de entender las palabras que me entraran por las orejas. Pili, que se había detenido un momento para hacer acopio de valor, se arrancó de un tirón, clarito y con muy buenas maneras.
— Que sepas que me gustas mucho y aunque tengo novio desde hace un año, si tú das el paso, yo estoy dispuesta. Toma —me dijo, alargándome una nota donde me decía brevemente lo mucho que le gustaba y me daba una dirección y un teléfono.
¡Hala!, las redecillas que ya llevaba contadas a hacer puñetas. No fue solo que no me diera tiempo a contestar, porque se marchó nada más entregarme la nota, es que, aunque yo hubiera querido hablar, vete tú a saber dónde estaba mi lengua, huida de mi boca, desde luego. Mi cara se había puesto de todos los colores y me quedé allí alelado sin poder mover ni una pestaña. No era para menos, sin un duro en el bolsillo y con la nula experiencia que yo tenía a los dieciocho años.
Cuando regresé a mi planta sin haber anotado las redecillas que había estado contando, lo primero que me cayó encima fue una bronca de mi encargado por estar mirando, según él, las musarañas. Después, Lorenzo y Jeromo, que se habían coscado rápido de lo que allí había pasado, vinieron flechados y me sometieron a un interrogatorio poco menos que de tercer grado. Yo, con toda candidez y a tropezones, se lo conté todo y ellos empezaron a hacer planes por mí y sin mí. Que qué suerte, que era un cañón con un cuerpo impresionante, que otra oportunidad como esta no iba a tener en mi vida.
Bastante aturullado estaba yo para, encima, tener que aguantar las bromas de mis amigos atizando el fuego del deseo, que, francamente, yo no terminaba de ver por ningún lado. Pilar era guapa, muy inteligente, un verdadero regalo, se podrían desentrañar los misterios del alma hablando con ella, pero yo, que andaba bastante confundido y que intentaba por todos los medios separar amor y deseo, sin saber bien lo que era ninguno de los dos, filosofaba en voz audible a la salida de la fábrica, gesticulaba conmigo mismo dándome innumerables razones en pro y en contra.
— ¡Qué pena, tan joven y tan tarado! —decía la gente que me encontraba, alejándose calle arriba.
Esa noche, el sueño no llegaba ni por asomo. Hablé mucho con Dios, hablé con los pósteres de películas que llenaban las paredes de mi habitación y, cómo no, con mi héroe de cabecera, Robinsón Crusoe, preguntándole qué habría hecho él en su isla con ella a solas.
¿Se aprende a amar, o se nace ya sabido? ¿Qué puede decirle a una mujer de veintiún años, un muchacho de dieciocho? En menuda encrucijada estaba, la noche pasaba volando y yo no me había comprometido ni con Dios, ni con los pósteres, ni siquiera con Robinsón Crusoe, y para colmo, en el almacén esperaban como fieras una decisión mis dos amigos. Si optaba por blanco, estaría metido en un buen lío, porque no sabría qué hacer ni que decir ni qué pasos dar. ¡Dios mío!, ya estaba angustiado y aún no había pasado nada. Y si elegía negro, sería el cachondeo padre. Otra vez Jeromo y Lorenzo se me echarían encima con lo de cañón, monumento y hombría. Un flan era un diamante puro a mi lado.
Como me temía, la noche pasó de largo y me presenté al trabajo con los ojos como botijos sin agua y con mucho fuego. Lorenzo y Jeromo se me pegaron como lapas nada más llegar.
— ¿Cuándo le vas a tirar los tejos, chacho? —me repitieron un millón de veces.
Yo, callado y con la cabeza gacha, hice oídos sordos y me fui a mi rincón a contar las redecillas de millón en millón. Aquel castigo del encargado, solo y apartado del mundo de los vivos, era en ese momento de lo más agradable. Pocas soluciones encontraba fuera de estar allí apartado contando vellocinos. Las visitas de Pilar con la excusa de llevar papeles o pedidos se hicieron más frecuentes y yo cada vez más callado y más muerto. Tanto me azuzaron mis amigos, que en varias ocasiones llegué a imaginarme en la cama con ella, pero me entraban las siete cosas y me daban ganas de salir corriendo por ahí para respirar hondo a solas y tranquilizarme. La verdad, tenía vergüenza de mí mismo, de mis dudas, de mi deseo, de todo. Incluso Pili notó el estado en que me encontraba.
— No me importa nada tu cojera y no te preocupes, lo que no sepas yo te lo enseño —me dijo al verme tan atascado y con los ojos tan melindres.
Aquello terminó de quitarme el sueño para una eternidad. No sé cuántas noches estuve sin pegar ojo. Y mis amigos, dale que te pego a avivar el fuego del deseo. Aprovechaban cualquier resquicio de tiempo para zurrarme la sesera.
Pero después de darle más vueltas que una noria vieja en los espacios nublados de mi pensamiento que no podía controlar, tuve que reconocer que no me veía preparado. Aquella mujer era algo muy sagrado e intangible. Debía hablar con ella para hacérselo comprender, aunque pensara que soy el tonto más tonto que ha parido madre y que lo que de verdad me pasaba es que tenía mucho miedo.
Y sí que tenía mucho miedo, mucho, mucho miedo. Hablé, es un decir, por fin con ella y fue ella misma la que sacó, literalmente, las palabras de mi boca.
— Si no estás preparado, de acuerdo, cuando lo estés avísame, te estaré esperando —me dijo muy desencantada pero muy educadamente.
A los pocos meses se marchó de la fábrica y yo seguí conservando su dirección, no sé muy bien por qué. Dos años más tarde nos encontramos en la boda de una compañera. Se había casado con su novio de toda la vida y estaba guapísima. Se me acercó para decirme en un aparte que nunca querría a su novio como me había querido a mí y que seguía esperándome. Yo, por supuesto, con el ahogo de siempre, farfullé algo ininteligible, le di dos besos y desaparecí del banquete y del baile, aprovechando que no hay cosa que más odie que los bailes y más los de las bodas.
Pasé una buena temporada a la sombra, encerrado en mí mismo en mi cárcel particular, estudiando comportamientos, analizando el lenguaje humano, el movimiento de los ojos, lanzando de vez en cuando miradas furtivas al espejo para ver si emergía algún desenlace, algún sueño dichoso que pudiera haber cobrado vida desde mi propia imagen. Por aquel entonces descubrí a Herman Hesse, Faulkner y algunos otros, a los que leía desaforadamente como si así pudiera olvidar. Durante meses no quise ver a mis amigos ni a nadie, leí tres veces seguidas Robinsón Crusoe y los cuentos de Chejov. Al salir del trabajo, me compraba un bocadillo y me iba a ver las películas de la Filmoteca que era lo más barato. Así descubrí a Rohmer y en cada personaje de este director francés encontré lo que durante tantos años había alimentado mi corazón, y mis ojos, ¡las miradas! Me parecía extraordinario poder identificarme con alguien, aunque fuera en el celuloide. En la soledad de mi cuarto sentía gran necesidad de hacer avances y ensayaba miradas, la mirada definitiva que pudiera hechizar a una mujer.
— Pero que tonterías haces —me decía a mí mismo para no volverme loco.
De una cosa estaba seguro, caso de que encontrara esa mirada, dada mi aprensión, tampoco movería un dedo para avanzar en una relación.
El tiempo fue pasando, la angustia empezó a debilitarse y la necesidad de compañía me empujó a asociarme de nuevo con la gente, con mis compañeros, no sabía muy bien hasta cuándo. Los domingos hacíamos de quince a veinte kilómetros andando, recorríamos la ciudad y alrededores, parando solo para entrar en un cine, o tomar unas cervezas. Hablábamos mucho, mucho, de mujeres, de lo que había que hacer para ligarlas, de si había que entrarles suaves o directos. Pura cháchara, porque cualquier mujer puede desarmarte con una palabra o con un simple gesto, a la hora de la verdad, como ya tenía comprobado, te llovía por todas partes y nunca te enterabas de dónde te caía el agua.
Al volver a casa, cenaba y, al meterme en la cama, todo lo que habíamos hablado y aclarado, se volvía confuso y difuso y aguado en mi cabeza. Me llenaba de dudas. ¿Qué hay que hacer para amar? ¿Darse completamente y quedarte tú a la intemperie si te vienen mal dadas? ¿Exponerte a estar indefenso? ¿Confiarte a tu mirada, a su mirada? Y así me pasaba una noche sí y otra también, en vela, con la cara cada vez más esmirriada y los ojos encendidos como hogueras de San Juan. Me sentía arder por dentro y por fuera. Cualquier cosa que tocaba me quemaba. Lloraba sin llorar por todas esas mujeres tan dulces que habían pasado por mi vida, de las que ya no iba a saber nada nunca más, que me habían abierto el corazón de par en par para darme lo que yo nunca había sabido darles y cuyos cuerpos no había sabido desenvolver. Mi complejo por la maldita cojera, había hecho que me minimizara y me torturara con preguntas que nunca podrían tener una respuesta. Solo tenía miradas, en el autobús, por la calle y hasta en la terraza de mi casa. Cuántas veces había mirado a una mujer en un vagón cualquiera del Metro, sin ver nada más, solo su mirada, y había creído ver un destello de súplica un ¡date prisa que en la próxima me bajo!, ¡háblame con los ojos, pídeme algo, una bobería, ¡rápido, que ya llega mi parada!, y yo sin mover un dedo, ni abrir la boca para toser o para llamar su atención, sin apartar los ojos de ella, había dejado que se bajara del vagón, se perdiera por las escaleras mecánicas y se esfumara entre la muchedumbre. De la carne al humo y luego a la nada, siempre la nada, y el vacío que roe y la pregunta que brama, que se mueve con la sangre y sale por la boca a borbotones y no es más que la nada.
Por una casualidad, le hice un favor muy grande a Marisa, una de las maquinistas del sótano, la cubrí en un fallo desviando toda la culpa hacia mí. Su encargado era una mala bestia, ignorante y reprimido, cuyo deporte favorito era hacer llorar a las chicas con monumentales broncas para luego, en un acto de sadismo, acercarse y contarles un chiste verde. Un asco de persona. A mí no podía llamarme la atención, porque no pertenecía a su sección, y yo ya estaba bastante ocupado con mis viajes astrales como para asustarme de ese “tarambanas”.
Marisa tonteaba con un chico que era hermano de otra maquinista, Maribel, quien a su vez salía con el hermano de Marisa. Pero quería agradecer mi gesto invitándome a un refresco a la salida. Yo dudé, porque me sacaba casi una cabeza, me recordaba a Olga, en la estatura, pero acepté y, mira por dónde, me encontré, no sé cómo ni de qué manera, enredado con Marisa. Durante la cita del refresco hablamos de todo lo que nos gustaba a los dos, los libros, el cine y la música que preferíamos y, ante tantas coincidencias, lo que yo sentía era pánico y lo que sentía ella era amor según me dijo. Pero cómo era posible que en tan poco tiempo surgiera el amor. Delante del espejo, cara a cara, negaba yo el poder de mi mirada.
— “Negao” —me decía nombrándome a mí mismo y me apartaba, no sin antes echarme una última mirada de reojo para tratar de encontrar por alguna parte de mi cuerpo, algo que nunca había logrado ver.
Mientras solo se trató de hablar, y hablamos mucho, me sentía tranquilo, pero un día mencionó las discotecas de parejas, que yo ni sabía que existieran. ¡Ufff!, la cosa empezaba a precipitarse sin que yo viera motivo para correr tanto. Charlando yo estaba con ella de maravilla, incluso le regalé un single de Simon y Garfunkel, Puente sobre aguas turbulentas (Bridge over Troubled Water), que aceptó encantada porque le parecía una canción preciosa para recordarnos mutuamente. Pero, ¡ay, ay, ay!, que por más que Marisa me agarraba y empujaba, no avanzábamos porque yo estaba más parado que un burro sin ganas de andar. Después de muchos intentos por su parte, un día intuí lo que estaba fallando, la magia de los ojos no existía, no sosteníamos el juego de las miradas que yo admiraba en las películas de Rohmer en las que me había estado viendo a mí mismo viviendo una vida de celuloide que había confundido con mi vida real. Por fin, una mañana en la fábrica, en el tiempo del bocadillo, viendo que no iba a pasar nada, ella se me acercó y me devolvió el disco que le había regalado.
— ¡Toma! No quiero nada tuyo, ¡cobarde! —me dijo con voz firme y fuerte para que todos lo oyeran.
Me puse como la grana, mientras mis compañeros relinchaban a carcajada limpia. La verdad sea dicha, en un universo como aquel, con tantos machos que medían su hombría contando sus conquistas, yo estaba a años luz de distancia.
Realmente no sé lo que me pasaba, no podía encontrar mi sitio en el mundo ni sabía estar a gusto con otros seres de carne y hueso. Seguía sin saber amar, sin saber qué decir o qué hacer. Tenía con las mujeres un tacto horroroso y no me enteraba de nada cuando estaba entre ellas.
Fantaseaba buscando la mirada única, la de James Stewart vistiendo a Kim Novak en Vértigo (Hitchcock), la del protagonista de Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’un reveur), de Bresson. Soñaba y me despertaba con el deseo de encontrar esa única mirada, pero tenía que conformarme con unas gotitas de miradas en el autobús, en el Metro, en la calle, esperando que se abriera un semáforo, o bajo un portal cuando llovía. Estaba resultándome muy difícil dar con la clave que descifrara la química oculta de las mujeres.
Empezaba a preocuparme, ya iba para diecinueve y era como un capullo sin abrir. Una noche, a eso de las diez, estando ya en la cama, aparecieron de repente por mi casa los amigos del pueblo, que venían a buscarme para pasar la noche en danza. Mi padre lo aprobaba, porque era cosa de hombres. Me sacaron de la cama, me obligaron a vestirme y me preguntaron por un buen sitio para ir de putas. Lo preguntaban como quien pregunta por una pastelería. No me creyeron, por supuesto, cuando les dije que yo de putas no sabía nada. Como ellos porfiaban, al final fuimos a ciegas dando tumbos por todos los tugurios abiertos, donde nos sobaron bien la cartera y la espalda. Regresamos sin un duro y, como vulgarmente se dice, con el rabo entre las piernas. Claro que yo lo agradecí, porque menuda nochecita de tirar la hombría por el suelo, no para pescar amor, sino sexo a secas y yo eso sí que no lo quiero, no lo quiero.
Ya podía decir que había salido de putas, pero de puta pena.
A veces, en las tardes libres, cuando el sol se ponía mocho en invierno y las nubes lo cubrían todo con un gris brillante, pero muy triste, cogía mi cuaderno y mi libro y me iba a vagar sin rumbo, solamente para mirar y cuando me cansaba de mirar, me sentaba en un banco a ver pasar a la gente, porque en esas miradas rápidas al girar la cabeza de improviso, encontraba siempre la instantánea. Todas las mujeres me parecían guapas, cada una a su manera, con estilos diferentes, distintas formas de andar mirando, de mirar andando. Con la mirada se viaja mucho, se recorre mucho espacio en tanto se aminoran las palabras, pero si cuando vas andando te paras por cualquier circunstancia y ella o ellas, también se paran a buscar algo en el bolso o a colocarse las medias y se cruzan de forma casual las miradas y no se apartan, sino que se sostienen, en ese nanosegundo, hay un millón de palabras sin voz que piden paso. De vez en cuando, por cansancio o para anotar en el cuaderno las distintas formas de mirar, me sentaba en un banco del parque, en una escalinata o en el bordillo de la acera. La mayoría de las mujeres que descubría en el parque eran madres charlando con otras madres mientras cuidaban de sus hijos. En ocasiones se interrumpían para respirar y desviaban la mirada en busca del asentimiento que corroborase la certeza de todo lo dicho, si encontraban una mirada afirmativa, volvían despreocupadamente a la charla, refrendando con la cabeza lo que decían. En los bordillos y las escalinatas me encontraba con miradas fugaces, las que esconden pasiones explosivas o, también, curiosidad malsana. En esas pausas me preguntaba a menudo si podría ser feliz así, solo a base de miradas, o qué vida sería la mía con aquella que me miraba y yo, a mi vez, no dejaba de mirarla. Volvía muy cansado, pero muy colmado de miradas y con menos ansiedad, apagaba la luz nada más meterme en la cama y empezaba a soñar que miraba a todas las mujeres del mundo y ellas me miraban. Si alguna me hacía un guiño, un gesto como de querer meterse conmigo en la cama, me despertaba asustado y encendía la luz para mirar los pósteres de cine que me recordaban escenas de amor en el cine y besos antológicos en la pantalla o pasajes de libros que releía a menudo hasta que, ya más tranquilo, podía apagar para dormir acompañado de la soledad de lo inanimado que a mí me animaba y convertía mi habitación en una fantasía con alas batiendo en cualquier lugar del mundo sin salir de mi cuarto. Al sonar el despertador me levantaba como un autómata para lavarme, desayunar, meter en mi bolsa el bocadillo, el libro y el cuaderno y salir por la puerta para empezar un nuevo día, un nuevo fragmento de vida en busca de nuevas miradas, sin descanso, en la fábrica, en cualquier lugar. No había tic-tac de reloj que se detuviera para mi yo físico, pero yo esperaba detenerlo en el espíritu para amar, suspirar, maldecir, agradecer, suplicar y eternizar la mirada.
Unos días después de haber roto con Marisa, Maribel, su compañera, que salía con su hermano y viceversa, vino a mediar por ella en el tiempo de bocadillo. Hicimos un aparte y quedamos en seguir hablando. Al hablar nos miramos con sosiego, pausadamente, sin bajar los ojos, y no me sentí del todo mal. A la mañana siguiente ya estábamos hablando solo de nosotros.
Maribel no destacaba por nada especial, pero llevaba en sus ojos un brillo sereno que exteriorizaba toda la bondad que había en su interior. Ella y yo hablamos de muchas cosas y estuvimos de acuerdo en casi todo, lo cual ya me puso en alerta, porque esto ya venía siendo común en todas las relaciones que comenzaba. Estaba bien con Maribel, era muy perspicaz, tuvimos varias citas y no me hizo caer en ningún tipo de melancolía o ausencia a las que yo estaba tan acostumbrado. Yo quería ser sincero y le dije que yo, deseo no sentía por ella, pero sí mucho afecto.
— Hasta donde dure, ahora solo pienso en estar contigo —me contestó ella con una actitud que me hizo titubear.
— Marisa ya me ha advertido de lo que va a pasar —me dijo, y volvió a tambalearse mi corazón ante tanta sinceridad, parecía que no le importase su propio naufragio y me asombraba la enorme dignidad con que lo llevaba.
Haciendo un último esfuerzo me la llevé al cine y en esas dos horas de sueños que duró la película, se me despertó el agradecimiento y el deseo corporal de estar con ella, la tuve agarradita de la mano todo el tiempo. Estaba entusiasmado con la historia de la pantalla y le besé la mano varias veces en un gesto espontáneo que nunca hasta ahora había tenido con nadie. Ella se dejó hacer y, en silencio, puso mi mano en ciertas partes de su cuerpo dejándola allí sin moverse. Aunque no me desagradó, yo no sabía muy bien qué hacer con mi mano. Dentro de aquella penumbra yo no podía mirarla a los ojos y ver su deseo, así que el recuerdo de su bondad y su honestidad reprimió los instintos que habían despertado en la oscuridad de aquella sala inmensa.
No supe nunca si amaba a Maribel y tampoco quise engañarme por más tiempo.
Ojos azules, verdes, marrones, negros, de agua, claros de luna, apagados, llorosos, limpios, pequeños y grandes, muy abiertos, o ciegos, algunos escondidos detrás de una capa de maquillaje. Ojos que miran sin mirar, ojos que miran de reojo, ojos con nombre de mujer.
— ¿Tú cómo te llamas?
Inés, Olga, Eva, Virginia, Herminia, Maribel, Sara, Isabel, Luisa, María. Ojos sin cuerpo, sin carne, que permanecen. Al fin y al cabo, la carne se pasa, pero la mirada de esos ojos no, ni el corazón ni, por supuesto, el alma. El alma de todas esas mujeres, de todas las mujeres, inspiradoras de arte, de vida y de esperanza, es terreno sagrado, digno de un respeto muy grande que nos llama a amarlas, a amarse mutuamente si es preciso. Siempre con respeto, con un respeto enorme. Y eso era en parte lo que a mí me pasaba. Por no querer hacerles daño ni que me lo hicieran, no había podido aprender a amarlas, incluso tenía miedo de tocarlas. Me conformaba con mirarlas. Con miradas alimentaba el amor que luego intentaba plasmar en cuadernos, a mi manera. ¡Desde luego, daba pena! Me encontraba sus voces en las páginas de los libros que leía, sus miradas en los planos de las películas que iba a ver. El vestido, los zapatos, los pantalones, los calcetines o medias, las blusas que ellas llevaban, todo lo veía hecho a la medida de la mirada. Solo escuchaba hablar a sus ojos, por teléfono, por notas, por cartas. Ojos que miraba sin cansarme, ojos que se dejaban mirar y me miraban. Toda nuestra vida vivida en el lugar mágico del iris.
A partir del episodio de Maribel, frecuenté la Filmoteca más que nunca y repasé desesperadamente a Borges, Steinbeck, Faulkner, Bernhard y tantos otros, buscando el conocimiento del amor que no conseguía encontrar ni en esos libros ni en mis citas con las chicas de la fábrica y me di cuenta de que solo era capaz de descubrirlo en las miradas.
Felipe Iglesias Serrano