Habrá que volverlo a leer varias veces para poder decir algo digno de encomio…pero la primera leída me deja una sensación de frescura y humor que llega a trascender a la descripción de la escena. Muy logrado. Me parece excelente !!!
Roberto María Zamalloa.
“¡Tekeli-li!, Tekeli-li!” [1] El teléfono sonaba ya por tercera vez. Era temprano, no habían dado las nueve en el reloj del almacén y comenzaba a preparar el trabajo que más tarde distribuiría al resto de los empleados. La voz risueña de Cristi aplacó la línea.
— ¿Girondo?, ¡huy!, en qué estaría yo pensando, en mujeres que vuelan, claro, tú eres… Preguntan por el señor Medrano, tú…
— Pásamela Cristi —le dije rotundo, no sin cierto desasosiego en el paladar.
Sentía una punzada cerca del ombligo que me oprimía el estómago y me provocaba una especie de bilis en la garganta. En realidad era sólo un mal presagio. No había hecho nada malo que yo supiera y nada había de temer.
— ¿Señor Marrano? —y me pareció oír que la voz surgía del otro cielo— ¿Señor Marrano? —insistió la voz, y sonaba a mojoncito dulce y a tan poquita cosa, que, presa de un anonadamiento pasajero, fui incapaz de sacarla de su error al citar mi apellido.
— ¡Síii! —contesté y, al mismo tiempo, noté cómo me entraba por el buche un trozo de nube de polvo cruda y cómo mi voz espigada, desmigaba la carraspera de mi garganta.
— Soy la madre de Susanita y verá, mire usted… —del mojoncito de voz sobresalía una firmeza tan… que instintivamente me llevé la mano a los pantalones, como si el miedo fuera a bajármelos a los tobillos, su sitio natural, lo veía venir desde que empezó esta conversación.
— Voy a ir al grano porque sé que le pillo a usted en horas de trabajo. Yo sólo quiero que mi hija sea feliz, ¿sabe usted?… Aquí delante de mí, tengo una foto suya con ella, es que mi hija, ¿sabe?, es muy descuidada, deja las cosas en cualquier sitio…
Yo sujetaba con una mano los pantalones, que ya ni sentía en mi cuerpo, y me imaginaba a la autoritaria madre después de encontrar las fotos, totalmente inofensivas, registrando exhaustivamente la habitación de su hija y asumiendo con lógica aplastante su papel de madre carcelera.
— Claro señora… Perdone, ¿cómo se llama?, no me gusta hablar con alguien de quien no sé su nombre.
— Isabel.
— Isabel, su hija es un caos humano, es verdad, tiene esos “descuidillos”…
Y según lo decía, no podía apartar de mi cabeza la imagen de una mujer menuda, puro nervio, zarandeando frenéticamente el caos natural en que se convierten las habitaciones de los hijos para obtener cualquier clase de información. En su búsqueda de respuestas, ¿comprenderá mejor?, ¿averiguará algo no deseado?… Inexplicablemente, la madre es el ser humano primordial.
No sentía sudores en mi frente, sólo el pressing telefónico agazapado en mi oído derecho y un tintineo en los huesecillos de mi débil mano izquierda, que sujetaba los pantalones.
— Porque usted señor Marrano, ¿qué edad tiene?
Yo al principio no la vi venir, pero era indudable que había salido de la trinchera y se lanzaba campo a través como los australianos en Gallipoli [2]. “Morir matando por mi hijita” sería el lema. Una boca aspiró esa décima de segundo que duró el silencio impuesto por la pregunta, no sabría decir si fue mi boca seca o la suya.
— Y además trabaja usted en un sex-shop, lo digo por la tienda que se ve al fondo de la foto. Mi hija, aunque ya tiene veintiún años es una cría, ¿sabe usted?, ¿me comprende?, su cabeza pasa todavía por la edad infantil, y con su asma…
Hablaba atropelladamente, como si quisiera decirlo todo de una vez y en el menor tiempo posible, pero su voz mojoncita permanecía firme. Todo sonaba a representación bien ensayada, a que había pensado durante mucho tiempo lo que iba a decir bien armada de valor y de datos extraídos de la habitación vacía de su hija durante las horas de universidad. Se había fijado la tarea de ser madre con mayúsculas y, sin apartarse un ápice del guión, siguió zumbando en mi oído su voz cadenciosa de arroyuelo múltiple.
— ¿Sabe usted que tiene una enfermedad muy grave en las vías respiratorias y que posiblemente no llegue, por estas gracias que tiene la vida, a cumplir los treinta?
El estrépito que armó el teléfono al caer encima de la mesa fue menor comparado con la actividad de espirales circulares que desfilaban por la oscuridad que de pronto vino a anegar mis ojos. Sentí pasar por ellos toda la eternidad y el fuego del infierno bajo mis pantalones. Recogí el auricular con un innecesario tembleque. Ahora la voz de Isabel se oía mucho más lejana…
— Mi hija habla conmigo ¿sabe usted? Me cuenta algunas cosas…
Reaparecí, las espirales desaparecieron de mis ojos y en ese mínimo descanso de la turba mental en que los guerreros toman aire antes de proseguir la lucha, recordé a Susanita revolando alrededor del Metro por Vallecas, cerca de mí, cantándome en ambos oídos, para que lo oyera en estéreo, los broncones con su familia, los derrumbes paternos y afirmando: “Sí, me he cargado a mi familia yo solita, y lo he hecho sin ayuda de nadie. No sé qué más sabré hacer para destruirla…
Isabel no escuchaba ni dejaba hablar, proseguía con su relato.
— Ella fue la que me dijo que le abordó a usted en el Metro, que tiene cuarenta y pico de años y que es separado. Ella es así ¿sabe usted señor Marrano? Y yo sólo quiero que mi hija sea feliz, lo más feliz posible, es lo único que pido. Estas cosillas de usted, sus regalos, lo que me he ido encontrando en esos descuidos de mi niña…
Había tanta calidez en sus palabras, tanta familiaridad en su voz mojoncita, que yo ya me iba acostumbrando a que me llamara por ese nombre tan peculiar, incluso llegué a pensar que bien pudiera ser que alguien de la rama familiar se llamara así.
Ella proseguía imperturbable su monólogo. Me di cuenta de que lo que yo pudiera decirle no le interesaba. Mi pantalón se iba cada vez más abajo o así lo pensaba yo. Lancé un par de miradas furtivas en derredor mío, pero, afortunadamente, la oficina estaba tranquila, todas se habían ido a desayunar a Flores, donde sirven unas pulguitas y un café deliciosos. Ni tan siquiera se me hizo la boca agua al pensar en el desayuno, como otras veces. Tenía la boca tan seca como si alguien hubiera puesto un torrezno salado en mi paladar.
Pude articular alguna frase completa en un hueco de su perorata, cuando se detuvo para tomar aire.
— Señora… Isabel… los dos queremos lo mismo. Yo aprecio a su hija y ella me dice que le vienen terapéuticamente bien nuestras conversaciones. Pero hace ya más de tres meses que no la veo. Yo respeto su silencio y sepa que no hay nada entre ella y yo fuera de hablar y hablar, se lo aseguro Isabel. Y le digo más, la respeto muchísimo, sobre todo por su fragilidad. Pues eso…
Me oía hablar a mí mismo, tan serio, como para convencerme de que no había desgana en mis palabras, sino verdadero y sincero afecto por aquella muchacha de veintiún años con cara de biberón senegalés.
— ¡Dios mío! —me dije.
Ya apenas escuchaba a la madre mientras me contaba de las mil y una formas de respeto, a buen seguro refiriéndose a ella, pisoteadas por la hija a todas horas, mientras el padre, trabajando todo el día en Telefónica, no se enteraba de nada.
Sólo nombrar la palabra respeto me infundía pavor, porque es una palabra hueca si no va acompañada de alguna breve acción que la respalde. Yo, sin darme cuenta, había soltado mis pantalones. Agarraba el auricular fuertemente con la otra mano, no sabía bien si con la intención de estrangular el aire con el cable, por puro miedo, o por no medir en qué lugar de mis piernas se hallaban los susodichos pantaloncitos, esa prenda que en apariencia otorga la mayoría de edad ante los demás. Decoro.
Deposité una mirada salvadora en aquel cuadrito sin valor, cuyo viejo marco se sostenía en un ángulo de mi mesa. Aquel mar de espuma blanca me tranquilizó a medias. Nunca me había fijado en la firma hasta ahora, un garabato largo escrito de una vez: Poe.
La madre seguía hablando, intentaba tranquilizarse ella sola. Al parecer no tenía interés en obtener respuestas de mí, salvo (y ya la había obtenido) lo referente a su máxima prioridad: la carne. A todo esto, yo no conseguía saber por dónde diablos andaban mis pantalones, apenas sentía ya la mano que sostenía el teléfono y la oreja me ardía con saña. Me noté tenso, sin saber dónde poner ya el remolino de manos que me aturullaba. Por qué será que en presencia de una madre se siente uno observado y vigilado como un conejillo de indias. Así me sentía yo en aquellos minutos infinitos, en el papel de calmante tranquilizador, pero hecho trizas, intentando superar lo insuperable, el visto bueno de una madre ¡por teléfono! Miré de nuevo la pintura del cuadrito con escepticismo y me sentí atrapado, sin fuerzas para seguir luchando por causas perdidas. Además, ya no tenía ganas de poner orden en el caos de Susanita. ¡Qué más daba! ¡Que volara sola! Por qué iba a luchar para salvar la amistad de una mujer con mentalidad adolescente. No hay amistad que cien años dure con una madre por medio. Cada una de las palabras de su boca eran disparos de perdigones que me abrasaban parcialmente los párpados y me hacían arder temporalmente las hormonas. Llegado a este punto, la verdad es que me daba igual todo lo que decía, ni siquiera me preocupaba lo que había sido de mis pantalones ni de los nudos enredados del cable telefónico. Puros nervios. Por educación esperé que acabara, aunque estaba deseando colgar, por cansancio y porque habían vuelto mis compañeras de desayunar y tenía la falsa impresión de que sus orejas eran más largas y estaban más cerca de mí de lo habitual. En un trabajo monótono, en el que se hace siempre lo mismo y se trabaja siempre con los mismos artículos, el incidental vuelo de una mosca, por leve que sea, es motivo de arduos comentarios “titanic” que te hunden más y más en la miseria para que la rumorología maledicente pueda durar días.
Volví a la realidad sin temor a haberme perdido nada, después de haber llegado a la conclusión de que no me interesaban ni la hija ni la madre si esa amistad llevaba aparejada a las dos partes. Y pensé que bien podía seguir intentando hacer de su niña una santa, si su niña se dejaba. Buen mozo, buen trabajo… lo de siempre, pero luego, con el paso del tiempo, desesperanza y vacío. En esta triste conclusión estaba cuando oí al mojoncito de voz susurrándome al otro lado del hilo.
— Lo que sí le pido es que esto que estamos hablando no salga de nosotros, se lo ruego por favor, mi hija es…
Y mi hija esto y mi hija lo otro, pensaba yo y ya me temía que se fuera a alargar la conversación otros cuantos minutos que mi oreja no sería capaz de aguantar, pero me equivoqué porque Isabel, más tranquila y con una educación exquisita, creyó oportuno dar por zanjado el asunto y la conversación, o monólogo más bien. Yo, idiota de mí me obcequé inútilmente en estos últimos instantes en seguir tranquilizándola, a pesar de que ella estaba ahora muy sosegada y hasta feliz. La muy perspicaz me había calado, un bobo bonachón y para su hija un perdedor. ¡Noooo! Tuvo que ser ella la que invadiera unos segundos de silencio mío para poner fin a aquello.
— Señor Marrano, le ruego nuevamente que esto quede entre usted y yo.
Desde luego el golpe de efecto, si eso era lo que había pretendido, funcionó, pues yo me desgané de toda lucha, o, tal vez, la hija realmente no lo merecía. Así y todo no quise despedirme sin interesarme cortésmente por ella.
— ¿Y cómo está ella?, lo último que sé es que se había operado de los ojos.
— Pues aquí sigue tan trasto como siempre, andamos detrás de ponerle gafas o lentillas, aunque ella no quiere, dice que le afean, pero no tendrá más remedio que ponérselas… Bueno, no quiero entretenerle más que está usted en horas de trabajo.
— Sí, bueno Isabel, pues cuídese usted mucho y cuide bien de su hija. Adiós.
Colgué tan de sopetón que hasta yo mismo me vi desprevenido. Ni sabía dónde estaban mis pantalones ni los sentía. Un desasosiego tan inmenso como el mar blanco del cuadrito se apoderó de mí. ¿Había perdido una amiga, o había ganado una madre?
“Tekeli-li!, ¡Tekeli-li!”, una nueva llamada apartó los pensamientos visibles de mis ojos mustios.
— ¿Dígame? —dije con débil vocecita— Era mi jefe.
Felipe Iglesias Serrano
[1] Grito ancestral que aparece en la novela de Edgar Allan Poe: Narración de Arthur Gordon Pym.
[2] Soldados australianos masacrados inútilmente en Gallipoli por el ejército turco en 1915, gracias a la desidia de los generales ingleses.