Mª ANTONIA PÉREZ GARCÍA.
Ya me jubilé, por fin, el viernes 28 de octubre. Parecía que no llegaba, en los dos meses de este nuevo curso, trabajados y muy estresantes, por cierto. Me han pillado las matriculaciones, las pruebas VIA, la presentación de los cursos, la revisión de la programación, el ajuste de horarios, el baile de las listas, las firmas de documentos y un sinfín de burocracia, además de la docencia propia de mi trabajo. Incluso la gestión de los libros de texto, de compra y préstamo, listas, autorizaciones, contactar con las editoriales, hablar con los comerciales, recepcionar paquetes de libros, distribuirlos… Hice el repaso inicial de las clases, cinco tutorías, elección de delegados, organización del estudio…
Vamos, que acojo esta nueva etapa con ganas y mucha satisfacción. Yo he disfrutado infinito dando clases, en las “escuelas de vida”, como llamaban a la escuela los egipcios. Me gusta el contacto con las personas, y me parece una gran labor social la docencia. Dar herramientas para que puedan los alumnos manejarse en su vida, en un mundo bastante competitivo y si me apuran cruel. Me dedicaré, si Dios quiere, a escribir, entre otras cosas, libros, artículos y participar en el blog de “Escritores de Villaverde”.
Ahora veré los toros desde la barrera: sentiré la música de inicio de clases en el colegio que está cerca de mi casa, la sirena del recreo, los niños en el patio… y quizá recuerde que en otro tiempo yo estuve allí.
Han sido 37 cursos completos y unos meses en esta fascinante aventura de la educación. Estoy satisfecha de lo realizado, pero cansada y maltrecha físicamente. Tengo anécdotas buenas y malas para escribir un libro que probablemente al leerlo muchos me dirían: “¡Qué fantasías!”.
Lo último, un alumno de cuyo nombre no quiero acordarme que en este mes y medio de clases, desde septiembre, me ha cuestionado lo que estábamos estudiando. Con acritud y hasta actitud chulesca me quitaba la razón cuando les explicaba que podían utilizar indistintamente una u otra forma verbal de pasado en relatos y diarios, cartas o agendas. Tal y como viene además reflejado en su libro de texto. Su insistencia y actitud desafiante han hecho perder tiempo de algunas sesiones a sus compañeros. Yo, lo más educadamente posible, le intentaba explicar los errores de su planteamiento. Y eso en adultos, con personas que se supone tienen un bagaje vital y son capaces de comprender cuando se les explica con paciencia. Sobre todo, sigo creyendo que la humildad, a la hora de aprender, es una gran baza. Si pensamos que lo sabemos todo y no necesitamos adquirir más conocimientos, ponemos una gran barrera para interiorizar nuevas ideas, recursos y posibilidades. Ahí tenemos a grandes sabios que empezaban sus discursos casi excusándose en que no sabían nada. “El aprendizaje no tiene límites”, les dejé escrito en la pizarra de eventos a mis compañeros del CEPA. Los límites los ponemos nosotros con nuestra actitud prepotente.
La curiosidad infantil, sobre todo en la etapa desde el nacimiento hasta los siete años aproximadamente, junto a la gran formación de conexiones neuronales, lleva a que los niños aprendan una barbaridad y con asombrosa rapidez. La curiosidad y la humildad llevan al aprendizaje. También la atención. Y según escuché a un catedrático pedagógico universitario, según se van cumpliendo años hay que focalizarse cada vez en una tarea. La dispersión no afianza aprendizajes.