“Hubo un tiempo en el que rechazaba a mi prójimo si su fe no era la mía. Ahora mi corazón es capaz de adoptar todas las formas: es un prado para las gacelas y un claustro para los monjes cristianos, templo para los ídolos y la Kaaba para los peregrinos, es recipiente para las tablas de la Torá y los versos del Corán. Porque mi religión es el Amor. Da igual a dónde vaya la caravana del amor, su camino es la senda de mi fe.”
Si me atrevo a hablar de Ibn Arabi no es porque tenga un extenso conocimiento de su obra, sino para despertar la curiosidad en los lectores tal y como este enigmático místico, pensador y poeta musulmán ha despertado en mí.
Y es que Ibn Arabi es un gran desconocido para la mayoría de los mortales. Nace en la Murcia de 1165, en los últimos tiempos de la edad dorada del islam, en el seno de una familia de un alto mando militar al servicio de Ibn Mardanis —conocido como el Rey Lobo—, que hizo prosperar la ciudad tanto a nivel político como comercial.
Con la caída en desgracia del gobernante, la familia de Ibn Arabi se desplaza a Sevilla, y es allí donde Ibn Arabi aprenderá de retórica, leyes, poesía y a recitar el Corán. Su vida da un giro cuando de manera abrupta el místico, como él mismo contó después, escucha una voz que le insta a seguir el camino por el que ha sido creado. Éste será el del retiro espiritual del asceta.
A partir de entonces comienza un recorrido vital apasionante que se desarrollará en la senda sufí. El sufismo, ahora tan denostado, es la corriente mística del islam, donde se considera que Dios puede ser hallado en cualquier forma o creencia. El sufismo, además, tiene su eje en la búsqueda interior de cada uno. Es decir, defiende que el camino hacia Dios no se encuentra fuera, sino dentro de nosotros.
Cuentan que Ibn Arabi se reunió con otro de los grandes de la época, Averroes, en una Córdoba llena de jardines, cascadas y lagos artificiales. El filósofo y médico andalusí se quedó fascinado por la profunda sabiduría del jovencísimo Ibn Arabi. A partir de la muerte de sus padres, abandonará Sevilla y emprenderá un viaje sin retorno por todos los dominios del islam.
En Fez se nutrió de nuevos conocimientos en lo que fue la primera universidad del mundo, que atraía a estudiantes de todos los rincones. Túnez, Alejandría, Meca y Medina, Mosul, Anatolia… durante 20 años se va en busca de los grandes maestros (¡y maestras!) de su tiempo. Se acaba instalando en Damasco durante sus últimos 17 años, donde aún hoy yace su tumba.
Además de un viajero infatigable también fue un incansable escritor. Basándonos en los títulos de dos listas que dejó, se puede decir que Ibn Arabi escribió unas 300 obras. Sin embargo, el número de las hoy conservadas oscila entre 75 y 100, algunas de ellas muy largas y otras cortas. Sus obras más conocidas son Los engarces de las sabidurías, Las iluminaciones de La Meca y El intérprete de los deseos. Para saber más, visitad ibnarabisociety.es.
Es en Ibn Arabi donde vemos que, a pesar de las inclinaciones más rigoristas en torno a la fe, la experiencia espiritual no es uniforme ni reduccionista, sino que puede revelarse en múltiples formas, tal y como el color del agua, dirá Ibn Arabi, es el color de su recipiente. Por eso hay que reconocer a Allah en todos sus credos. Que las sabias palabras de Ibn Arabi nos acompañen en esta época donde parece que la visión monocroma se nos impone. Atrevámonos a adoptar todas las formas.
LAILA MUHARRAM