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HUEVOS A LA FLAMENCA

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De oscuros nubarrones salta veloz el rayo,

hendiendo el fuerte roble o haciendo el corro mágico.

Distrtio17

                                                                                                Erasmus Darwin, 1789

 

Las diez treinta y nueve de la mañana, el timbre estaba a punto de sonar, veinte minutos de descanso, tiempo de bocadillo lo llaman en las fábricas. Las chicas ya tenían sus bolsas y envoltorios en su mostrador cerca de ellas, junto a sus blocs de pedidos. Caí como un fardo en la vieja silla que me habían proporcionado en oficina Y entresaqué, como todos los días, una doble página del periódico para proteger mi mesa de trabajo de las manchas. La naranja rodó hasta mí y se posó sobre un anuncio:

Volví a releerlo y me sentí algo confuso y también antiguo. Yo pensaba, creía… en fin, a mí me gusta el jazz, Javier Paxariño, la New Age, toda la música en general, leo, veo el último cine, Filmoteca también. Frecuento las cervecerías y las teterías…

—Asombroso —dije.

Lo repasé una vez más con la esperanza de encontrar el significado de aquellos pronunciamientos tan graves para mi corto entendimiento sexual. Nada. Frío. Sin dejar de comer, pues el tiempo era muy escaso y no estábamos para perderlo, miré subrepticiamente a mi derecha, hacia los mostradores que estaban más cerca del muelle de recogida de mercancías. Candi y Loli no habían vuelto aún de tomar su café diario. Leo, enfebrecida virtuosa, veintisiete años que parecían cincuenta y dos, tampoco, andaría zascandileando con su clónico rostro de mosquito mañanero. En el mostrador más cercano a mí por la izquierda desayunaban a mi lado, como siempre, Mari Mar y su hermana Sonia, embarazada ya de siete meses.

Leí a todas en voz alta el anuncio y tampoco entendieron la parte final. Estábamos todos en un estado de preocupación por nuestra ignorancia a punto del ataque de risa nerviosa, sobre todo Sonieta, con su risa infinita de muelle flojo que contagia a todo el mundo. Yo seguía serio dándole vueltas. Ya sé que era algo nimio, pero con todas las ventanas cerradas, aquel olor tan fuerte a regaliz pasado que desprendían las últimas cajas de géneros descargadas a primera hora de la mañana nos tenía medio colocados, dinamitaba el optimismo y, la verdad, había muy pocos momentos para reír cuando cualquiera de nosotros, en cualquier momento del día, podía ser despedido. El ambiente, de tan cerrado, era opresivo. La débil claridad que se filtraba por los sucios y antiguos ventanales pintaba las caras de ceniza y la piel de las manos de yema tostada contaminante.

Cuando Candi y Loli regresaron con Leo detrás, volví a releerlo en voz alta.

—¡Joer, joer! —repitió Candi.

Loli puso cara de asado tierno. No parecía entender nada. Leo, roja, no hablaba, sus ojillos transmitían el impacto de alguna aguja de fuego. Los ojos de Candi, auténticos carbones sin llama, habían recobrado vida instantáneamente al hablar de sexo; su lengua, escondida tanto tiempo, despedía fuego residual, tal vez por el colgamiento amoroso que tuvo años atrás y que todavía le duraba.

Por fin una de ellas lo dijo, no logro recordar quién fue.

—¿El beso negro?, nunca lo había oído.

—¿El beso negro? —repitió Candi, la más atrevida —No sé… ¿Qué es eso?

Hablaba mirándonos con gesto maliciosamente interrogativo y nosotros la mirábamos a ella sin poder apearnos de su imaginaria interrogante.

—El beso negro… —Repetíamos ahora todos en tono bajo, como con vergüenza.

Durante unos segundos nos estudiamos las caras en un desesperado intento por comprender. Todo eso era inútil, pero el afán por saberlo, por ponernos al día, nos espoleaba.

—¿Y el griego? —lanzó retadoramente Candi.

—Pues como no sea que abres tu armario y sale un griego en bolas… —Musitó Loli sin estar completamente segura.

—Sí, y que te enseñe el idioma —gritó Mari Mar desde el otro lado del almacén entre risotadas.

La conversación se animaba y el lenguaje alcanzaba ya una incandescencia sexual en la que se gesticulaba con los cuerpos, se hablaba con frases subidas de tono y se remachaba todo unánimemente con ojos bendecidos de carnalidad.

—¿Y el beso negro no será un beso en el trasero? Porque más negro que eso… —dije dubitativamente rascándome la oreja, imitando a mi hija Claudia cuando tiene sueño. Y me puse a pensar mientras las chicas muy alborotadas imaginaban el beso de las más diversas, suculentas y variadas formas. Algunas de ellas lloraban de gozo, otras de risa y otras más tenían un principio de arcadas. Y lo comentaban en voz alta, mezclando las conversaciones como en una reunión de vecinos.

Aprendiz de escritor en evasión imaginaria, me vi sentado en la mesa de estudio de mi cuarto. El cielo de la tarde se cubría de resplandores que hendían las nubes negras, hinchadas como traseros gigantes. Sumido en una inmensa sugestión inspiradora fabricando metáforas en un cuaderno, todas ellas sin sentido.

       “Siempre que miro mi cara en el espejo, veo reflejado el deseo de la tuya, ola tersa moviéndose entre las letras sumergidas página a página en mi diario.”

“Me llamaste desde aquel melancólico rincón, pronunciaste mi nombre como un sueño que surge del suelo y se desvanece”.

       “Oía tu voz desde tus ojos de océano negro que brillaban en los míos”

Dentro de esa ensoñación empecé a percibir extraños movimientos procedentes de los pasillos del almacén donde se guardaba el género. La carcajadas de las chicas no acallaban el siseo creciente de los estantes metálicos, una algarabía de sonidos que escuchados en conjunto formaban una posesa y besucona melodía. Todo cobraba vida en aquel laberinto enrejado de tornillos y arandelas aprisionados por manos humanas. Me acerqué despacio a los primeros pasillos, alejándome de las mujeres. Las bolsas de aseo, los perfumes, ambientadores y maquillajes se removían inquietos, sin duda mal colocados, pensé. Los mostradores de pedidos iban llenándose de una especie de polvillo menudo que desparramaba una mezcla de fragancias a telas recién cortadas, ambientadores descaradamente abiertos, lápices de labios y de ojos y cajas de maquillajes, rotas al ser descargadas, amontonadas en un rincón. Ese conjuro de olores afrodisíacos excitaba más los sentidos y bien pudiera ser una de las causas de tanto revuelo entre las chicas, además del anuncio del periódico. Era una pócima encantada que iba prendiendo en nuestros cuerpos porosos untados de tierra y polvo antiguo. Yo prefería darle un sentido práctico a toda esta alucinación, estaba claro que tendría que mandar limpiar las estanterías porque hacía mucho tiempo que no se tocaban. Era temporada baja, las ventas bajaban y las piezas se hacinaban unas encima de otras descolocadas en posturas provocativamente obscenas. Se mezclaban las mercancías nuevas con las viejas, y como no se retiraban, los artículos deteriorados que llenaban el suelo de los pasillos con raros dibujos y trazos de cielos estrellados, destellos celestes que simbolizaban pequeñas constelaciones en continuo movimiento, perdidas en el fondo de cualquier recuerdo. Los lápices de labios y de ojos y las sombras, pintarrajeaban veloces agujeros negros de colores oscurecidos, infinitos para el ojo humano. Las medias recién traídas de Alemania junto con la manicura, esparcían su olor a nylon y seda y al plástico protector de las fundas abiertas. El maniquí colocado junto a la entrada del almacén con unos pantys por toda vestimenta y los labios tristemente pintados me guiñó un ojo tan atrevidamente que por un momento dudé si serían los reflejos luminosos que sin duda transmitía el ventanuco que estaba a su izquierda unos metros por encima de él y pensé en cambiarlo de sitio. Resultaba curioso, me pareció ver que sus acartonadas formas carnosas vibraban. El metal de las pinzas, tijeras, cortaúñas y alicates de manicura estaba aún caliente por su última salida nocturna. Los lapiceros iniciaron un bailecillo pegadizo, desclavaban los pies del suelo y dejaban un sonido sutil de claqueta fisgona en el latón de los estantes grises, rozaban sus moderadas redondeces, estiraban y trazaban círculos de colores alrededor de sus puntas hasta dejarse caer desgastados por el cansancio. Rodaban hasta juntar sus delgados cuerpos en un resinoso abrazo. El cric-cric de las patas de metal que sujetaban el peso de las estanterías dentro de los pasillos semioscuros se mezclaba con una sinfonía de suspiros melosos y con el chapoteo de risas y de voces de esos pequeños momentos que disfrutaban las chicas dentro de su jornada laboral, como un paisaje que nunca llega a verse del todo.

Sobresaltado, desperté de mi semisueño. ¡Si sólo había dejado descansar mis ojos una chispita de tiempo! Todos los objetos dejaron de moverse y se esfumaron de pronto y no comprendía cómo, puesto que no desaparecieron del campo visual, sino que desaparecieron como una imagen borrada súbitamente.

Sí, en ellos existe vida de verdad. Yo los he visto crear con sus puntas anillos de colores. El polvo nunca crece alrededor de ellos. En el centro hay amorosos dibujos sobre los que bailan y cantan hasta caer rendidos con la primera luz del día y con la entrada a la fábrica de mujeres y hombres”.

       “Yo tenía la costumbre de hablar con los lapiceros, los maquillajes, los perfumes, y de aspirar el olor de los ambientadores y las bolsas de aseo con sosegada ternura. Ellos solían acercarse a hablar conmigo y luego desaparecían. Podían hacerse visibles o invisibles a voluntad. Y cuando se encaprichaban de unos labios humanos, la luz vacilante de unos ojos huecos por donde nace la mirada, arrebataban a estas personas en cuerpo y alma”.

—¡Antonio! ¿Dónde está Antonio? —gritaron al unísono las voces femeninas. Como sombras surgidas desde detrás de los mostradores, todas las miradas se pararon en mi cara que iba tornándose del mismo color que sus flamantes batas verdes.

—Sí, ejem… le he mandado con la furgoneta a la nave de San Martín de la Vega a traer unos géneros para los pedidos.

—Él, él seguro que sabe lo que es un beso negro, un griego y eso de las bolas japonesas —hablaron atropellándose unas a otras.

Sonieta se transfiguró y sin aflojar su ritmo de trabajo meditaba en todas aquellas “locuras escénicas”. Sus ojos de caramelo blando se derretían de amor asomándose hasta su abultado vientre de donde emanaba el flujo de la pequeña vida que su radiante mirada reflejaba. Ser madre era su mayor deseo, tampoco pedía más a la vida. Una vida como tantas vidas vacías que pasan titubeantes sin preguntarse nada, sin nada en qué pensar que no sea rellenar su tiempo con el acto supremo del consumo, ajena a cualquier acto solidario salvo con su mezquino yo.

Mari Mar, su hermana mayor, ojos siempre indagadores, nunca satisfechos, una hija adolescente, exigente y contestona, copia en miniatura de la protagonista de “Lo que el viento se llevo”, una tirana de a capricho diario vamos, un marido excepcional, analista de laboratorio, Máster en Biología, multitud de cursos con notas sobresalientes y en paro.

Candi “la múltiple”, Candelas, Sor Candi, como yo la llamo, con su fogonazo heridor de amores desengañados hace ya varios años y ahí está el resultado. Desde entonces consagra su cuerpo a ser un templo de ceniza, dos brasas por ojos y una fina y destilada amargura enmarcada de ironía en su voz ronca que le nace desde abajo, más hondo que el corazón.

Loli, sacos de amargura y a pelea diaria, holográmica, con el adicto internauta de su marido, el “buenazo” que sentado a la mesa suelta con maliciosa intención sin moverse un centímetro: —Tomaría vino, comería pan —a la espera de que su hijas o su mujer se lo pongan junto al plato de comida, así sin más, sin el más mínimo aliento de amor, enterrado hace ya varios años en la misma playa donde se conocieron durante unas vacaciones—. El “paquete” —dijo Loli—, fue en lo primero que me fijé de mi marido, el “paquete”, y ahora mira como estoy.

Callábamos y Loli seguía hablando y según hablaba, podíamos observar cómo crecía la noche dentro de ella. Leo también callaba, miraba y remiraba y callaba más, su cara blanquilla dejaba traslucir un sofoco volcánico interior, había en sus ojos un tinte reumático, un dolor oculto dejaba asomar arruguitas como cerros apagados. Los sobresaltos de la infancia, la habían envejecido bastante.

Antonio, antiguo cazador, en su tiempo libre taxidermista en Sigüenza, compareció como el viento fresco que se disuelve suavemente y dignifica a ratos el almacén, convertido en un horno a punto de explotar de sudores y sanas risas sexuales.

—¡Hombre Antonio!, mira las chicas querían, ¿no?, queríais saber —dije dirigiéndome a ellas.

—¡Ah sí! —contestó Loli, demorándose al hablar, pensando tal vez en la última ocurrencia— ¿Toñito qué es un beso negro? —y los ojos picaruelos de pillo siempre dispuesto se encendieron para hablar de un tema ya de sobra conocido por él.

—¿Y un griego? —preguntó Candi y hablo casi más con los ojos, negrísimos, intrigantes, ávidos de encender cualquier rescoldo en su voz.

—El beso negro es… un beso ahí —y sonrió traviesamente, como alguien que quiere ser pillado en un renuncio gozoso.

No hubo más palabras, en un instante las caras se tornaron lívidas, quizá el sofoco, quizá la luz de la tormenta que penetraba por los ridículos ventanucos enrejados. Yo repetí un par de veces más, que ya lo decía, que sólo podía ser eso así, y todas ellas sin excepción, con la confirmación de la sospecha, se habían puesto primero coloradas, luego, inclinadas sobre los mostradores de trabajo, con expresividad recatada al imaginarlo con fuerza en su cabeza, cada una con su novio, marido o amante, mostraron en sus congestionados rostros signos inequívocos de arcadas solidarias unas con otras, se miraban y repetían las arcadas con más consistencia si cabe.

—¡Huy por Dios!, ¡qué asco!, un beso negro —matizó Candelas, y sus palabras salpicaban a todos, hurgaban más en el mundo visionario de las demás—. Meter la lengua hasta el… ¡Por Dios! ni por un millón, ¡qué asco, por Dios!, ¡por Dios! —y sus ojos despedían pavorosas llamaradas de deseo, de vida.

—¿Y el griego?, ¿qué es un griego Toñito?

Y Toñito hizo el gesto expresivo de los esquiadores y añadió sólo una frase.

—Por detrás.

Las muchachas redoblaron las arcadas y no niego que yo mismo noté algún síntoma de vacío, un cosquilleo amargo afloró por mi garganta que empezó a picarme hasta hacerme toser y casi “potar” el bocadillo. Era una tos repetitiva, no demasiado fuerte, asustadiza. Tos de niño.

Aclaradas las nuevas noticias  con Toñito y tras unos segundos de ojos desaliñados e incertidumbre silenciosa, el ambiente se relajó bastante y las chicas comenzaron a hablar entre ellas, reían en silencio a veces, a gritos otras, hubo un momento divino, sólo un instante, en que discutieron acaloradamente sobre si no sería mejor un francés que un griego y se impuso la idea primitiva en sus cerebros, hacer el amor de forma clásica. Brillaban sus ojos al pensar en alguien en concreto, un superhombre saliendo del armario de su cuarto o de sus sueños, bien afeitado y quizás cubierto con el tan ansiado vellocino de oro.

Luego, después de soportar tanto calor húmedo, estalló la tormenta, gruesas gotas chocaban con estrépito contra los pequeños ventanucos y el ambiente festivo se esfumó, y con ello todo rastro de armonía risueña y sana palabrería sexual. Las caras se tornaron mohínas, la rutina de los pedidos espesó los ojos y un silencio opresor canalizó el ambiente sofocante de la tormenta descargando su nube furiosamente enfermiza.

En los días siguientes, cuando la intensidad del trabajo hostigaba los nervios, yo sacaba a relucir el asunto de los anuncios, no como una argucia, sino espontáneamente, era una suerte de unión sexual que destensaba el ambiente.

Un día Lola, la limpiadora, con piel de cantera y ojos de nube pálida, a la que dejó su marido por otro hombre, se inventó su propio anuncio. Primero se hartó de reír sola, agarrándose con sus manos blanquísimas al borde del mostrador de madera abarrotada de multitud de nombres y corazones y astillada por los años, por otros tiempos, se doblaba en sucesivas convulsiones de risa y tal vez de llanto. Nosotros tardamos en adivinar qué le pasaba porque al principio pensábamos que se había atragantado, mientras ella seguía elucubrando sola por lo bajo:

Depilada, sin nada.

Te recibo desnuda.

Francés, griego y

bolas japonesas.

—¡Bolas japonesas!

Levantó la cabeza dubitativa y empezó a hacer toda clase de gestos, como para que la viéramos los demás y soltó: —¡Huevos a la flamenca! y será una cosa así más o menos —siguió gesticulando.

—Huevos a la flamenca —musité yo interrumpiéndola.

—¡Síii! —dijo Lola— ella posa la mano en sus… mientras él toca flamenco con la guitarra.

Todos reímos al unísono al imaginar la escena. Durante un larguísimo minuto nos olvidamos un poco de la triste realidad. Lola apoyada en un rincón del almacén lloraba a gritos, como gritan la vida los pájaros con cada nuevo amanecer.

Afuera, una nueva tormenta descargaba con fiereza inusitada, la lluvia golpeaba sin piedad la puerta de entrada de las mercancías. Daba la impresión de estar llamando, de querer entrar a cobijarse en nuestras miserias. El cielo carnoso estaba hecho añicos, el horizonte se había desteñido. Gotas de sudor resbalaban por mi cabeza para fundirse entre el mono de trabajo y mi ropa limpia. Un día más.

Ya no había esperanza en nuestros corazones. Las leyes que nos protegían laboralmente ya no existían, cubríamos los huecos de nuestra desnudez con los muertos, porque así son los despedidos, como muertos. Y hablábamos a solas con ellos porque ayer eran nuestros amigos y compañeros. De los doce fieles que me quedaban en el almacén, ya había cuatro despedidos, uno más esa misma semana, dos más a finales de mes, a otro le mandaban a la nave de San Martín y no quedaban ya más que cuatro conmigo. Solo Dios sabía qué pasaría. No me quedaban ánimos para pensar. Había dolor, y pena, y rabia. No sobreviviríamos.

Viernes, las tres menos cuarto, casi la hora de salir, en cualquier momento sonaría el teléfono, uno de nosotros sería despedido ese día.

Felipe Iglesias Serrano

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