MIRIAM GARCÍA SANTAMARÍA.
—¿Tienes frío? —me preguntó Javier.
—Un poco —dije tímidamente.
—Toma, póntela. —Cubrió mis hombros con su chaqueta azul.
Yo no temblaba de frío, más bien era de nervios. Ambos los teníamos. Nos encontrábamos en el antiguo puente de piedra. La noche era hermosa, con una luna llena que se reflejaba en el agua. Mi mirada se dirigía al río, observando las ramas secas que surcaban sus aguas. Éramos dos jóvenes que no queríamos parecer patosos por la falta de experiencia, ni tampoco derrochar exceso de romanticismo. Llevábamos viéndonos varios meses, pero solo días esporádicos. No teníamos nada serio, no había ningún compromiso entre nosotros, solo queríamos conocernos. Y jugábamos a los sentimientos.
Javier estaba detrás de mí, me agarró de la cintura con mucho cuidado, me tomó por el cuello y se me erizaron los pelos de la nuca. Sus labios rozaron los míos hasta unirse en uno solo. Sus manos me abrazaron con fuerza, y mi corazón se detuvo. Acababa de sentir por primera vez el significado de la palabra amor. No había duda dentro de mí. Aquella acción lo cambió todo. Los latidos se aceleraron, quería que aquel momento fuera eterno. Nos habíamos besado cientos de veces, pero en todas ellas solo acaricié el deseo. Esta vez era diferente, me llegó su calor metiéndose en mi interior.
Sus ojos oscuros se clavaron en mí, me miró con ternura, acarició mi mejilla y pronunció con dulzura la frase “Te quiero”. Me deshice en sus brazos aquella noche y supe que quedaría atrapada en ellos de por vida.